A PROPÓSITO DE BAJO PALABRA, DE MANUEL SILVA ACEVEDO1

Grínor Rojo
Universidad de Chile

 

En un ensayo que escribí hace ya más de diez años y que publicó la Universidad de Concepción, un ensayo que como decía el travieso de Borges ni las paredes leyeron, yo declaré que la mejor manera de acercarse a Lobos y ovejas era entenderlo como "un poema largo genuino, cuyos veintidós fragmentos se implican recíprocamente aun cuando también posean un grado de autonomía considerable"2. Fue esa mi afirmación en lo concerniente a la forma de Lobos y ovejas, la que hice en aquel escrito mío que devino, por la indolencia o la pachorra de la mencionada institución, casi confidencial. Por otra parte, desde el punto de vista de los contenidos, también escribí entonces que el gran tema del libro de Silva era "el de la mutabilidad de todo cuanto existe sobre la faz del planeta o, lo que viene a ser lo mismo, el de la existencia de lo diverso en lo unitario, de lo heterogéneo en lo homogéneo" (85). Modernamente conectado con la lógica hegeliana y neohegeliana de la contradicción, se trata de un tema que existe también en tradiciones que se encuentran bastante a trasmano de esa herencia que a nosotros nos llega desde el siglo XIX europeo: "Así, el I Ching de los chinos lleva como subtítulo el de Libros de los cambios, y la misma premisa reaparece en la doctrina de las reencarnaciones que es propia del misticismo de los vedas. Por último, un ejemplo que se le adecúa con particular consistencia es el de Ovidio, quien en los versos iniciales de las Metamorfosis declara que hablará en su perpetuum carmen acerca de cuerpos que adoptan formas diferentes ('In nova fert animus mutatas dicere formas corpora'). Además, recuérdese que el propósito del poeta romano era 'histórico'. Su libro registra o pretende registrar los cambios que se han sucedido en el mundo desde sus más lejanos orígenes ('ab origene mundi')" (Ibíd.).

Desde aquí pues, desde esta doble plataforma de lectura, fue desde donde yo propuse hace ya más de una década que nos acercáramos a Lobos y ovejas, algo que no tengo intenciones de repetir ahora, por supuesto, lo que quisiera que quedase claro desde ya y para mayor tranquilidad de los asistentes a este acto. Baste agregar que en ese entonces, cuando estaba perpetrando la lectura susodicha, argumenté que emocionalmente, por detrás del poema clásico de Silva Acevedo, se alojaba "el sentimiento de que la existencia humana prospera siempre instalada en el filo de su descalabro, haciendo eses sobre la 'cuerda floja' de lo precario, de lo frágil, de lo que puede ceder y transmutarse en menos tiempo del que nos cuesta pensarlo" (86). Y añadí a eso que la cuestión de "el otro" o "lo otro" [o, mejor dicho, la dialéctica entre "el uno" y "el otro"] obedecía simultáneamente en Lobos y ovejas "al tironeo entre el deseo y el riesgo, la seducción y la amenaza" (Ibíd.), lo que, sin perjuicio del peso ideológico que se le pudiera atribuir a la influencia sobre la sensibilidad del poeta del terror pequeño burgués de "la caída", apuntaba más bien hacia la "diferencia" que la tradición neorromántica atribuye al artista. "Porque el dejar de ser el que es para convertirse en el otro que desde el fondo de sí lo acecha en estado latente constituye para el sujeto que protagoniza los versos de Lobos y ovejas una expectativa angustiosa, pero también, y más mientras menos precisable sea el rostro de lo desconocido, una delirante tentación" (Ibíd.).

Como digo, no voy a repetir los pormenores de ese análisis, en cuya eficacia todavía creo, según se ha visto. En cambio, voy a sacarme el sombrero una vez más delante del objeto del mismo, delante de este poema extraordinario, uno de los grandes de la historia de la literatura chilena y que el disco compacto cuya aparición hoy celebramos preservará en la voz de su autor yo espero que hasta el fin de los tiempos. Lobos y ovejas, que encabeza la antología oral que la diligencia de Ricardo Gómez López ha hecho posible, que es un poema que fue escrito por Manuel Silva cuando éste era un mozalbete de apenas veintiséis años, en 1968, y publicado por primera vez ocho años más tarde, en 1976, es en el 2004 un monumento.

En cuanto al resto de la poesía de Manuel Silva, que en realidad es la parte mayor de su obra publicada, también para ella discurrí yo en el 93 una clave de lectura. No difiere esencialmente de la que he propuesto para Lobos y ovejas, aunque se module, como es natural, de maneras distintas en cada uno de los siete libros aparecidos después de los Lobos… Esa clave consiste en entender que Manuel Silva Acevedo es históricamente un poeta que "viene de vuelta tanto de la confianza en el poder renovador de un centro metafísico primigenio como de la relación con el oficio que en la literatura chilena y latinoamericana introdujeron los vates, los 'videntes', los 'sacerdotes', los 'magos', todos aquellos que todavía embrujados por el canto de la sirena simbolista se enfrentaban con las desdichas del mundo buscando una puerta de acceso a le Mystère, l'Inconnnu o L'Idée. Pese a las apariencias y a su infatigable sisifismo, si alguna certidumbre le queda aún a este poeta dentro del bolso, ella es la de la dificultad ya no sólo de 'ver', en el sentido del voyant rimbaudiano, del que posee el don de ponerse por encima de la prosaica ceguera de todos los días, sino incluso de significar" (51). Pero a esto le oponía yo ahí mismo una salvedad que ahora retomo y que me parece importantísima: "No es este un sentimiento que reprima, en su escritura, ni el deseo ni la búsqueda de la significación. No lo obliga por lo tanto a caer, como si esa fuera su única alternativa de trabajo, en la práctica 'desmitificadora', la de la antipoesía, poesía conversacional, poesía de lo cotidiano o cualquiera otra de las mil y una jergas de la banalidad. El deseo de significar sigue vivo en su programa creador, aunque puesto continuamente en jaque por un contrapeso pesimista, dubitativo, irónico y autoirónico, que por lo menos en principio no difiere demasiado del que otros poetas chilenos favorecen sobre todo a partir de los años sesenta" (51-52). Cualquiera puede ver que lo que yo estaba subrayando con fuerza, en mi examen del pensamiento poético de Silva, era su terca resistencia a la sospecha contemporánea de la muerte de la poesía.

Tiene, por otra parte, este esquema poético-programático de Silva Acevedo, y el que creo puede extenderse a los buenos poetas chilenos de la década del sesenta, un antecedente cuya invocación en este punto me resulta inobviable. Me refiero a Enrique Lihn, al que confecciona sus versos "reconociendo de entrada tanto la facundia de su verba como la infecundidad de su musa, y quien por eso reactiva la regla barroca y asegura que la poesía es 'Esta exageración/es la palabra de la que sólo podemos abusar' ["Mester de juglaría"] o, en un alcance que a mí me suena a autobiográfico, que 'de la palabra que se ajusta al abismo surge un poco de oscura inteligencia' ["Porque escribí"]" (55). Lihn es, en efecto, en la poesía chilena, ese poeta que es ético y lírico aun sin creer o sin querer creer ni en la ética ni en la lírica, y que compensa y supera esos descreimientos con el exceso lingüístico. Es más: "pese a la camisa de fuerza estructuralista con la que ocasionalmente castigó su ingenio crítico, es preciso reconocer que Enrique Lihn fue el primero en distinguir en los textos de Silva Acevedo la cristalización de una poética que era afín a la suya. En el prólogo que escribió para Terrores diurnos, en 1982, adujo que el lenguaje funcionaba en ese libro 'ligado a las operaciones del significante como lo está la llamada 'intoxicación verbal' [...] Desánimo de una visión de las cosas hecha de palabras, fundada en ciertas combinaciones de palabras que la significan o connotan. No tanto porque explicite la precariedad del sentido de las cosas o la catástrofe del sin sentido, cuanto porque lo producen o realizan textualmente'" (Ibíd.).

Puestos nosotros a revisar la línea diacrónica en la que ha ido tomando su forma la poesía de Silva durante los últimos treinta años, estimo que podemos llegar a la síntesis que irá más o menos así: si dejamos de lado las publicaciones juveniles de este poeta (Perturbaciones, 1967, y Manu militari, 1969, que a mi juicio son menos obviables de lo que él cree, y también Cara de hereje, la más tardía, furibunda y estupenda diatriba del 2000), se observa en su trayectoria un desplazamiento que va del grotesco performático y feroz de Mester de bastardía (1977), y pienso en ciertos poemas famosos, como "Rosas rojas" y "Pareja humana", al erotismo complejo de Monte de Venus (1979), visible sobre todo en los textos que contrastan el poder del amor y del sexo con su condición profundamente atribulada e inestable, para retomar luego el inclín teatralizante, aunque esta vez con un acento patético, en Terrores diurnos (1982). Más tarde recurrirá en el trabajo de Silva el clarín de la obligación ciudadana, en Palos de ciego, seguida esta por el lirismo diáfano de algunos de los mejores poemas que integran Desandar lo andado (1988), para concluir, por lo menos hasta ahora, con un intento de salida extracurricular mediante una búsqueda o rebúsqueda expresa y abierta de afirmación (de significación, en rigor), en la poesía de los años noventa. Estoy pensando en este último tramo en la secuencia que conduce desde Canto rodado (1995) al más reciente Día quinto (2002). De estos últimos dos libros, si el primero contiene de parte de nuestro poeta un reclamo de su Rostro Verdadero, más allá de las máscaras truhanescas que según él presume se fueron constituyendo en el itinerario de su biografía anterior, el segundo, por la ruta de un franciscanismo pastoral y ecológico, procura recomponer la relación, que como sabemos fue la gran apuesta de la estética kantiana y que tan a mal traer anda en estos tiempos, entre la naturaleza y el hombre.

¿Con qué no quedamos al fin? Debo confesar que yo tengo mis preferencias. Como sugerí más arriba, y sin desconocer la gran calidad que también tiene la porción de su poesía que responde al prurito histriónico y sarcástico, creo que algunos de los poemas breves de Silva, los de Desandar lo andado, por ejemplo, y sobre todo los de intención metapoética, constituyen joyas de una delicadeza y profundidad que no son ajenas a las de los Lobos… Cito, por ejemplo "De mirarla":

 

¿De dónde mana la tinta que va a dar al escribir?
¿Quién le acopia su dolor hirviente?
¿Dónde se precipita?

Fluir quisiera el hilo de agua clara,
Mas se agolpa empapando el sudario.

 

Este poema de apenas cinco versos, en el que la energía creadora se objetiva en la densidad de la tinta, contiene, por supuesto, un ars poetica. El poema pregunta por el origen de la poesía (nótese que no lo da por supuesto, que solo pregunta por él), al mismo tiempo que deja que ella se manifieste, que corra, que irrumpa, que circule y deje huellas sobre los objetos que toca: "¿De dónde viene, por dónde pasa, adónde va a dar la tinta de la escritura del poeta Manuel Silva Acevedo. Receptáculos ambas de un 'dolor hirviente', que como el vallejiano de 'Voy a hablar de la esperanza' existe sin explicación razonable, al final del verso tres de este texto nos enteramos de que la tinta de la escritura es un líquido espeso que 'se precipita' sobre el espacio de la página desnuda, el que icónicamente separa a la primera de la segunda estrofa del poema, y que allí cubre lo blanco con lo negro, la disponibilidad vacía con el signo lingüístico y gráfico. Es este un 'verterse' de la producción poética sobre la oquedad del abismo del mundo, tan insondable como inconcebible, una dépense de la potencia creadora del signo en el remolino de un vértice y un vértigo (y es útil apelar al origen etimológico de ambos vocablos en el verbo latino vertere: y así a la hermandad entre verter o verterse y vértice y vértigo: y así también a la hermandad entre la curva del verso y la pequeña muerte que es la descarga sexual)" (81-82).

En fin, podría seguir citando otros de estos textos preferenciales míos, por ejemplo, trayendo aquí a la superficie, en la obra de Manuel de la década del noventa, ese poema largo notable (el segundo después de los Lobos...) que es "Señal de ceniza" y que está conspicuamente ausente en el disco compacto que hoy se nos presenta, pero no voy a hacerlo para no abusar de la paciencia de ustedes. A modo de compensación, concluyo con un juicio rápido sobre la totalidad. Opino yo que la obra poética de Manuel Silva Acevedo tiene ya un lugar bien ganado en la historia de la literatura chilena del siglo XX, que su huella se puede seguir y ha sido seguida por poetas de su misma generación y por otros más jóvenes que él, todos los cuales la conocen y admiran porque se dieron cuenta muy temprano de su inmenso valor. Original y poderosa, podríamos decir que, no obstante constituir esta poesía un acervo que ya no es cuestionable, que cuenta con un sitio seguro en los archivos del canon, no cabe duda de que todavía tiene más, mucho más que añadir. En vista de lo cual, yo doy aquí por finalizado este discurso de presentación, cierro mi cuaderno y aguardo a que llegue la próxima entrega. 

 

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NOTAS

1 Presentación del disco compacto de este título, en la Sala Ercilla de la Biblioteca Nacional, el martes 27 de abril de 2004.

2 Cito de "Manuel Silva Acevedo o del pastor a dentelladas, aullador de estrellas", en Poesía chilena del fin de la modernidad. Concepción: Ediciones de la Universidad de Concepción, 1993, p. 84. Las citas que vienen a continuación pertenecen al mismo trabajo y a propósito de ellas daré solo el número de página en el texto.