Uno de los rasgos más llamativos de la novela hispanoamericana de las últimas décadas es su obsesión por la historia. Basta pensar en la narrativa de Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Vargas Llosa o Augusto Roa Bastos para advertir hasta qué punto la historia alimenta los temas abordados e incluso las tipologías discursivas que dan forma a sus obras (biografías, diarios, cartas, crónicas, etc.).

El alcance de este interés hace muy difícil delimitar un corpus específico de novelas y ha llevado a varios críticos y teóricos de la narrativa hispanoamericana a proponer ciertas clasificaciones de acuerdo con el lugar desde el cual sitúan su análisis. Términos como “nueva crónica de Indias”, “nueva novela histórica”, “novela neobarroca”, “ficción de archivo”, “metaficción historiográfica” o “novela histórica posmoderna” suelen aplicarse a una misma novela, desde una base teórica que pocas veces se sitúa en oposición a uno u otro de los términos señalados. Una de las razones de este fenómeno es que parte de la crítica se ha centrado en definir un número más o menos constante de características a partir de un corpus determinado de novelas, dejando de lado lo que parece fundamental: la explicación del interés de la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas por la historia.

Por esto el presente trabajo intentará definir y contextualizar dichos marcos conceptuales, sin establecer jerarquías, sino en un afán de iluminar la manera en que la crítica y la teoría literarias han señalado esta alianza entre historia y ficción como uno de los rasgos predominantes de la narrativa hispanoamericana.

 

NUEVA CRÓNICA DE INDIAS

La aparición de la nueva crónica de Indias como concepto se remonta al año 19792, cuando Alejo Carpentier la proclamó como la forma que la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas del pasado siglo debería adoptar para dar cuenta del mundo en el que surgía. Desde esta perspectiva, la nueva crónica de Indias constituye una mirada sobre la realidad contemporánea que el escritor hispanoamericano debe ejercer en la medida en que asume, como los antiguos cronistas de Indias, la tarea de transmitir la realidad de su época.

Frente a la tecnificación de los mecanismos que conforman la realidad contemporánea, Carpentier advierte sobre el riesgo de que los escritores fueran los menos aptos para comprender y transmitir la realidad del continente, a pesar de que la responsabilidad social heredada de las revoluciones americanas del siglo XX así se los exigiera. En ese contexto, Carpentier destaca la mirada de narradores como Carlos Fuentes, capaces de producir una síntesis de todos los componentes de la cultura española desde una perspectiva hispanoamericana. Eso, según el escritor cubano, los convierte en una especie particular dentro de los hombres pensantes: “la especie de los cronistas, destinados a repertoriar los acontecimientos de su época que les sean perfectamente inteligibles” (72).

Sin embargo, para el Carpentier de 1979, el registro de una época no puede concretarse sin incorporar una visión crítica del pasado del que ha surgido, y de cómo dicha época se sitúa frente a otros contextos culturales. Así, la función de cronista no lleva al escritor solo hacia el presente que le corresponde interpretar, sino que lo convierte en un juez de la historia, un “Cronista de Indias de su continente, trabajando en función de la historia moderna y pasada de ese continente, mostrando a la vez, sus relaciones con la historia del mundo todo, cuyas contingencias también lo atañen, poco o mucho” (81).

Esta afirmación se comprende mejor a la luz del significado que Carpentier asigna a la cultura: “acopio de conocimientos que permiten a un hombre establecer relaciones, por encima del tiempo y del espacio, entre dos realidades semejantes o análogas explicando una en función de sus similitudes con otras que puede haberse producido muchos siglos atrás” (64). Así, la posesión de una cultura por parte del escritor hispanoamericano le permitiría ver las huellas del pasado en el presente y el eco de una serie de constantes que parecen repetirse a lo largo de la historia de la humanidad.

Sin embargo, Carpentier no podía saber lo premonitorias que resultarían sus palabras cuando hoy miramos la producción narrativa que efectivamente se escribió en el continente durante esas últimas décadas del siglo XX, especialmente alrededor del quinto centenario del descubrimiento.

Para Fernando Moreno, en cambio, la nueva crónica de Indias es una línea temática dentro del impulso renovador que la novela histórica hispanoamericana vivió a partir de 1974 con Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Si, para Moreno, la novela histórica moderna ya existía en el continente desde Arturo Uslar Pietri, es indudable que novelas como Yo el Supremo, Terra nostra o El arpa y la sombra están animadas por una fuerza distinta, que proviene de una mirada mucho más crítica y una libertad mayor respecto del pasado que leen. Las novelas que se escriben en esa época son heterogéneas, admite Moreno, pero se puede identificar un corpus unido por su interés en los primeros encuentros entre los representantes del mundo español y el americano.

Así, el corpus de novelas que el autor propone como nueva crónica de Indias incluye: Daimón (1978) y Los perros del paraíso (1983) del argentino Abel Posse; El mar de las lentejas de Antonio Benítez Rojo (Cuba, 1979); Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva (Venezuela, 1979); El arpa y la sombra de Alejo Carpentier (Cuba, 1980); Gonzalo Guerrero de Eugenio Aguirre (México, 1980); Crónica del descubrimiento de Alejandro Paternain (Uruguay); La luna de Fausto de Francisco Herrera Luque (Venezuela, 1983); El entenado de Juan José Saer (Argentina, 1983); Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (México, 1985) y Crónicas del nuevo mundo (México, 1988) de Homero Aridjis; Maluco de Napoleón Baccino Ponce de León (Uruguay, 1990); Diario maldito de Nuño de Guzmán de Herminio Martínez (México); Cómo conquisté a los aztecas de Armando Ayala (México, 1990); La invasión a un mundo antiguo de Rosa Miquel (Chile, 1991); Esta maldita lujuria de Antonio Elio Brailovsky (Argentina, 1991).

En cuanto a los mecanismos de estas novelas, Moreno destaca el frecuente uso de la parodia, la ironía, el grotesco o el humor; la intertextualidad o la especularidad del texto sobre sí mismo; la presentación de personajes históricos cuya imagen polemiza con la de las crónicas, o la de personajes anónimos que cobran una importancia impensada; el uso, con diversos fines y de variadas maneras, de modalidades históricas tradicionales y de toda una batería de documentos y fuentes referenciales. Todo ello con el objeto de desmitificar, cuestionar y reemplazar las certezas respecto del pasado por preguntas que lleven a quebrar las lógicas causales que se han impuesto como las únicas posibles.

 

NUEVA NOVELA HISTÓRICA

El uso del término “nueva novela histórica” es simultáneo al de nueva crónica de Indias y se aplica a muchas de las novelas que son llamadas así por Fernando Moreno; su origen se remonta a 1981, cuando Ángel Rama, al introducir su antología Novísimos narradores hispanoamericanos en Marcha”, destaca las novelas Yo el Supremo y Terra Nostra por haber roto con el molde romántico de la novela histórica.

A partir de 1983, el término se difunde en congresos académicos, cuando Seymour Menton comienza a exponer los trabajos que lo llevarían a publicar en 1993 su estudio La nueva novela histórica de la América Latina 1979-1992. Un poco antes, en 1991, aparecen dos artículos de Fernando Aínsa: “La reescritura de la historia en la nueva narrativa latinoamericana” y “La nueva novela histórica latinoamericana”3, en los que va a elaborar una lista de diez características de este tipo de ficción. También habría que destacar varios trabajos de Juan José Barrientos a partir de 1983.

Respetando su orden de publicación, los trabajos más importantes en esta línea serían los artículos de Aínsa y el texto de Menton. Fernando Aínsa se acerca al estudio de la ficción histórica hispanoamericana de las últimas décadas del siglo XX, usando la categoría de nueva novela histórica hispanoamericana para referirse a un corpus en el que Terra Nostra (1975) de Carlos Fuentes ocupa un lugar fundacional. Analizando un conjunto importante de novelas, Aínsa propone que el rasgo esencial de este tipo de narrativa es la parodia, pero la parodia no solo entendida como un recurso burlesco, sino como una operación más compleja, mediante la cual se establece una relación con el modelo, pero alterándolo. Se trata, como dice Aínsa, de una aproximación a la historia desde la novela, que evita tanto la lengua del anticuario como la caricatura.

La ficción histórica así entendida es una tendencia generalizada en la narrativa contemporánea del continente, que tiene que ver con un “movimiento centrípeto de repliegue y arraigo, de búsqueda de la identidad a través de la integración de las expresiones más profundas y raigales de la literatura latinoamericana” (13-14). No estamos frente a la burla o la deconstrucción por sí mismas, sino ante un cuestionamiento profundo y crítico sobre una identidad que se intenta articular.

Por otra parte, Aínsa inscribe este género de la ficción histórica reciente dentro de lo que ha sido la tradición de la novela histórica en Hispanoamérica, pero también desde lo que significa en relación con su antecesora, la novela de los años sesenta. Así, respecto de la novela anterior, Aínsa señala que pareciera que después de “las obras complejas, experimentales y abiertas a todo tipo de influencias que caracterizaron la novelística latinoamericana de las décadas anteriores, [las novelas] hubieran necesitado incorporar el pasado colectivo al imaginario individual” (12). Esa preocupación por el pasado resulta una señal inequívoca del distanciamiento que la narrativa posterior a Terra Nostra experimentó respecto de su antecesora, una “narrativa acuciada por las expresiones ‘testimoniales’ del tiempo contemporáneo, tanto del exilio como de la resistencia interna, en todo caso poco proclive a volver su mirada hacia el pasado” (13).

En cuanto a la relación establecida entre la nueva novela histórica y la tradición del género en Hispanoamérica, Aínsa piensa que este tipo de narrativa viene a romper con una cadena en la que cada período literario se habría expresado en un modelo típico de novela histórica, mientras que la manifestación actual del género resulta mucho más desconcertante y difícil de articular:

A diferencia de lo ocurrido en períodos anteriores –romanticismo, realismo, modernismo y vanguardismo– asistimos ahora a la ruptura del modelo estético único. Las pretensiones de una novela forjadora y legitimadora de nacionalidades (modelo romántico), crónica fiel de la historia (modelo realista), formulación estética (modelo modernista) o experimental (modelo vanguardista), ha cedido a una polifonía de estilos y modalidades narrativas que pueden coexistir, incluso en forma contradictoria, en el seno de una misma obra (17).

A pesar de las diferencias, sin embargo, Aínsa ve la nueva novela histórica como un género con una estructura interna dada por la recurrencia de una serie de características, como: a) la relectura de la historia fundada en un historicismo crítico; b) la impugnación de las versiones oficiales de la historia; c) la multiplicidad de perspectivas (múltiples verdades históricas); d) abolición de la distancia épica (“nivelación” y desmitificación de la historia); e) distanciamiento de la historia oficial mediante su reescritura irónica, paródica y muchas veces irreverente; f) superposición de tiempos históricos diferentes; g) historicidad textual o pura invención mimética de crónicas y relaciones; h) uso de variadas modalidades expresivas, como falsas crónicas disfrazadas de historicismo, glosa de textos auténticos en contextos hiperbólicos o grotescos y el uso de la ficción para el llenado de los vacíos de la historia conocida; i) relectura distanciada, “pesadillesca” o acrónica de la historia mediante una escritura carnavalesca, y finalmente, j) usos del lenguaje: arcaísmos, pastiches, parodias y sentido del humor agudizado para reconstruir o desmitificar el pasado.

Estas diez características en variados grados y de diversas maneras estarían presentes en el corpus de novelas estudiadas por Aínsa como nueva novela histórica, y forman parte de su variedad polifónica. Ya dijimos, además, que para el autor, uno de los rasgos más relevantes de este tipo de narrativa tiene que ver con el uso de la parodia en el sentido de “canto paralelo”, que no solo burla, sino que también instala un pasado y lo preserva. El rasgo que Aínsa destaca como fundamental en su lectura de estas novelas, sin embargo, es su búsqueda “entre las ruinas de una historia desmantelada por la retórica y la mentira al individuo auténtico perdido detrás de los acontecimientos” (31), descubriendo y ensalzando al ser humano en su dimensión más auténtica.

Por su parte, Seymour Menton da una definición de la nueva novela histórica a través del estudio de un grupo de novelas escritas a partir de 1979 y hasta 1992, que parecen distanciarse de la manifestación tradicional del género y coincidir en una serie de rasgos formales e ideológicos. Estos últimos tienen que ver con el despertar de una conciencia descolonizadora en intelectuales y escritores de gran importancia en el continente, como Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges y Arturo Roa Bastos, que se agudiza con la cercanía del quinto centenario del descubrimiento de América en 1992.

Dentro de este corpus más representativo del tipo de novelas históricas estudiadas por Menton están: El arpa y la Sombra (1979) de Alejo Carpentier, El mar de las lentejas (1979) de Antonio Benitez Rojo, La guerra del fin del mundo (1981) de Mario Vargas Llosa, Los perros del paraíso (1983) de Abel Posse, y Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso.

Un papel fundamental como iniciador del movimiento le atribuye Menton a Alejo Carpentier con El reino de este mundo (1949), novela considerada la primera “verdadera” nueva novela histórica. Una de las ideas fundamentales proyectadas por este tipo de obras es la ciclicidad de la historia, tema que estructura muchas de las novelas de Carpentier y algunos de sus relatos. Sin embargo, la formulación definitiva del género llegará con la publicación de El arpa y la sombra (1979), en la que por primera vez el protagonista indiscutido es un personaje histórico. Dicha formulación es esquematizada por Menton en seis rasgos fundamentales: a) la subordinación en distintos grados de la reproducción mimética de ciertos períodos históricos a la presentación de ideas filosóficas (difundidas en los cuentos de Borges): imposibilidad de conocer la verdad histórica o la realidad, el carácter cíclico de la historia, lo imprevisible de ésta; b) distorsión consciente de la historia mediante omisiones, exageraciones y anacronismos; c) ficcionalización de personajes históricos a diferencia de personajes ficticios; d) presencia de la metaficción o los comentarios del narrador sobre el proceso de creación, frases parentéticas, uso de la palabra “quizás” o sus sinónimos y notas apócrifas; e) la intertextualidad, el palimpsesto, y f) los conceptos bajtinianos de lo dialógico, lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia.

Una posible objeción a esta propuesta es que la búsqueda de estos rasgos comunes simplificaría demasiado la complejidad de las novelas. Aunque Menton anticipa esta crítica, la respuesta que aventura no es del todo satisfactoria, ya que entre las novelas que incluye en esta categoría existe una distancia que no se resuelve atendiendo a los niveles de variación permitidos por Menton: a) el grado de historicidad (históricas / más flexibles / anacrónicas); b) la relación entre el pasado representado y el presente del autor (la representación del pasado encubre comentarios sobre el presente o no), y c) el número de personajes que presentan (novelas de pocos personajes, novelas panorámicas, muralísticas y enciclopédicas).

Al comparar los rasgos señalados por Fernando Aínsa con los propuestos por Menton, llama la atención que el modelo de Aínsa permite mayor variación entre las distintas novelas, mientras que Menton busca mostrar un corpus específico al interior de un conjunto bastante más amplio de novelas de ficción histórica, en el que me parece que el rasgo predominante es lo carnavalesco y no solo lo paródico como en Aínsa. Por otra parte, el trabajo de Menton también destaca la función metaficcional del tipo de novelas que describe, lo que parece acentuar la conciencia que estas novelas tienen de su carácter “fabricado”, legitimando así su distancia respecto del discurso historiográfico y de cualquier otro tipo de discurso que se valide en relación con un referente externo. También es interesante mencionar que mientras el planteamiento de Aínsa justifica esta narración por su intento de liberar al “individuo auténtico perdido detrás de los acontecimientos”, la propuesta de Menton parece aspirar a identificar un contenido filosófico más abstracto en relación con la naturaleza de conceptos como “verdad histórica” o “realidad”, reflexionando sobre el carácter del tiempo y sobre la recurrencia de ciertos sucesos como constantes en la historia de la humanidad.

Otro aspecto de lo dicho por Menton que se puede situar en relación con lo propuesto por Aínsa se refiere al paradigma literario que actúa en estas novelas. Si Aínsa las sitúa en oposición a la novela de los años sesenta, sobre todo por su rechazo del presente, Menton establece una relación más estética que temática cuando señala que la nueva novela histórica y las novelas del boom comparten un “afán muralístico, totalizante, el erotismo exuberante y la experimentación estructural y lingüística” (30).

 

NOVELA NEOBARROCA

Un tercer punto de articulación teórica para la producción novelística hispanoamericana de las últimas décadas del siglo XX que se vuelca hacia el pasado es el neobarroco, que si bien no pretende servir de clasificación para un grupo determinado de novelas, constituye, según Gonzalo Celorio, una “seña de identidad de la narrativa hispanoamericana contemporánea” (99).

La visión de Celorio de la novela neobarroca se ancla en una tradición crítica que juzga el arte barroco como una constante de lo que conforma la expresión americana, defendida principalmente por escritores cubanos como José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy. Su trabajo toma de Lezama la idea central de su propuesta, que consiste en ver el barroco y el neobarroco como un arte de “contraconquista”. Esto significa que su planteamiento se erige en oposición a aquellas miradas que han visto el barroco como una herramienta de la Contrarreforma en España y como su prolongación en América, mitificando lo que había sido la conquista española y sus valores una vez que ésta se consolidó:

Por paradójico que se antoje, el anhelo de infinito, la sobreposición de lo terreno, el abandono de los valores mundanos en beneficio de los ultramundanos de las obras barrocas españolas, lejos de testimoniar el triunfo del catolicismo y de la fe, son el resultado del vacío religioso que el Renacimiento y las crisis eclesiásticas dejaron en España (83).

La forma que el barroco asume en América lo transforma en un arte “bizarro”, “fantasioso”, “colorido”, “popular”, que no refleja la sumisión, sino más bien la originalidad y autonomía americanas: “Este espíritu es el que a fin de cuentas, habrá de conquistar la libertad. Así, el barroco pasa de ser un instrumento de conquista para ser, reversiblemente, un instrumento de contraconquista, esto es, de liberación” (89).

Avanzando en el tiempo hasta llegar a la narrativa hispanoamericana actual, Celorio afirma que la constante barroca del arte americano ha asumido una forma nueva. Dicha renovación radica en que si el arte barroco del siglo XVII no mostraba una conciencia de sí mismo, el arte y la narrativa actuales son intencionalmente barrocos. Si bien esto se presenta como una impostación con una intencionalidad explícita, el artificio también a ese nivel puede justificarse como un rasgo del barroco entendido como un arte de lo prefabricado.

El planteamiento de Celorio, por otra parte, le debe mucho a la definición de Sarduy sobre el barroco y el neobarroco, en las que el autor encuentra “una tipificación, basada en la parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea [Terra Nostra y Cristóbal Nonato entre ellas]” (98).

Estas novelas, sustentadas en un lenguaje paródico y en la superposición de diversos discursos, en las que la referencialidad estriba principalmente en la cultura libresca y que constituyen enormes construcciones verbales, retornan al pasado para recuperarlo. Aunque sea de manera deformada y ridiculizada por el discurso barroco, el pasado se retoma para preservarlo y enriquecerlo gracias a la crítica ejercida (humor y homenaje). Este es un punto de lo propuesto por Celorio que parece fundamental a la hora de entender la función de la narrativa histórica actual en un contexto hispanoamericano, vale decir, no como una celebración posmoderna de la ausencia de identidad, sino como la recuperación de un pasado necesario para que dicha identidad se haga propia: “La parodia, pues, no se limita a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales” (101). Así, la intención del discurso paródico sería “sentirse en posesión de una cultura y manifestar tal seguridad mediante la crítica: el juego, la reflexión, el reconocimiento” (102).

 

FICCIÓN DE ARCHIVO

Roberto González Echevarría es uno de los críticos que se han atrevido a dar una teoría general de la narrativa hispanoamericana desde sus orígenes hasta sus manifestaciones más recientes. El análisis que emprende en su libro Mito y Archivo (1990) plantea que si lo característico de la narrativa hispanoamericana desde sus orígenes consistió en plegarse a otras formas de discurso, como el de la ley en un primer momento, y el de la etnografía durante la primera parte del siglo pasado, la tendencia que parece predominar hoy sería la “ficción del archivo”, es decir, un tipo de novela que dialoga con la historia, generalmente ubicada en el periodo colonial. En palabras del autor, se trata de novelas que constituyen verdaderos “depósitos de conocimientos e información”, que se establecen como una “compleja red intertextual que absorbe las crónicas de la conquista, otras ficciones, documentos y personajes históricos, canciones, poemas, informes científicos, figuras literarias, y mitos –una amalgama de textos que tienen significado cultural” (González Echevarría 1990).

Así, la narrativa no debe ser vista como una disciplina aislada ni como un mero reflejo de la sociedad, sino como un espacio en que las convenciones que confieren legalidad a un determinado orden son exhibidas y desmanteladas. Al plegarse al discurso de la historia, la ficción de archivo muestra las convenciones que rigen la escritura de dicha historia y el hecho de que su coherencia y autoridad emanan de un período cuya estructura ideológica ya no está vigente.

Sin embargo, estas ficciones tampoco van en busca de los orígenes para proponer nuevas narrativas totalizadoras. Al afirmar que todo conocimiento está mediado por el poder, las novelas muestran la historia como otro de los mitos originarios del continente. El archivo es así el componente de la ficción que le permite actualizar y cancelar las narrativas sobre el origen que forman la historia hispanoamericana, lo que se traduce en una manera no canonizadora de relacionarse con los hechos del pasado. A diferencia de la historia, el archivo –concepto con evidentes ecos foucaultianos– no articula un relato completo ni coherente, sino que narra desde las discontinuidades, desde los quiebres, desde las ruinas.

Tan importante como la noción de acumulación en el archivo, reforzada mediante materializaciones simbólicas del mismo, como edificios, habitaciones, cajas, arcas, baúles o cualquier otro tipo de receptáculo o depósito que contenga o custodie dichos documentos, es la idea de desorden, extravío y descomposición. Esto porque, junto con ser el depósito de una infinidad de narrativas de significación cultural, la novela constituye el espacio en que éstas pueden ser vaciadas de la estructura de poder que las sostenía, demostrando muchas veces su carácter obsoleto.

Lo planteado por González Echevarría muestra así una vez más el movimiento dialéctico entre denuncia-resistencia y recuperación-homenaje del pasado que parece articular una parte importante de la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas del siglo XX.

 

FICCIÓN HISTÓRICA POSMODERNA Y METAFICCIÓN HISTORIOGRÁFICA

Otra manera posible de acercarse a las novelas hispanoamericanas recientes que dialogan con el pasado es a través de conceptos como ficción histórica posmoderna o metaficción historiográfica, los que explican la nueva manifestación de la ficción histórica por el cuestionamiento de la modernidad o por la aparición de un nuevo paradigma cultural: el posmodernismo.

Brian Mc Hale es uno de los autores que estudió en 1987 la novela histórica de las décadas anteriores en el marco de la ficción posmoderna, incluyendo en su análisis novelas hispanoamericanas como Terra Nostra y Cien años de soledad, dentro de un corpus mucho más amplio de novelas norteamericanas y europeas.

Sin pronunciarme sobre la propiedad de aplicar un marco conceptual posmoderno al análisis de novelas hispanoamericanas y la pertinencia de los criterios según los cuales Mc Hale integra el corpus de su análisis4, revisaré la tesis general de autor, que consiste en demostrar que la ficción posmoderna se debe interpretar como una poética de asuntos ontológicos, y no epistemológicos, como fue la ficción modernista.

Así, a partir de una revisión de diversas ontologías de la ficción, Mc Hale llega a la conclusión de que lo más claro en la ficción posmoderna es su descarada integración de distintos mundos, allí donde la ficción tradicional intentaba establecer límites.

Esto es particularmente interesante en la ficción histórica, en la que tradicionalmente se han integrado dos mundos pertenecientes a órdenes distintos –ficción y realidad– intentando maquillar las marcas de dicha operación. Hacer lo contrario resulta escandaloso, sobre todo por el carácter monumental de ciertos personajes y acontecimientos históricos.

La ficción histórica posmoderna se hace cargo de ese y muchos otros escándalos, violando tres restricciones básicas de la novela histórica tradicional: a) permitirse ficcionalizar solo en las zonas oscuras de la historia, sobre aquellos aspectos que la historia no registró; b) evitar a toda costa los anacronismos, es decir, el material cultural del período que presenta una novela no puede contradecir lo que la historia oficial nos dice sobre él, y c) las ficciones históricas deben ser realistas; la lógica y la física del mundo ficticio debe ser compatible con aquellos de la realidad, por lo que una ficción histórica fantástica resulta una anomalía.

Frente a la novela histórica tradicional así descrita, la ficción histórica posmoderna es revisionista en dos sentidos: porque viola las convenciones del género literario del que surge y porque revisita el contenido de la historia oficial, a menudo desmitificando la versión ortodoxa del pasado.

Si la ficción histórica clásica intentaba disimular cualquier migración de un nivel ontológico a otro, la ficción posmoderna contradice la historia oficial mediante una historia apócrifa, incurriendo en anacronismos flagrantes e integrando lo fantástico y lo histórico. Así, la “historia apócrifa”, el “anacronismo creativo” y la “fantasía histórica” constituyen las estrategias típicas de la ficción histórica posmoderna revisionista.

La canadiense Linda Hutcheon es otra teórica del posmodernismo que se ha ocupado de la ficción histórica, pero desde una postura más moderada que la de Mc Hale, ya que su visión se aleja de los posmodernismos “duros” como el de Baudrillard o Lyotard, a los que se refiere como “the dark side of postmodernism”. Lo más interesante del planteamiento de Hutcheon en el sentido que aquí interesa es su declarada preocupación por la problematización de la historia que realiza el posmodernismo y, en particular, la ficción posmoderna. Así, con el término de “metaficción historiográ-fica” pretende dar cuenta de un tipo de ficción intensamente autorreflexiva y paródica, pero enraizada en aquello que tanto la reflexividad como la parodia parecen rechazar: el mundo histórico.

Su texto se refiere a un amplio conjunto de novelas muy conocidas y populares, pero que también son objeto de profunda reflexión académica, escritas en Europa y América (del norte y del sur), a partir de los setenta: El nombre de la Rosa, La amante del teniente francés, The White Hotel o Ragtime, entre muchas otras. Se trata de “those well known and popular novels which are both intensely self-reflexive and yet paradoxically also claim to historical events and personages” (5).

Como toda forma de posmodernismo, la metaficción historiográfica propone importantes paradojas. Por un lado, la interacción de la historiografía y la metaficción plantea el rechazo tanto de las ideas de representación auténtica como de copia, y el significado de la originalidad artística se desafía del mismo modo que la transparencia de la referencialidad histórica; los límites entre los géneros discursivos y las disciplinas del conocimiento también se hacen problemáticos. En su relación con los hechos del pasado, estas novelas no producen un concepto de historia, sino que lo cuestionan y sugieren que rescribir o representar el pasado en la historia y la ficción es, en ambos casos, abrirlo hacia el presente, evitando que se vuelva concluyente y teleológico.

La metaficción historiográfica, por otra parte, tiene poco en común con la novela histórica tal y como la definía Lukács, quien según Hutcheon atribuía tres características fundamentales a la novela histórica: los protagonistas como tipos, la integración de los detalles solo en la medida en que aportaban a la verosimilitud, y al uso de personajes históricos como bisagra entre el mundo histórico y la ficción. Como resulta evidente para Hutcheon, esta visión de la novela histórica se funda en un tipo de novela basada en nociones de universalidad obsoletas en el siglo XX. Así, los protagonistas de metaficciones historiográficas no tienen nada de tipos generales, sino que son figuras excéntricas e incluso los personajes históricos adquieren características marginales; por lo tanto, la presencia de un tipo humano en una ficción historiográfica solo sería objeto de ironía.

En cuanto a los personajes históricos, la metaficción historiográfica no los usa para tapar las costuras entre historia y ficción, sino que se complace en mostrar esas costuras. La bisagra ontológica se problematiza, lo que muchas veces estas novelas logran al centrarse en la situación enunciativa.

En forma muy general, se puede afirmar que la novela posmoderna que Hutcheon llama metaficción historiográfica muestra una serie de temas específicos relacionados con la interacción entre historia y ficción que exigen una atención particular: la naturaleza de la identidad y la subjetividad, la cuestión de la referencia y la representación, la naturaleza intertextual del pasado y las implicancias ideológicas de la escritura sobre la historia.

***

Las definiciones hasta aquí revisadas tienen en común proponer articulaciones teóricas que permiten situar la ficción histórica hispanoamericana de las últimas tres décadas. Sin embargo, los discursos desde los que se originan estos conceptos son de naturaleza muy diversa. Por un lado, las nociones de “nueva crónica de Indias” o de “nueva novela histórica” dan cuenta de lo que sería la nueva modalidad asumida por un subgénero de la narrativa –la novela histórica– a partir de mediados de los setenta en Hispanoamérica. Las novelas incluidas en esta categoría reúnen una serie de rasgos específicos que las diferencian de la novela histórica tradicional y que permiten una variación dentro de la que cabría formular subgéneros más específicos, como sugiere Fernando Moreno cuando habla de la nueva crónica de Indias en términos de una tendencia dentro de la nueva novela histórica. Si esto es así, también cabría postular subcategorías de acuerdo con otros momentos fundacionales, como “la nueva novela histórica de la Independencia”.

Definiciones como “ficción de archivo” o “novela neobarroca”, a su vez parecen intentar un movimiento más amplio que el de definir un subgénero de la novela, proponiendo una teoría general de la narrativa hispanoamericana en la que dichos conceptos darían cuenta de un tipo de periodización posible. Dicho de otro modo, si la teoría de la narrativa que González Echevarría desarrolla se funda en la idea de que lo particular de ésta es plegarse a otras modalidades discursivas a través de los siglos, como fue el discurso de la ley en un comienzo y más tarde el de la etnografía, la ficción de archivo es la que da cuenta del período más reciente, en el que el tipo de discurso al que la narrativa hispanoamericana se pliega, es el de la historia. Esto supone que la categoría de ficción de archivo o de novela neobarroca no se limita al corpus de novelas que se perfilaba en las definiciones anteriores, aunque sí las incluye.

Por último, definiciones como la de ficción histórica posmoderna o metaficción historiográfica no corresponden ni a la definición de un subgénero de la novela ni se insertan dentro de una teoría de la narrativa hispanoamericana, sino que según sus autores constituyen la evidencia del cruce entre la historia, la ficción y un nuevo paradigma cultural: el posmodernismo; o, como postula Hutcheon, más bien desde el cuestionamiento de un paradigma aún presente pero amenazado: la modernidad fracturada.

 

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NOTAS

1 Este texto forma parte de una investigación mayor sobre la narrativa histórica de las dos últimas décadas en Chile, realizada en el marco de mi tesis doctoral en la Universidad de Chile.

2 Año en que Alejo Carpentier dicta la conferencia “La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo” en la Universidad de Yale. Las citas corresponden a la edición de 2003 de los Ensayos selectos, publicada por Ediciones Corregidor, en que se recoge dicha conferencia.

3 Todas los pasajes aquí citados corresponden al artículo “La reescritura de la historia en la nueva narrativa latinoamericana”, publicado en Cuadernos Americanos.

4 No existe el espacio aquí para discutir si es pertinente o no hablar como lo hacen Mc Hale o Hutcheon de la narrativa hispanoamericana como manifestación del posmodernismo. Parte de los historiadores de la literatura y de la crítica actual creen que esto sería imponer un marco cultural foráneo a la realidad histórica latinoamericana. Tampoco resulta posible cuestionar la amplitud del corpus que inscriben dentro del fenómeno ni la heterogeneidad de las novelas latinoamericanas que se consideran ejemplificadoras de la tendencia. Todo esto lo hago en el capítulo 3 de la tesis ya aludida, principalmente para justificar la necesidad de una caracterización de la ficción histórica chilena desde marcos históricos y culturales propios, incluso desligados en gran medida del fenómeno continental estudiado como nueva novela histórica.

 

BIBLIOGRAFÍA

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