Andrés Gallardo es un narrador muy singular entre los chilenos contemporáneos. Corre el riesgo, pienso, de ser descubierto una y otra vez (como sucede periódicamente con Juan Emar), porque el interés y la calidad de su obra son indiscutibles, pero no han ido acompañados de una difusión a su altura, a pesar de las críticas elogiosas. De sus primeros cinco libros (Historia de la literatura y otros cuentos, Concepción, 1982; Cátedras paralelas, Concepción, 1985, La nueva provincia, México-Santiago de Chile, 1987, Obituario, México-Santiago de Chile, 1987, y Las estructuras inexorables del parentesco, Concepción, 2000), cuatro fueron publicados durante la dictadura, y tres fuera de Santiago. Tal vez ese es uno de los motivos por los que se ha transformado en un escritor para iniciados. No me parece, sin embargo, el principal. Creo más bien que se trata de obras que se las arreglan para eludir los rótulos más bien periodísticos con los que se suelen ir armando mapas mentales de la literatura chilena. Entre los ejemplos de rótulos periodísticos, de titulares mejores que el contenido de la discusión, recuerdo los de Macondo vs. McOndo, las polémicas entre autores hoy cincuentones y sus desganados mayores, las oposiciones entre libros que se venden y otros que se estudian en universidades norteamericanas. La lectura de la obra de Andrés Gallardo no pasa por esos lugares, ni los señala, ni se mide con ellos. El costo es no estar en los titulares. El beneficio, encontrarse más allá de los vaivenes de estos: el ser permanentemente una sorpresa en el medio.

Tríptico de Cobquecura (Santiago de Chile: Liberalia Ediciones, 2007) hace otras referencias a nuestra literatura chilena. O más bien no las hace, está hecho de ellas. La narración de las tres historias que componen el tríptico se refiere muchas veces a los narradores realistas (ya fuera de toda polémica), para contrastar cómicamente sus procedimientos y los propios. Cita sin comillas ni atribución modos narrativos que se reconocen, como los de las novelas criollistas, o poemas enteros, de Pedro Prado o de Enrique Lihn, o versos de Neruda ("niña morena y ágil"), o de Fray Luis, o descripciones de lugares aledaños, a cargo de los versos de Fidel Sepúlveda. Lo hace con la misma soltura e ironía con que incorpora pedazos de boleros, frases hechas, refranes populares o epígrafes del Quijote (están en cada capítulo). Los ready-made que ofrece el lenguaje son materiales de construcción -o más bien campos de juego, para desencajar una metáfora futbolera, juego por la agilidad de la narración, y también por la risa contenida que va provocando.

Dice Andrés Gallardo que hace literatura y no otra cosa: que su tema es el lenguaje. El habla, digo yo, la oral y la literaria, tal como se van entreverando en las conciencias y en las memorias de los habitantes de este país. Explora como nadie los entramados que han ido recogiendo una experiencia particular, los sustratos lingüísticos, las capas geológicas de las hablas nacionales. Su material de trabajo, o su campo de juego, está en el inconsciente lingüístico de los hablantes chilenos. Hay quien dice que el inconsciente no es lo que está en las profundidades ni en las intimidades, sino lo que está ahí, patente, y no nos permitimos ver.

Los ready-made de nuestro lenguaje nos delatan, y en estos tres relatos, que tienen en común algunos personajes y sobre todo el transcurrir en Cobquecura, hacen reír mucho al lector. Por mucho que sucedan en "un enclave chilote dentro del país", un lugar a la vez real y mítico, no se proponen identificar el habla de regiones ni de zonas geográficas. Los indicios y las pistas apuntan, sobre todo, a hacer un mapa lingüístico a la vez irónico y entrañable del sistema de antagonismos -de clase, de género, de edad y quizás cuántos más- que funciona inconscientemente en Chile. Lo que se ve allí es el funcionamiento de redes sociales, de "estructuras inexorables de parentesco" (título de una obra del autor ) dentro de las cuales estamos todos, incluso el narrador. Cuando se trata de describir ese sistema, la antropología o la sociología aparecen como mallas de análisis demasiado bastas, como si por entre sus espacios se colara casi todo lo importante. Los relatos de este Tríptico tejen la más fina de las redes: trabajan, pero sobre todo juegan, con el lenguaje como contenido latente de nuestra convivencia. No solo lo hablamos. También habla a través de nosotros, sin que nos demos cuenta las más de las veces. Verlo sobre la página escrita produce efectos que comienzan por la risa, pero que no se agotan en ella. Estamos jugando, pero hay quien dice que jugar es lo más serio que puede hacer una persona.

Tres son las historias que se cuentan en esta obra. Las tres, muy distintas, tienen que ver con mujeres y con amores. (Si recuerdo correctamente, alguna vez una de ellas formó parte de un conjunto que se iba a llamar "la ciencia de las mujeres"). Y tienen que ver con maneras propias de desear, de convivir, de castigar, de celebrar, de guardar rencor, de reencontrarse. La enumeración de situaciones es siempre la misma, parece, tratándose de historias. Lo interesante en este libro es el cómo. Porque en las diferencias, en las astucias, en las deferencias, en las formas de tratar, en las reglas generalmente tácitas, en las cautelas y las cortesías, en las conversaciones en que no se dice todo, en el cumplimiento de protocolos nunca enunciados, hay algo detectado en el lenguaje que es a la vez una forma de hablar y una manera de ser que, si no me equivoco, no había aparecido nunca de este modo en la narrativa chilena.

La narración pone comillas (simbólicas) a todo el material lingüístico y literario del que se va apropiando. A la vez que cuenta, se refiere a otras maneras de contar, y va comentándolas irónicamente, poniéndolas en un marco, en algún lugar del pasado. Lo hace con la novela realista, y sus afanes de "retorizar la comida" que pueden llegar a ser "majaderos"; con la retórica desenfrenada de la descripción de la naturaleza, dejada en manos de Norita Albornoz, quien hace las delicias de un ciego al describirle los paisajes cercanos a Cobquecura; con la novela criollista -concretamente Zurzulita, de Mariano Latorre, que termina avivando las brasas de un asado- y sus personajes "patéticos" y "sombríos", sus pueblos "descascarados y aburridos"; con la vehemencia de las novelas rusas; con "las novelas de tesis y las novelas experimentales, donde los personajes no se enamoran ni tienen ilusiones o frustraciones sino a lo más horrendos vicios, que normalmente los autores tratan de justificar"... Tríptico de Cobquecura no narra de ninguna de esas maneras, las da todas por conocidas, de alguna manera "las pone en su lugar". Crea un punto de mira que las incluye y las excede: las ubica, con una sonrisa cómplice, en el incómodo lugar de la parodia, el metahistoricismo literario, la intertextualidad, tan propio de nuestros tiempos.

Como la última narración se refiere a los amores de dos críticos literarios, e incluye memorables párrafos en los que temo reconocer mi propia retórica, me parece de toda prudencia dejar esta reseña hasta aquí. Y decir con cierta frustración que no he logrado dar con el rótulo que faltaría para que los periodistas lograran ubicar en su mapa mental un escritor como Andrés Gallardo, que se permite a la vez entretener, hacer reír, jugar, y llevar a la narrativa a una forma de inteligencia absolutamente contemporánea.

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Nota

Texto leído con ocasión del lanzamiento del libro de Andrés Gallardo, el 6 de julio de 2007 en la Academia de la Lengua.