La reiteración de un canto maldito. Tránsito ciego, de Valentina Marchant

 

Javier Bello

Departamento de Literatura
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad de Chile
jbello@gmail.com

 

Este primer libro de Valentina Marchant me obliga a reflexionar sobre una cuestión crucial en la poesía chilena contemporánea, cuestión con respecto a la cual, el breve volumen, desde su título, se pone al centro. Hay una intensidad mallarmeana, escribió José Lezama Lima sobre el autor francés, que es característica desde entonces, de la poesía moderna (Lezama 2002). Creo entender a Lezama en su intento de calificar cualquier concentración lírica posterior a Mallarmé –una de sus influencias cruciales– como mallarmeana. Para el caso de este libro, debo referirme a una cuestión que se asemeja a lo anterior pero que al mismo tiempo propone algo más: una tradición de la intensidad, si algo así pudiera existir; es decir, un desvarío, una ilusión que, sin embargo, tiene ya algo más de un siglo de vida, y de la que este libro participa.

De esta manera, puedo sumar a Tránsito ciego una pandilla de autores y obras, publicaciones muy recientes, que podrían hacerle compañía: me refiero a poemarios como Estornino de Vicente José Cociña (Cociña 2011), Las sienes del asno de oro de Alejandro Godoy (Godoy 2012), Fábula de no de Nicolás Labarca (Labarca 2010), Pedernal de Natalia Rojas (Rojas 2011), Apetito de fondo de Camilo Retamales (Retamales 2012), MJ de Gonzalo Geraldo (Geraldo 2010), Cero glamour de Markos Quisbert (Quisbert 2011), incluso un par de importantes títulos de autores de una edad algo mayor, que han editado estos últimos años: Cuarzo de Juan Santander Leal (Santander 2012) y Alameda tras las rejas, el primer poemario de Rodrigo Olavarría (Olavarría 2010); además de una familia de autores a través de la cual estos poemas reconstruyen un vínculo con aquello que llamamos poesía chilena contemporánea1: Rosamel del Valle, autor que reflota en la superficie del panorama de nuestra lírica a partir del trabajo de recuperación de los poetas de la década del 90, algunos de cuyos versos sirven como señero portal a este libro; Humbero Díaz-Casanueva: "Tránsito ciego", el título de uno de sus primeros poemas da nombre al libro de Marchant2; Carlos de Rokha, a quien la autora dedicó su tesis de licenciatura en la Universidad de Chile; los mandragóricos Jorge Cáceres y Braulio Arenas; el Pablo Neruda residenciario; el más desbordado Enrique Lihn; la vehemencia de la poesía de Stella Díaz Varín, solo por nombrar influencias cruciales y algunas menos evidentes en este raudo recuento.

Cualquier libro que pueda establecer un vínculo con esa intensidad no está al final de la fila sino, vuelvo a repetir, al centro del espacio de una suposición: no se trata de una línea establecida, la vara de un canon, ni tampoco de una territorialidad volátil, sino de un espacio imaginario dificultosamente habitado, una especie de red incandescente que parece unir en la lectura a los autores y las obras como en un pacto secreto que, desde la perspectiva anunciada más arriba, adquiere ciertos modos precisos de poetizar que separan la poesía de nuestra autora de las poéticas de la comunicación, referenciales y realistas. Me gustaría hacer notar cómo este libro está enteramente dedicado a esa pertenencia y a esa intensidad, que tiene que ver con la práctica del poema y la reducción de esa práctica a una particular insistencia en el acto de decir –aunque no de manera exclusiva: hay representaciones escriturales y plásticas en los textos de Marchant–, lo que, junto a su anverso, su negación o su imposibilidad, el no decir (incluso la confusión babélica y la apostasía bajo la investidura profética), perfilan la única confesión y lo único inconfesable de la poesía de Marchant. Así lo declara, creo entender yo, en uno de los poemas centrales del conjunto. Cito un fragmento:

ceguera en esta calle devastada.

lo diré. no tendré miedo de parecer un falso profeta.

incluso el hijo fue asesinado a palos.

como los hijos que lloran en las ventanas.

así cae el intento de tocar el cielo.

así cae. Babel. una gota encima de la vereda

acaba de morderse el labio por miedo a reventar.

no tendré vergüenza. así cae.

(Marchant 2013: 51)

Esto que digo, en apariencia nada nuevo, perfila la voz de la autora de manera cabal y deslumbrante en un contexto que es también una encrucijada, una luminosa aporía, una cerrazón destellante. Su fulgor no es tan solo una desviación simbólica ni política, –aunque en pocos poemas desde los de Malú Urriola y Alejandra del Río se puede observar una diferenciación tan insistente y ácida del lugar de la mujer ante la práctica falocéntrica de la discursividad y el orden cultural y político– sino también un recorrido lleno de encuentros y desencuentros que van más allá de lo simbólico, lleno de visitaciones en entresijos y trizaduras, de acercamientos y distancias que refieren a un viaje precario de la mirada en su intento de percibir las diversas escenas de la representación y al mismo tiempo las junturas y desfases, los desajustes en y entre esas escenas, como un montaje de dramáticos contrastes, y el equilibrio de proporciones entre las distintas figuras y jerarquías del poder y su reproducción simbólica y hasta fantasmática en los discursos establecidos. Porque yo creo que es el tejido del poder el que estos poemas auscultan y ponen en tela de juicio, hilan fino enhebrando y (des)cosiendo, desflecando y suturando sus cortes; se trata de un trabajo particular y concreto, como propuse más arriba, en el sentido de que la sujeto se apropia incómodamente, es decir no convencionalmente, de los sentidos, y lo hace sabiendo de antemano que se trata de funciones completamente intervenidas en el actual estado de dominación mediática de nuestra cultura. Creo que esta indagación se vuelve al mismo tiempo una manera histérica de despojar a los sentidos y despojarse ella misma de éstos ante la carga y la amenaza insoportable en que se convierte aquí la percepción extrañada.

Éste es el sentido que adquiere para mí en este libro la tópica de la repetición, la mecanización y la continuidad insistente de ciertos giros, ciertas figuras y acciones; "la escena se repite" dice uno de los versos del libro: 1. asociada a las prácticas sexuales –como los "movimientos agotadores de cadera" en el poema "Recuerdos de juventud" de Nicanor Parra (Parra 2005: 94-5)–, nos encontramos con versos como éstos: "la fantasía desmembrada del orgasmo./ puesta sobre la mesa a la hora de comer./ la sombra de un hombre puesta frente a mí./ a la hora de comer.// golpear la cabeza contra el muro" (Marchant 2013: 49), o como éstos otros: "se evaporaba el cuerpo en una tortura prolongada./ esa sensación de frigidez. cómo explicarlo" (Marchant 2013: 41); 2. también podemos observar lo anterior manifestándose en la representación del tiempo, como en los versos siguientes, ligada a la autoagresión: "de pronto el presente es solo un movimiento mecánico./ golpear la cabeza contra un muro. de pronto" (Marchant 2013: 17); 3. en ciertos momentos donde la pulsión afecta la escritura volviéndola una forma (in)significante por sí misma a través de la repetición: "molinos de viento para el hambre.// molinos de viento para el hambre.// molinos de viento para el hambre" (Marchant 2013: 25 ), o como sucede con la cortante puntuación a lo largo del conjunto; 4. en versos donde el poema elabora, también mediante el mecanismo de la reiteración, la figura de una memoria devastada: "porque la memoria no es ningún refugio. porque la memoria/ no es ningún refugio" (Marchant 2013: 13); 5. también forma parte de una reflexión estética y metapoética, que se presenta, por ejemplo, por medio del "encuadre" ante la agresión externa, encarnada en varios poemas como "machetazos": "no quiero enmarcar el eco que me llega a machetazos" (Marchant 2013: 19); 6. también, a través del estado de continuidad que permite el uso del gerundio, expone el pathos (auto)sacrificial, estableciendo así una parodia seria a partir de la vinculación de la sujeto al talante profético y sacerdotal de nuestra poesía y la disputa por ese lugar de la voz: "me estoy desangrando sobre un pedestal que todos han dejado vacío" (Marchant 2013: 17), el que estos versos presentan paradójicamente como un lugar abandonado y que la poeta ocupa no para decir, como sus oponentes masculinos, sino para morir.

Es ante el poder simbólico y fáctico que la sujeto de Tránsito ciego se constituye siempre al margen, sus maneras de aparecer y estar la representan en un constante estado de separación: se podría decir que en su caso las preposiciones y deícticos –aquellos formas del lenguaje encargadas de indicar un lugar, un tiempo, una dirección, una intención, en fin, cualquier manera de situar lo sustantivo y las acciones verbales– parecen desinstalarla en cada punto de hablada, la delatan siendo portadora de una inmensa distancia o transitando por ésta. Tránsito ciego puede presentarse como una poética de la distancia y consecuentemente también como una poética del corte, del tajo, que entraña en estos versos la violencia que sustenta y anima la escritura, la violencia creadora de la que habla Rosamel del Valle al escribir sobre Díaz-Casanueva (Del Valle 1959), la fuerza volcánica destructiva de nuestra poesía, según la definen los ensayos y poemas de Enrique Gómez-Correa3. El corte, la trizadura, el quiebre, suceden en la poesía de Valentina Marchant primordialmente sobre el propio cuerpo y como un doble reflejo sobre el de los otros. Los fluidos de esta común y múltiple herida parecen lubricar, separar y unir los fragmentos, los pedazos, los restos: la sangre, el semen, la saliva y la leche materna, se derraman por estas páginas igual que se desmoronan sus representaciones simbólicas.

La imagen fundamental que encarna el motivo del corte a lo largo de estas páginas es la del vaciamiento del ojo de Ofelia. Más allá de la referencia a la bien conocida escena de El perro andaluz de Buñuel –el uso del lenguaje cinematográfico y fotográfico es otra de las prácticas del libro– significa aquí el desfondamiento del huevo-ojo primordial de la Creación, mito ambivalente en estos poemas con respecto a su ocurrencia temporal; parece suceder en el origen al mismo tiempo que al fin de los tiempos. Un corte que es también el comienzo de un auto-reconocimiento en la Caída: "abrí el ojo de Ofelia en el vértigo del espejo" (Marchant 2013: 59). Un derrumbe, como dice uno de los poemas, que une el principio y el fin, a partir de la fragmentación del imaginario, la experiencia y la escritura. Este origen verdadero establece, además, otra disputa, esta vez con el origen familiar de la sujeto, invocando de manera permanente a un padre presente pero silencioso, que no contesta, semejante a una zona de olvido, a un depósito para la sujeto, y una madre fantasmal y monstruosa que es elaborada como una especie de divinidad de panteón, que esconde detrás de sí la tragedia. Cito: "la sutura invisible. mi propia madre/ ahogando el aullido infame de las estampidas" (Marchant 2013: 43).

En medio de esta triangulación dramática la sujeto es la hija única ("aquí dentro una niña juega sola" (Marchant 2013: 35), a pesar de la breve presencia de "las gemelas" (Marchant 2013: 29)); más bien el negativo, el doble de ésta, desconociéndose a sí misma: "que mi mano sea un escombro. un bulto./ la curvatura de una muchacha que no soy yo" (Marchant 2013: 43): una hija única que muchas veces no solo se desdobla sino que se refracta, se descompone, prismática, a lo largo del libro. Quizá la figura de "las gemelas" –presente tan solo en uno de los poemas del volumen– retrata, o, más bien, echa un vistazo, sobre una previa duplicidad del yo, reprimida en el orden de la familia y el parentesco, que fundamenta cualquier fragmentación posterior. Un verso del volumen expone a la vez el nacimiento de la sujeto como su expulsión del origen y del paraíso: "el mar expulsó entonces a su única hija" (Marchant 2013: 37), parida por el contenido líquido del ojo creador y al mismo tiempo, desde entonces, separada de éste. La sujeto no proviene ni pertenece a sus padres, es de otro mundo; es de este mundo, pero del verdadero, un mundo que, como Rimbaud, cree vislumbrar, por medio de un ejercicio destructivo y desenmascarador de la mirada sobre las apariencias. La hija del gran Ojo sustenta cualquier distancia posible en la mirada; lo que fue, lo que es, está transado en la escritura como una imagen: "qué queda de esa imagen. /en que una niña besaba los matorrales buscando/ la presencia de un olor desnudo en sus espinas" (Marchant 2013: 41). Una imagen, un fantasma: "sombra tú hasta el día de los días" (Marchant 2013: 37). Se trata de la misma que intenta sincerarse (Marchant 2013: 17) y la que corre hacia la "amenaza del tigre" (Marchant 2013: 47); la misma que invoca, nos dice, "a la reina del reverso del cielo" (Marchant 2013: 15) y, en otro poema, acusa al tú del apóstrofe de hacer "la maniobra para derribar a la reina" (Marchant 2013: 37).

La Reina es una representación arquetípica de la Madre, invocada en varios momentos del poemario; incluso el tú amoroso, y quizá el propio yo reflejo en la invocación, también lo son: "tú. como una madre o un recuerdo" (Marchant 2013: 47). Me atrevería a decir: una madre y un recuerdo. Si una madre es un recuerdo, una reina derrocada encarna de manera fantasmal una monarquía perdida, un orden desaparecido que representa aquí, quiero yo imaginar, un primer y anterior paraíso matrístico del que la hija fue expulsada y que la conciencia patriarcal que opera en la sujeto elabora como un terror y una amenaza. Una madre es un recuerdo que asiste ante la amenaza del tigre sexuado, fálico, el que la apunta ocultando los dientes, y hacia el que ella corre, quizá huyendo del recuerdo de esos territorios previos a lo constitutivo, lo que Freud llamó el continente minoico-micénico materno (Freud 2001), identificación que, reprimida por el Edipo y la así llamada constitución fálica de la función paterna, persiste aquí como un deseo y un terror. Una madre monstruosa, madre-productora y a la vez madre-muerte, que ofrece "pesadillas comestibles" (Marchant 2013: 47) para alimentar a la hija, pesadillas del deseo por la propia madre: "hoy recuerdo la asfixia redentora de tus manos./ que manipulaban formas convirtiéndolas en pesadillas comestibles./ un líquido denso me contaminó de a poco" (Marchant 2013: 47). La madre del yo-piel (Anzieu 2007), que debe otorgar la respiración a la hija, es las manos que asfixian. Se trata de un "líquido denso" que contamina de a poco a la hija, como de a poco es que ella desgarra "capas que no terminan" nunca de revelar lo oculto. Una madre que teje y le entrega su propia piel como un vestido envenenado (Anzieu 2007). En otro poema la sujeto pide que el tigre emerja ante la trizadura de un deseo que más parece una imposición: "se resquebraja el deseo de sostener esta antorcha./ que el tigre emerja. que el tigre muestre sus caries./ sin el filtro de la luz" (Marchant 2013: 19). Develar a un tigre de dentadura cariada resulta una gran ironía con respecto al deseo masculino y a la tradición de la poesía occidental escrita por hombres desde Blake a Borges.

Pero también es una revisión crítica a la mirada y las imágenes, el enfoque y el marco que las delimita y exhibe: "enfocar ha sido siempre un acto obsceno", dice el mismo poema (Marchant 2013: 19), como parir y morir, dos de los verbos reiterados en Tránsito ciego. Uno de los giros retóricos más acuciantes de este libro, además del "así cae" (Marchant 2013: 51), resulta ser la afirmación "es simple" (Marchant 2013: 19). Sí, "es simple": lo objetual, lo evidente, lo expuesto, reclama e impone un principio de realidad. Si es evidente, si se ofrece a la vista, también es cierto: "Las cosas que digo son ciertas" se titula uno de los más importantes poemas de Blanca Varela, sin duda una referencia crucial, desde varios puntos de vista, para la escritura de Marchant4. Una afirmación retórica desesperada y a la vez irónica sobre aquello que una mujer, en la discursividad patriarcal, puede decir que ha visto y afirmar como verdadero.

Si la sujeto pertenece remotamente a un "mundo verdadero", es su mirada, la mirada proyectada desde su soledad, su separación de los otros, la que lo busca y vislumbra. "Quiero para mí la única soledad por cuya mirada pasa la leve destrucción cotidiana de las cosas", reza la cita de Rosamel del Valle que abre el libro (Marchant 2013: 5). Esa leve y erosiva destrucción, el mundo como una catástrofe tranquila, al decir de Saint-Pol- Roux (1893: 1), resulta un espectáculo a la vez soberano e inútil para la profeta que se proclama invidente: "veo ciegos que me ven ciega" (Marchant 2013: 21) afirma el poema en una doble afirmación negativa de toda visión especular. Ella está "tan lejos de tocar esos ojos que lo dicen todo" (Marchant 2013: 21), en un poderoso proceso sinestésico (e hiperestésico) de la visión poética: "no quiero reflejar nada" (Marchant 2013: 53), nos dice, en otra de las coyunturas que ayudan a conformar un pensamiento metapoético del conjunto. A la ciega se le abren puertas a otros parajes en el poema final del libro, que se encuentra literalmente invertido5: "el ciego detecta pliegues. fotografías en ojos perdidos./ justo al borde de la náusea y la belleza./ un territorio omitido" (Marchant 2013: 63). Sí, un territorio omitido, un no lugar, es el que hace aparición cuando la mirada se borra: "el iris que se va a negro./ no hay eso del otro lado./ nada de eso Valentina" (Marchant 2013: 25). Un breve y reconocido poema de Pizarnik, titulado "Sólo un nombre", nos dice: "alejandra alejandra/ debajo estoy yo/ alejandra" (Pizarnik 2001: 65). Pero Valentina no está del otro lado. Dicho desde otra perspectiva: "eso" que soy ni siquiera está del otro lado, aunque sea tan solo un nombre; tan solo una imagen, soy los restos que afloran en la superficie, los "escombros de un cuerpo que emerge a pleno día" (Marchant 2013: 21).

En la poesía de Valentina Marchant lo ominoso parece emerger no al margen sino al centro, y lo hace además a pleno día. Su pesadilla no es la del insomne, se hace presente bajo la transparencia solar o, mejor, la opacidad solar, bajo una luz urbana y sucia que parece recubrir varias escenas del libro: "quiero verte aparecer a la siete y treinta de la mañana/ en alguna calle de Santiago" (Marchant 2013: 55). Es lo visible lo que es expulsado de la mirada como un peso muerto: "ciega./ ciega al fin. Padre./ redimida" (Marchant 2013: 27). Los signos que regresan de un "territorio omitido", sea cual sea el destino que traigan consigo, no pueden ser leídos: "caen palomas muertas./ en la puerta de la casa sus mensajes./ cara o cruz./ se evaporan" (Marchant 2013: 45). Es el poder simbólico de la poesía chilena, la tradición de la intensidad a la que intenté aproximarme más arriba, echando apenas un vistazo, el que este libro carga consigo, y es eso lo que aquí comparece. La cita de Rosamel del Valle propone la constatación y el testimonio de un mundo que se acaba y cuyas palabras se desvanecen, un mundo que esta poética, rimbaudianamente, quiere destruir y que intenta reemplazar por otro, al menos por una búsqueda, por un tránsito: desenmascarar, develar, revelar una verdad última, detrás de todas las apariencias, la que tendría que considerarse como una experiencia de intensidad. No quiero escribir en círculos, como sin duda lo exigen el trabajo con la temporalidad y la insistencia en lo recursivo que exhibe esta escritura: este final, si es que hay un final para el libro, este Apocalipsis que se desmorona en Tránsito ciego, de Valentina Marchant, magnifica el poder intrínseco a toda gran poesía: poner el mundo y el tiempo en suspenso. Pero, ¿para qué? ¿Para redimirlo?, ¿para redimirse es que ella repite este "canto maldito"?

 

Notas

1 Esta "familia" de autores y obras, que yo llamo "tradición de la intensidad", de la que participa el libro de Marchant obliga a (re)aparecer en el panorama de nuestra lírica contemporánea una línea de continuidad que la crítica dedicada a las poéticas referenciales-realistas, centradas en el Neruda post-residenciario y la antipoesía de Nicanor Parra, habían borrado abiertamente de cualquier valoración posible, consistentemente a partir de la década del 60. No es difícil observar en esto autores la continuidad de las aspiraciones y motivos del simbolismo y del modernismo latinoamericano en el segundo momento de la vanguardia: la condición visionaria del poeta y su carácter profético en el contexto de la autonomía cultural americana, las aspiraciones metafísicas que la primera vanguardia había descartado de las poéticas, y la acumulación de prácticas discursivas que, particularmente en Chile, desde las más interesantes formulaciones del creacionismo, habían complejizado y desfondado la unidireccionalidad de los diversos manifiestos de ruptura.
2 Mucho puede aportar, formal y semánticamente, además de la referencia del título, a la hora de enfrentarse a la lectura del libro de Marchant, este importante poema de Díaz-Casanueva: "De ojo consumido, con sus cisternas debajo/ se guarda el alma prudente ebria en sí misma,/ rehúsa el fuego la honda y sus vastas creaciones/ el alma con solsticio está dorada y vuela,/ pero sus secretas raíces convienen a toda sombra,/ inmolado en mis propias leyes, adentro estoy./ Ay mi deshabitada abeja, agotado el seno puro/ su miel ya no revive estas antorchas vacías./ El espantoso mundo dejé con pies mortales,/ aquí entre mis alas un canto es mi suerte más pura,/ mas la luz para espiga aún no basta y el poema/ qué cintura deslumbrante y potencia necesita/ para trocar ángeles por canto, viento por centella./ De mi cuerpo, sus partes marinas irritan horizontes,/ negros huesos me sostienen y lo cautivo devorador,/ en mi llanto buscan cuajarse mármoles y palomas./ Mi frente porosa, inmóvil, bajo vanos silencios,/ humos veloces giran mi canto en distinto sentido/ aceleradamente como una cabeza en la muerte./ Soy la mitad más trémula de cosas que por debajo/ asume mi completo ser sobre súbitas llamas./ Bajo estrellas en furia, quien las atrae sin piedad,/ tantas para este lugar, aquí sólo pacen sueños,/ rebaños cerrados como mi pueblo defensor./ El pensamiento en vigilia para su pastor no basta/ por eso persigo entre mis dioses cautivos infinitos,/ bajo su peso puro mi ficha ya respira en la muerte" (Anguita y Teitelboim 2001: 290-1).
3 Me refiero a los ensayos y prosas poéticas titulados "Intervención de la poesía", "El Marqués de Sade o el amor considerado como un vicio espléndido (Fragmentos)", "Testimonio de un poeta negro (Fragmento)" y "La violencia (12 de julio de 1937)" (Gómez-Correa 1973: 41-2, 43-6, 47-9 y 65-75). En la sección "Manifiestos" de la selección de textos de Enrique Gómez-Correa del Retablo de Literatura Chilena dedicado al Grupo Mandrágora, es posible encontrar "Declaración", "Intervención de la poesía", "Notas sobre la poesía negra en Chile" y la versión completa de "Testimonio de un poeta negro" http://www.mandragora.uchile.cl/gomezcorrea/manifiesto.html (29/11/15).
4 "Un astro estalla en una pequeña plaza y un pájaro pierde los ojos y cae. Alrededor de él los hombres lloran y ven llegar la nueva estación. El río corre y arrastra entre sus fríos y confusos brazos la oscura materia acumulada por años y años detrás de las ventanas.// Un caballo muere y su alma vuela al cielo sonriendo con sus grandes dientes de madera manchada por el rocío. Más tarde, entre los ángeles, le crecerán negras y sedosas alas con qué espantar a las moscas.// Todo es perfecto. Estar encerrado en un pequeño cuarto de hotel, estar herido, tirado e impotente, mientras afuera cae la lluvia dulce, inesperada.//¿Qué es lo que llega, lo que se precipita desde arriba y llena de sangre las hojas y de dorados escombros las calles?// Sé que estoy enfermo de un pesado mal, lleno de un agua amarga, de una inclemente fiebre que silba y espanta a quien la escucha. Mis amigos me dejaron, mi loro ha muerto ya, y no puedo evitar que las gentes y los animales huyan al mirar el terrible y negro resplandor que deja mi paso en las calles. He de almorzar solo siempre. Es terrible" (Varela 2001: 27).
5 El lector debe dar vuelta el libro en 180 grados.

 

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