Profunda superficie: memoria de lo cotidiano en la literatura chilena

 

Sergio Rojas
Universidad de Chile
sergiorojas_s21@yahoo.com.ar

 

Resumen / Abstract

En el presente siglo, ha surgido en Chile un conjunto de escritores que, sin corresponder técnicamente al concepto de "generación", comparten en sus narrativas importantes elementos tanto en estilo como en contenido. Pertenecientes al contexto de la transición política en el país, los personajes rememoran su propio pasado en relatos e imágenes de infancia y juventud, buscando un remedo de historia. En lugar de grandes acontecimientos, encuentran el tiempo de una densa cotidianeidad nunca interrumpida. Esta literatura nos permite reflexionar la emergencia de las memorias de lo cotidiano en el Chile de hoy, cuando la matriz narrativa de la gran historia parece agotada en el imaginario social y un pasado múltiple e insubordinado retorna como la cifra del presente.

Palabras clave: memoria, cotidianeidad, relato, nueva literatura, acontecimiento.

In this century, has emerged in Chile a group of writers who, without correspond technically to the concept of "generation", have in their narratives important elements common, both in stylistic such as in contents. Belonging to the context of the political transition in the country, the characters remember their past in stories and images of childhood and youth, seeking a semblance of history. Instead of large events, they find a time of density everyday never interrupted. This literature allows us to reflect the emergence of memories of everyday life in Chile today, when the matrix narrative of the great story seems exhausted in the social imaginary and a past multiple and insubordinate returns as the figure of the present.

Keywords: memory, everyday life, story, new literature, event.

 

Ahora sólo hay imágenes, postales de momentos pasados empapelando mi cabeza, el tono difuminado de los hechos.
Lina Meruane, Cercada

Nos une el deseo de recuperar las escenas de los personajes secundarios. Escenas razonablemente descartadas, innecesarias, que sin embargo coleccionamos incesantemente.
Alejandro Zambra, Formas de volver a casa

El filósofo de la historia Frank Ankersmit reflexiona sobre la paradoja según la cual, por una parte, un acontecimiento alcanza estatura histórica en la medida en que se inscribe en un curso de sentido, es decir, que opera como un eslabón de significación en la concatenación del devenir de acciones humanas. Sin embargo, por otra parte, dicho acontecimiento es siempre portador de un coeficiente de facticidad inédita, que se manifiesta rompiendo o poniendo en cuestión precisamente esa concatenación. Por lo tanto, los momentos de mayor gravedad en la historia serían portadores de esta paradoja: "Toda acción requiere, en cierta medida, de un quiebre con lo que el pasado ha sido y, en este sentido, esencialmente es a o anti histórica" (110). Así, no se pertenece a una historia por el hecho de poseer una identidad a la que le ocurren hechos que ella misma puede luego "recordar", sino que se tiene una "identidad" porque se puede recordar. Entonces, la escritura de la historia –como escritura del pasado– no es sino la producción de esa identidad, la producción de un sujeto.

El sujeto que tiene una historia es el que tiene memoria de ella, que puede recordarla como su historia; el lugar del sujeto de la historia es, pues, el presente. En consecuencia, el sujeto es y no es "su" historia. Los acontecimientos de "quiebre" resultan fundamentales para comprender esta condición. El sujeto en el presente recuerda lo que fue y ya no es: en las dramáticas transformaciones en la historia de occidente "se entra a un mundo completamente nuevo a condición de olvidar el mundo previo, perdiendo la identidad anterior. Entrar a tal mundo nuevo es, automáticamente, el abandono del mundo anterior, lo que significa un ‘mundo que hemos perdido para siempre’ [citando a Peter Laslett]" (117). El tiempo histórico no está depositado materialmente en los hechos pasados, sino que nace y no cesa de surgir de esos acontecimientos de quiebre, en que el sujeto ingresa en un "tiempo nuevo". En cierto sentido, aquello que está presente solo por la memoria, es algo que ya fue olvidado, o que desde ya pertenece al olvido. El olvido no es algo que le ocurre al pasado, sino que es más bien la condición de éste, la naturaleza de su existencia. "No sólo somos el pasado que podemos recodar o recordamos (como los historicista han siempre argüido), sino que también somos el pasado que podemos olvidar" (134).

Lo anterior no describe un hecho puramente teorético en el marco académico de las disciplinas del conocimiento que se ocupan del pasado, sino que tiene en el presente un correlato en un cierto "clima epocal". En efecto, asistimos en la actualidad a un creciente interés por el pasado, manifiesto en una especie de obsesión por la memoria. Esto pone de relieve no solo la diferencia entre el pasado de la historia y el pasado de la memoria, sino incluso su contraposición. Andreas Huyssen se pregunta: "¿Es el miedo al olvido el que dispara el deseo de recordar, o será a la inversa? ¿Acaso en esta cultura saturada por los medios, el exceso de memoria crea tal sobrecarga que el mismo sistema de memoria corre un constante peligro de implosión, lo que a su vez dispara el temor al olvido?" (23). Es decir, ocurre como si a partir de la cantidad de información y hallazgos hoy disponibles, la historia como relato ya no pudiese contener narrativamente la abundancia de un pasado que no deja de crecer. Habría que entender el "sistema de memoria" del que habla Huyssen como aquello que hace posible darle un sujeto a la memoria (como siendo la memoria de un siglo, de una nación, de un individuo, etcétera), resolviendo así, en cada caso, la identidad de esa memoria. Esto es precisamente lo que requiere de una narración, porque de lo contrario, prolifera un cúmulo de noticias carente del relato que las articule estableciendo subordinaciones de sentido en función de la coherencia interna de la historia.

Aunque parezca paradójico, la memoria individual no sabe de la historia, porque el sello de la individualidad está dado por el grado de desconcierto que sería inherente a la experiencia. El trabajo de la memoria puede traer al presente situaciones pasadas, pero en cuanto que se trata de un tiempo que fue vivido por el sujeto de esa memoria, tales acontecimientos rememorados no llegan nunca a articularse del todo en un relato, en la línea de tiempo que traza el devenir de una historia. Más bien el pasado se fragmenta, en torno al testigo involuntario –desconcertado– que un día fue quien ahora recuerda. En Estrellas muertas, de Álvaro Bisama, el narrador recuerda: "Pasaron cosas ese semestre. Se mató Kurt Cobain. La universidad se fue a paro de nuevo. Yo empecé a beber jarabe para la tos, dijo ella. Y La Javiera abortó: el Donoso le dio una paliza y perdió la guagua, dijo ella" (91). La fragmentación del pasado es producto de la discontinuidad entre el tiempo que se rememora y el presente. El asunto de Estrellas muertas es el naufragio existencial de una pareja cuyos compromisos políticos y afectivos no lograron articular una historia: "esos años de nuestras vidas parecen ser las sombras de un lugar que no queremos visitar de nuevo" (81). El proceso de la transición política chilena traza una historia que si bien desde una perspectiva de análisis estrictamente político podría exhibir necesidad y coherencia, comporta a la vez una radical ruptura. No se trata solo del tránsito institucional desde la dictadura a la democracia, sino que implica también la discontinuidad entre el potencial de subjetividad que se generó en dictadura –la convicción de que la realidad podía llegar a ser radicalmente diferente a lo que era– y el hecho de que precisamente ese potencial no podía tener lugar en el presente neoliberal. De aquí se sigue que la memoria individual respecto a la década de los ochenta se refiera, literal y figuradamente, a una "música de fondo": "Cuando recuerdo esos años sólo pienso en una infinidad de canciones sucediéndose unas después de otras como si fueran el murmullo idéntico que no me abandona. (…) El murmullo está hecho de gritos" (141).

Inherente a la disciplina historiográfica es el trabajo de periodización del tiempo (estableciendo relaciones de causalidad, jerarquías, contexto, etcétera), siendo esencial la idea de que algo se repite. Por algún motivo que habremos de conjeturar, con la emergencia de lo particular, de lo singular, de lo excepcional, de lo contingente, comienza a surgir la conciencia de lo irrepetible. He aquí el fondo del problema: lo que pone en cuestión a la articulación narrativa del tiempo no es, como pudiera pensarse, la creciente cantidad de información disponible acerca del pasado, sino el presentimiento del carácter irrepetible de los hechos que allí se configuran. En efecto, el despliegue inabarcable de acontecimientos genera el fenómeno que algunos autores denominan presentismo:

en el presentismo está muy claro que se ha renunciado a comprender. Pues ¿qué es vivir en un régimen presentista? Que vivimos inmersos en acontecimientos que vienen unos tras otros pero que no tienen relación entre ellos, y lo único que se puede hacer es actuar rápido, reaccionar. Detrás de ello está la certeza de que hemos entrado en una era de catástrofes… Un terremoto, un avión que cae, una inundación, una epidemia, un accidente nuclear. Pero entre estos no hay ningún vínculo. Y lo único que esperamos de los políticos es la rapidez de su reacción, no sus propuestas ni capacidad de hacer. De modo que cuando pasa la catástrofe esperamos de inmediato la catástrofe que vendrá. Así se vive el tiempo en un régimen de historicidad presentista (Hartog 230).

La catástrofe no se define solo por la magnitud fáctica de la destrucción, sino porque el régimen de acontecimientos no admite ser interpretado de acuerdo al principio de la sucesión histórica (como el paso de un momento a otro en un curso de sentido). Esto da cuenta efectivamente de una ruptura del presente con el pasado, o dicho más precisamente: el presente comienza a definirse como tal a partir de su ruptura con el pasado. El punto es que esto implica también una ruptura con el futuro en el sentido de que no es posible conjeturar un desenlace verosímil para los conflictos del presente. Comienza a hacerse manifiesto entonces en qué medida el naturalizado devenir temporal (que consiste en el flujo "pasado-presente-futuro") depende de la existencia de un metarrelato. Ahora bien, toda narración se elabora precisamente descifrando discontinuidades, resolviendo el sentido de las rupturas; por lo tanto, es necesario preguntarse por la índole de esta ruptura que hoy amenaza con dejar al presente sin pasado y sin futuro. Podría pensarse el fenómeno de la ruptura como el signo de lo excepcional, de lo irrepetible. Manuel Cruz señala que "sólo aceptando en algún grado la irrepetibilidad cabe pensar en la existencia de saltos en lo histórico" (17). Reconocemos lo irrepetible allí en donde la continuidad interrumpida no puede reestablecerse, y el acontecimiento se recorta en su inaccesible condición de "esto" sucedió. Lo que no puede representarse es precisamente el haber acaecido de lo que ocurrió.

Si la ruptura se inscribe en un determinado curso de acontecimientos, el trabajo de la relación historiográfica consistirá en reconocer en la facticidad de la discontinuidad un coeficiente de sentido, inscrito en un orden del tiempo que trasciende la "explosividad" con que la historia se hace sentir en la experiencia de los contemporáneos. La facticidad a la que deben los acontecimientos su estatura histórica comporta, pues, el paradójico acaecer del sentido. Nuestra hipótesis es que en la nueva narrativa el acaecer de aquella facticidad pretérita se ha alojado en la autoconciencia biográfica del individuo. Entonces la voz del narrador es la respuesta a una exigencia que lo excede: la de tener que contar la historia. He aquí el recurso a la memoria en el lugar de la historia. Precisemos. No se trata solo de que la hegemonía de la relación historicista hubiese colapsado, siendo sucedida por la multiplicación de "memorias particulares". En la línea de nuestra hipótesis, los relatos que en la literatura chilena reciente se entregan a la elaboración de memorias secundarias, referidas a un pasado borroso y desconcertante, se desarrollan en el lugar de la historia ausente. Del terrible grandor de la historia, quedaron memorias individuales huérfanas de comunidad. En la literatura que aquí analizamos se narran los elementos que permitirían a una generación reconocerse en el pasado; más precisamente: reconocerse en el modo en que se rememora el pasado. Así, al presentismo historiográfico definido por Hartog parece contraponerse en la nueva narrativa un pasadismo literario.

La historia no solo no puede conservar o restituir la memoria, sino que en cierto sentido su trabajo consistiría más bien en anularla. "La memoria –escribe Pierre Nora– tiene su raíz en lo concreto, en el espacio, el gesto, la imagen y el objeto. La historia solo se ata a las continuidades temporales, a las evoluciones y a las relaciones entre las cosas. La memoria es un absoluto y la historia sólo conoce lo relativo" (3). En efecto, la memoria es la elaboración que la subjetividad hace de su propia inmersión en el mundo como mundo vivido. Mediante el trabajo de la memoria, la subjetividad se dirige hacia el pasado, ejerciendo la discontinuidad como condición de posibilidad del rememorar. Porque la memoria no procede siguiendo cadenas causales, describiendo procesos o seleccionando los antecedentes que permitan comprender una época, sino aprehendiendo un tiempo subjetivado en una atmósfera de inmanencia. En la novela Ruido de Álvaro Bisama, el narrador señala: "La memoria es eso, incluso para los fantasmas: basura que cruza distancias siderales, escombros que quedan en sitios baldíos, restos de naufragios que atraviesan el mar helado, ruinas que flotan en el tiempo" (20). Basura, escombros, restos, ruinas. La memoria queda así referida a algo que no trascendió su tiempo, un pasado que al no ingresar en la historia, permanece en su inmanencia. En efecto, la memoria como ruina es el pasado encapsulado en los recuerdos de los individuos: "en el juego de la memoria, el pasado que recordamos está contantemente filtrado de experiencias y deseos" (Leccardi 96). El tiempo de la memoria carece de un sentido de trascendencia, carece de "futuro" (es decir, no guarda una relación de continuidad con el presente) porque corresponde al absoluto haber estado ahí de la subjetividad:

Los sueños y los recuerdos están conectados. La memoria nutre la cabeza en el momento de dormir, la alimenta con imágenes conocidas y el resultado es una mezcla rara de cosas ya vistas. Los muertos resucitan en los sueños. Vuelven a la vida y aparecen con el rostro del que nunca murió, del que siempre estuvo. Los lugares también salen de su tumba. Sitios sepultados por el olvido emergen nítidos, llenos de olor y ruido (Fernández, Mapocho 77).

En sentido estricto, el sujeto no trae al presente un pasado memorable, sino que su objeto es la memoria misma, a cuya elaboración narrativa se aboca, como si se tratara de encontrarse en una memoria antes que de "recuperar" lo pasado. Es así como la actividad de la memoria deviene en una producción onírica. Es precisamente el carácter incierto de la realidad rememorada lo que hace que la subjetividad se encuentre con su propio ejercicio de memoria, antes que con un mundo. La memoria opera entonces como escritura.

Todorov señala que "lejos de oponerse [al olvido], la memoria es olvido: olvido parcial y orientado, olvido indispensable" (18). En efecto, la memoria nos remite a un tiempo vivido o mejor dicho a una realidad vivida y de esa manera penetrada por el tiempo como un "sentido interno" de la subjetividad. Parafraseando a Kant, podríamos decir: "el yo ha de poder acompañar a cada una de mis representaciones del pasado". No se trata propiamente de un yo cognoscente (por ejemplo en la figura del testigo), sino de una realidad que ha devenido representación en cuanto que ha sido aprehendida en (desde) el olvido como una forma de la memoria sin sujeto, en el sentido de que no es vivida como una potencia de este, no es la memoria un recurso administrado por la autoconciencia. La memoria es aquí esa dimensión de realidad que el sujeto no puede sino reconocer como propia; no obstante, debido precisamente a que como realidad no puede ser modificada o negada a voluntad, se ofrece a la conciencia como algo ajeno, o más precisamente: enajenado por el tiempo. El sujeto que rememora se reconoce en escenas sobre las cuales (ya) no puede actuar:

contar esta historia de la manera más desaprensiva, pero ya es muy tarde para eso, ya es tarde para salirme de mi propio pellejo, de mis propios ojos, los que tuve y tendré hasta la muerte, aunque me pregunte mil veces qué hago aquí, qué diablos hago aquí entre fantasmas, quién me mandó a subir al techo con ese niño que soy yo mismo, a sabiendas de que ya no podría escapar de mis recuerdos (Sanhueza 100).

Por esto es que la subjetividad no puede "recordar el pasado" sin ser subsumida por entero en la anterioridad como pasado, como algo que está hecho de tiempo. En sentido estricto no se trata de un "tiempo anterior", sino de un presente hoy pasado, y entonces se rememora un mundo empastado de subjetividad.

El escepticismo hoy epocalmente dominante subraya el hecho de que la memoria no ha conservado simplemente el pasado que rememora, sino que lo elabora en el acto mismo de hacerlo presente. Sin embargo, esta producción mnémica no hace de ese pasado una mera ficción, debido precisamente a que el trabajo de la memoria consiste en traer algo al lenguaje. ¿Desde dónde emerge eso que la memoria elabora? Emerge desde el olvido. Por lo tanto, el olvido no consiste en una simple falta, sino que nombra el modo en que permanece algo que habiendo acaecido no se tiene presente. El olvido no es algo que le pasa el sujeto, sino algo que éste hace: olvidar. Jean Claude-Milner señala: "si existe el olvido, entonces hay otra cosa más además del fantasma de la memoria: ha habido un real, como acontecimiento singular y contingente, el cual hace signo al sujeto en la forma del olvido" (69). El olvido es, pues, inherente al carácter trascendente de lo memorable, el olvido es el síntoma de lo real. El mismo Claude-Milner apunta que "el sujeto capaz de olvido es siempre un ser hablante (…); y el ser hablante es siempre un sujeto capaz de olvido" (71). ¿Cuál es entonces el sentido del lenguaje en relación con el olvido? ¿Qué significa traer algo al lenguaje en el recordar? Solo se puede traer algo al lenguaje desde el pasado, porque en la anterioridad de lo que había permanecido bajo la condición del olvido se juega su trascendencia, subsumido en la inmanencia de lo cotidiano. Si el lenguaje es el cuerpo significante de lo que se trae desde el olvido, entonces ¿qué es olvidar? Más precisamente: ¿qué es lo que se olvida cuando se olvida? Proponemos una hipótesis. El sujeto olvida que ha existido ahí, olvida el ahí de su ser en el pasado. Y es así precisamente como ese ahí permanece. El sujeto no sabe qué recordará, ignora por completo en qué representaciones se transformará el presente cuando sea rememorado como pasado. Pero la "tesis" de esta narrativa es que ese presente, hoy lejano, va ingresando como ruina en las memorias individuales, en la misma puntualidad de su evanescente acaecer. De esta manera, el pasado en cierto modo deshistorizado (caído del relato que hegemoniza el sentido del devenir temporal que conduce hacia el presente) cobra una nueva magnitud, en un sentido inédito: la inmensidad de un cotidiano constituido por el ahí que un día será recordado privadamente. Paradójica inmensidad, la de un presente que desde su intrascendencia se va transformando en la memoria de los individuos: "Miro los autos, cuento los autos. Me parece abrumador pensar que en los asientos traseros van niños durmiendo, y que cada uno de esos niños recordará, alguna vez, el antiguo auto en que hace años viajaba con sus padres" (Zambra, Formas 164).

Un factor que es inherente al sentimiento de comunidad consiste en la posibilidad de recordar juntos, esto es, de compartir una misma memoria (Leccardi 164). Pero esta forma de la memoria está determinada por una idea del pasado que privilegia el acontecimiento. Por eso es que al "hacer memoria" el sujeto subordina ésta a la posibilidad del continuum narrativo de una historia, recuerda "acontecimientos", como si lo propio de estos fuese la interrupción o destrucción de lo cotidiano; y entonces la cotidianeidad parece contraponerse a "lo memorable". Pierre Nora escribe: "el tiempo de los lugares [de memoria] es ese momento preciso en el que un inmenso capital que vivimos en la intimidad de una memoria, desaparece para vivir solamente bajo la mirada de una historia construida" (Nora 6). Pero la "inmensidad" de ese capital es, en más de un sentido, abrumadora; pura inmersión del sujeto en el ahí del mundo, esa inmersión en la cual consiste la cotidianeidad. "Recordamos más bien los ruidos de las imágenes –escribe Zambra en Formas de volver a casa–. Y a veces, al escribir, limpiamos todo, como si de ese modo avanzáramos hacia algún lado. Deberíamos simplemente escribir esos ruidos, esas manchas en la memoria. Esa selección arbitraria, nada más" (151). La cotidianeidad no se deja comprender ahora como mera actualidad; no es, como pudiese pensarse en un primer momento, el simple y atemporal entorno de la experiencia inmediata, sino al contrario: pura posibilidad, un cúmulo caótico de posibilidades indeterminadas en el aún-no del mundo. Así, lo cotidiano mismo se da en la conciencia que lo habita como pura inquietud, presentimiento, angustia, expectativa. El corazón de lo real, en donde todo está sucediendo. Abrumadora intimidad del ser en el ahí.

En la narrativa de autores como Alejandro Zambra, Diego Zúñiga, Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Leonardo Sanhueza, Lina Meruane, Álvaro Bisama, entre otros, encontramos una escritura en la que reconocemos tanto un afán de hacer memoria, como una voluntad de desmantelar la idea de la "gran historia". Se constituyen en cada caso subjetividades que se relacionan consigo mismas a partir de los relatos que despliega el trabajo de la memoria. Dicho de otra manera: el relato no acaece simplemente como el producto de un individuo que recuerda, sino como el médium de su autoconciencia. Se trata de subjetividades cartesianas, que piensan escribiendo, y esto no puede ser sino recordar. Nos interesa examinar la puesta en obra de la memoria que es posible leer en estos relatos, una memoria que se ejercita después de agotadas las historias; es más: se trata de una memoria en que la posibilidad de una gran historia está en cierto sentido vedada, no le es propia. Entonces la memoria ya no dispone del recurso a una matriz narrativa poderosa. Tampoco se trata en sentido estricto de literatura "autobiográfica", porque el narrador no se constituye aquí como el testigo privilegiado de determinados acontecimientos, tampoco se elabora un "mundo subjetivo" con base en una identidad personal. En Camanchaca, por ejemplo, de Diego Zúñiga, la identidad del protagonista es la voz del narrador, y en donde la trama es la memoria de un niño, en la que predominan los viajes y las despedidas. Viajes de despedida, en los que algo ocurre por última vez. La escritura de Camanchaca opera entonces como un proceso de despojamiento, en que las historias no guardan claves de comprensión, más bien abundan silencios que nada ocultan.

En sentido estricto, no estamos ante la literatura de una generación, sino ante la literatura de los hijos de una generación, y entonces se escribe desde esa condición, la de "hijos", a los que les fue arrebata la posibilidad de la novela:

La novela –escribe Zambra en Formas de volver a casa– es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer (57).

Hacia fines de los 90 la académica de origen rumano Marianne Hirsh elaboró el concepto de pos memoria para referirse al modo en que acontecimientos de magnitud histórica caracterizados por el horror están presentes en la memoria de generaciones posteriores a la de aquellos que los padecieron directamente. No se refiere este concepto solo a las "memorias de los hijos", sino al proceso social y cultural de construir un pasado común. Se define como "una forma híbrida de memoria, que se distingue tanto de la memoria personal (por la distancia generacional), como también de la historia (por una profunda conexión personal)". Existe por lo tanto conciencia de que se trata de una memoria en que los órdenes y sentidos posibles de los elementos heteróclitos que la constituyen han de ser en cada caso elaborados, para poner en el lenguaje un pasado cuya demandante intensidad no se deja resolver de manera unívoca. Se trata de responder a la exigencia de hacer memoria, literalmente, en un proceso del que forman parte la investigación, los hallazgos fortuitos, los testimonios, las operaciones tropológicas con el lenguaje (metáfora, analogía, sinécdoque), la producción objetual de ideas.

Pero los hijos no escribirán "la novela de los padres", porque ella consiste en el modo en que la historia era vivida en el cotidiano de ese presente hoy pasado, y ahora el hijo ha devenido pura lucidez desterrada. En Había una vez un pájaro escribe Costamagna: "A la hora del café, como siguiendo una rutina muy antigua, sacan la guitarra y se ponen a cantar esas canciones que ya no se pueden cantar. (…) Que para hacer una muralla, que aunque mi amo me mate a la mina no voy, que mira la batea como se menea, que las casitas del barrio alto, que voy a hacerme un cigarrito" (40).

Los hijos carecen de una "memoria histórica", porque el curso de sentido del que habría resultado el presente de su propia existencia les resulta ajeno, y en sus ejercicios de memoria difícilmente logran trascender la esfera de una brumosa e infinita cotidianeidad. Entonces, cuando la memoria ensaya recuperar alguna escena verdaderamente "memorable", digna de recortarse respecto al fondo de una cotidianeidad demasiado empastada de sí misma, no encuentra nada de aquellas jornadas decisivas; en su lugar solo vislumbra una bruma sobreprotectora: "¿Cómo crecimos? –se pregunta el narrador de Ruido (2012), de Álvaro Bisama– Crecimos con el sonido de la voz de nuestros padres viniendo de lejos, convertida en un murmullo sin sentido que nos quemaba los oídos. (…) Crecimos con la sensación de que había un mundo ahí afuera que se estrellaba a veces con el nuestro" (48). ¿Cómo se produce este extrañamiento? Es como si en ese cotidiano se hubiese encriptado esa "gran historia" que falta, como si el cuerpo de lo cotidiano estuviese constituido por las esquirlas de un gran estallido. En esta cotidianeidad rememorada, lo intrascendente y la intensidad coexisten, porque se trata precisamente de todo aquello que no podría ingresar en la representación sin hacerla estallar. De aquí que ese cotidiano esté hecho de detalles deshilvanados, de anécdotas inexplicablemente conservadas, de rostros que perdieron su nombre, de rutinas…, pero todo ello emerge en el presente de quien recuerda –esto es, de quien escribe– como el cuerpo de un universo incierto, intenso, a ratos casi inhabitable, como si lo cotidiano fuese, después de todo, el tejido mal hecho de una impresentable desmesura.

¿Cómo es que la "gran historia", más acá de la crisis de las matrices narrativas otrora dominantes, persiste como una inquietante intensidad en la memoria de los hijos? El itinerario que traza esa memoria trabajando por escrito se encuentra al cabo con una ingenua lucidez. La subjetividad parecía habitar el pasado en una condición de permanente presentimiento: "Así vive la familia [en la sensación de desastre inminente], y no sólo la mía, levitando sobre la realidad, y parece que eso es lo mejor, no saber qué hay debajo de nuestros pies, y si no es lo mejor es lo único posible, aparte de la cháchara, esto mismo, que es lo principal" (Sanhueza 17). ¿Era efectivamente esa la tesitura de la subjetividad en aquel tiempo hoy lejano? ¿O acaso se trata del único modo posible en que el presente logra ficcionar el pasado para traerlo al presente de la representación, como siendo en cada caso un escenario quebradizo, trizado, como si se hubiera vivido en un permanente engaño, como si la distancia temporal consistiera en una radical discontinuidad entre quien escribe y aquel que fue? En el presente neoliberal, agotadas las utopías e ideologías que hicieron de la historia un factor de subjetivación fundamental, el presente es asediado por un pasado que no se ha marchado, porque los relatos que hacían pasar el tiempo se agotaron. Entonces todo parece incumbirle al presente, debido esto paradójicamente a que el presente carece de un pasado al que se pueda considerar de manera consensuada como histórico, esto es, sancionado por una narración maestra. Entonces el pasado se disemina en las historias de los individuos, una memoria plural en que el trabajo de la ficción no es una tergiversación de la verdad, sino su condición de posibilidad:

No sabemos si esto es un sueño o un recuerdo. A ratos creemos que es un recuerdo que se nos mete en los sueños, una escena que se escapa de la memoria de alguno y se esconde entre las sábanas sucias de todos. (…) pero mientras más lo pensamos creemos que solo es un sueño que se ha ido transformando en recuerdo (Fernández, Space 41).

Los recuerdos tienen algo de los sueños, porque han sido elaborados en el tiempo, pero no se agotan en una mera realidad onírica, porque no son el producto de una pretensión de ficcionar, sino de comprender el presente. Pero, ¿cómo se puede recurrir al pasado cuando ya no es posible establecer una clara derivación histórica? Porque ya no se trata de preguntar por "lo importante". ¿Cuáles son entonces las preguntas? En su comentario a Space Invaders, Jaime Pinos cita la pregunta de Enrique Lihn en La pieza oscura: "¿Qué será de los niños que fuimos?". El punto es que la memoria sólo se puede inventar. Por eso es que en las obras que referimos aquí, no estamos ante un narrador que recurra a la memoria para poder escribir una novela, sino al revés: se escriben novelas para poder recordar. De aquí se sigue entonces que los personajes de estas novelas se muestran de pronto como niños demasiado lúcidos. ¿En qué consiste esta ingenua lucidez? No se trata simplemente de alguien que asiste a lo nuevo, a un acontecimiento excepcional, tal vez irrepetible, sino de quien está mirando por primera vez el mundo. Acaso lo que se da a saber sea algo viejo, incluso muy antiguo, pero lo verdaderamente excepcional es la mirada, porque solo por una única vez se ve algo por primera vez.

Es verosímil pensar que se recurre a la infancia para rememorar un tiempo ido; sin embargo, ese tiempo supuestamente encapsulado en el pasado no se encuentra simplemente disponible, como un conjunto de recuerdos almacenados en la memoria. Se hace entonces necesario elaborar esa época pretérita, recurrir a la ficción para rememorar la subjetividad de un niño que ya no se es. Pero, ¿por qué la subjetividad? Esta hace posible configurar un pasado tramado desde los afectos y sentimientos que en el presente son parte constitutiva de esa conciencia que emprende el trabajo de recordar. La subjetividad opera aquí como un recurso estético que, en la "recreación" escénica y narrativa del pasado suspende toda sanción o juicio de valor que pudiese ejercerse desde el presente. La conciencia de quien en el presente narrativo de la novela recuerda es otra que la de aquel que ha quedado ligado a la vivencia, la que ahora se actualiza en el relato. Se recurre entonces a la figura de la subjetividad para poder otear la cotidianeidad pretérita desde un niño del que hoy nada sabemos. En Había una vez un pájaro, la narradora dice: "Mi padre es el protagonista de esta historia, pero mi padre no está. Tengo que ir hacia atrás y raspar mi cabeza con una astilla para que aparezca" (33). "Raspar en mi cabeza" significa escribir(me). Y ya en las primeras páginas de La edad del perro de Sanhueza, el narrador reflexiona: "ya es tarde para echar pie atrás, aunque no tengo la menor idea de lo que hay adelante. Sólo sé que ese niño soy yo y que me necesita para recordarme. Le guardo un sagrado respeto al recuerdo verdadero que seré, algún día, cuando todo se acabe para siempre" (13). "No tengo la menor idea…", dice el narrador. Esta es la condición de la memoria no histórica, a diferencia de la historia: recordar el pasado es en ese mismo acto ignorar (olvidar) el presente, es decir, no tener en cuenta el desenlace de ese pasado. Incluso narrativamente el olvido es la condición para encarnarse la voz del narrador en ese niño, el nieto que admira a su abuelo más que a su padre, que ama a ese abuelo pinochetista, que renueva una y otra vez el poster del dictador en una de las paredes de su habitación. También la protagonista de Cercada se detiene en los comentarios de su abuela, conservadora antes que "fascista", pero igualmente golpista: "el Chile de reciencito fue un mal parche que los militares tuvieron que remendar" (40).

La crisis del relato histórico transforma el pasado en un baile de máscaras, y hace que la narración que hasta hace poco había solucionado el devenir se muestre ahora como si fuese un guion escrito por "otro". El pasado editado como historia deviene en una gran farsa. El riesgo de este tipo de "lucidez" es que el presente se oriente hacia una especie de ensimismamiento, en la pura actualidad de sus intereses y preocupaciones. Contra la desagregación de lo social en individualidades atomizadas, opera la memoria colectiva:

Ofreciendo un lenguaje, una estructura y una dirección unitaria, una elevada coherencia interna, la memoria colectiva ofrece un anclaje a la experiencia en sí caótica del pasado; diluye las diferencias entre los miembros del grupo y sus memorias individuales; garantiza fuerza, cohesión e identidad en el tiempo al colectivo que la expresa (Leccardi 103)

Sin embargo, aquella memoria colectiva se descompone en la actualidad en memorias individuales, que no difieren especialmente entre sí por sus "contenidos" o interpretaciones del pasado, sino por el carácter personal, incluso íntimo, de sus respectivas vivencias, en las que se expone paradójicamente un pasado demasiado común. Leemos en Space Invaders: "Cantar el Himno Nacional todos los lunes a primera hora, entonarlo como cada uno puede, con voces agudas y desafinadas, voces chillonas que gritonean un poco, nuestras voces repitiendo entusiastas el estribillo, mientras uno de nosotros iza la bandera chilena allá delante y otro la sostiene entre sus brazos" (17). Son imágenes –como ésta– que permanecen en la memoria personal, pero que se refieren a algo que "le pasó a todos"; recuerdos que dan lugar a una especie de comunidad de referencia en el pasado, una comunidad que, por cierto, nunca existió, porque solo se constituye en el presente: los individuos rememoran-elaboran ciertas escenas, y presienten que muchos otros estarán haciendo lo mismo. Pero ocurre que la condición de esas imágenes era precisamente aquello que les privaba de todo protagonismo, impedía la posibilidad de haber adquirido una memoria estrictamente personal (las instituciones, los media, la dictadura). Se habla entonces de un presente en cierto modo "sin pasado", de consumidores "sin memoria". Coincide con el momento en que la historia comienza a disponerse como terreno para un litigio sin solución de continuidad entre diferentes representaciones del pasado, la emergencia de memorias individuales llenas de lugares comunes, exhibiendo su origen en los medios de comunicación, en la industria del consumo y en el marketing cultural: "Entendí o empecé a entender que las noticias ocultaban la realidad, y que yo era parte de una multitud conformista y neutralizada por la televisión" (Zambra, Mis documentos 25).

El "esteticismo" epocal que parece resultar de esto comporta un irreductible escepticismo cínico, animado por un afán nihilista que se satisface lúdicamente en el ejercicio de triturar el sentido de los signos. Acaso este fenómeno exhiba ciertos elementos estilísticos propios de lo que se conoce como "neobarroco": proliferación significante, ingenio lingüístico, diseminación del significado en la escripturalidad, recurso estético a la historia escenificada como teatralidad agotada y disponible, etcétera. Sin embargo, para el escepticismo cínico el sentido se ha esfumado de antemano, y a ello deben precisamente los significantes su disponibilidad para la demiurgia "neobarroca" del cinismo lúcido y desesperanzado del presente. La narrativa que aquí analizamos es refractaria a esa ironía cínica, abocándose en cambio a recomponer el cuerpo cotidiano de la historia, esa dimensión del tiempo vivido al que podríamos denominar como la "materia oscura" de la historia: el pasado. En la novela Taxidermia, por ejemplo, de Álvaro Bisama, la realidad del mundo se disemina en los relatos e imágenes que pueblan el cerebro de un autor de comic:

La máquina cavó una zanja alrededor de la cabeza de luz y la llenó de historias. En algunos de sus cómics la casa se convirtió en cualquier cosa, cambió de apariencia, se volvió un castillo gótico, un campo de concentración, un bunker abandonado, un montón de pasadizos habitados por las sombras y el eco. Empezó a usar personajes [que] venían del mundo real y que le servían para componer una historia secreta del mundo. Estaba una mujer que recogía boletos de lotería usados para venderlos en la feria. Estaba el dueño de un bar que decía saber lo que pensaban las ratas (143).

Pero en sentido estricto esta pequeña novela de Bisama resulta ser, antes que escritura neobarroca, más bien una parodia de la estética neobarroca. En efecto, ésta se transforma en un recurso para escribir la imposibilidad de acceder a lo real, por cuanto comparece de manera explícita la conciencia de que la esfera de las representaciones constituye un territorio en donde el mundo real desaparece, tragado por soportes –cintas de videos y papel de dibujo– cuya materialidad carece de temporalidad: "En esta teoría, filmar videos o dibujar cómics es algo equivalente a la destrucción del mundo, a la erosión de lo real por efecto de la multiplicación de las imágenes, a la soledad incontestable de un mundo que parece quedarse vacío" (35). Esta conciencia de segundo orden al interior del relato restituye la voz del ego cartesiano, la restituye ahí en donde el lugar del autor parecía diseminarse en la proliferación de imágenes. Ese lugar resulta irreductible si el asunto de la narración es el fracaso del demiurgo del lenguaje. Quien fracasa está en el lugar de lo real. No existe aquí propiamente escritura neobarroca, pues lo que el relato denota es la imposibilidad de hacer ingresar lo real en el lenguaje. Ahora bien, lo real es aquí el pasado: "No puedo pensar en otro mundo que no sea el pasado. Eso es todo. No me importa la ficción, ni el relato, ni el arte de narrar nada. Me importan los hechos del pasado" (19). La desmesurada importancia del pasado es lo que se pone en obra en la impotencia de las imágenes, porque las imágenes están en el lugar del pasado, y aquella desmesura se relaciona directamente con la imposibilidad de descifrar el pasado. En Taxidermia se debe precisamente a la exacerbada conciencia del espesor estético del lenguaje que cifra lo real, el hecho de que la escritura proceda extremando el imaginario pop del narrador, hasta dejarlo en la soledad de un habla sin mundo: "A veces creo que hablo como robot. Que mi cabeza está cortada y enchufada a una máquina que proyecta luz y lo que hago es abrir la boca y lanzar sobre una tela blanca mi propia memoria. No soy una persona, soy un proyector, un animal embalsamado que viaja por el espacio" (137). El pasado parece sustraerse precisamente ahí en donde el narrador es consciente de que el cuerpo significante de ese pasado es un imaginario personal, y entonces el problema es el de la trascendencia de ese imaginario. Lo más concreto del pasado, aquel núcleo de realidad que parece sustraerse tanto al trabajo teórico de las interpretaciones como al ejercicio ético de las recriminaciones, está hecho de afectividad, y el sujeto rememora en el presente, antes que el contenido objetivo de esos afectos, más bien el modo en que éstos lo alienaban en un mundo vivido. La escritura que se orienta hacia ese pasado, ensaya recomponer el estar-en-el-mundo del sujeto, y lo que ahora se hace consciente es que el pasado está hecho de imágenes y que, de alguna manera, no existe otro pasado que esas imágenes. La subjetividad que intenta hacer ingresar en el lenguaje un mundo pretérito como mundo-vivido, se encuentra en su escritura con los espectros como único recurso:

La infancia es, entonces, un tiempo al servicio de los fantasmas, un lugar donde poner imágenes que, vistas desde el presente, conforman una especie de arraigo. Un arraigo desde luego difícil, vacilante: pieza oscura es el lugar donde se revelan las fotografías, donde aparecen, por primera vez fijadas en el papel, imágenes que al mismo tiempo autorizan y destruyen la identidad (Zambra, No leer 35)

En su novela El palacio de la risa, Germán Marín narra aproximadamente cuatro décadas de la historia de Chile tomando como motivo el devenir de una antigua casona ubicada en Avenida José Arrieta, comuna de Peñalolén en la ciudad de Santiago, un lugar que llegaría a ser tristemente conocido como Villa Grimaldi. El protagonista ha regresado desde el exilio, ya terminada la dictadura, y se propone seguir el rastro de una antigua amiga. "Yo no venía del extranjero –dice el narrador recién comenzada la novela–, sino del pasado, que al parecer nadie quería, pues, de acuerdo a lo que había captado, aquel tiempo representaba poco y nada en la vida actual de los chilenos" (19). El sujeto viene desde el pasado, y percibe una discontinuidad histórica entre ese pasado terrible y el presente del olvido. El presente al que ha llegado no es el principio de "otra historia", sino más bien carencia de un pasado histórico, falta de una continuidad de sentido en el tiempo, que articule lo sucedido con el presente. En cierto modo, esa discontinuidad es la memoria y su necesaria institucionalización, la que habría desplazado a la narración propiamente historiográfica.

En las nuevas narrativas, en cambio, la voz del narrador se dirige hacia el pasado, escribiendo. "He abusado de algunos recuerdos –leemos en Formas de volver a casa–, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado" (64). Ocurre entonces como si el presente estuviese habitado por estas subjetividades que se definen a partir de su afán por rememorar, como si solo existiese el pasado, o como si la recurrencia al pasado fuese la única posibilidad de intentar comprender el hecho de que el presente carezca de futuro. Lorena Amaro, en el prólogo a la reedición de Cercada, 14 años después de la primera edición, señala: "Al leerlo nuevamente hoy, el texto funciona emblemáticamente, como si se tratara de un artefacto generacional (¿no será que todo guiño generacional se vuelve perceptible con el paso de los años?)" (12). Sin embargo, no sería esto un fenómeno inherente a toda generación de narradores, el de descubrirse precisamente como "generación" y de ese modo quedar referidos a un pasado común que cifra el sentido de sus escrituras. Allí en donde reconocíamos a un sujeto escribiendo sobre su pasado inmediato, era en verdad el presente el que escribía su falta de pasado.

En Jamás el fuego nunca, Diamela Eltit ha reflexionado sobre el tiempo de la derrota para quienes sobrevivieron el término abrupto de su historia, como fantasmas: "Este es un día distinto, de una época carente de marcas, un siglo que no nos pertenece y que, sin embargo, estamos obligados a experimentar y en este siglo parece todo irreal o prescindible, sí, prescindible" (23). El pasado comparece en esta novela como un tiempo protagonizado por ideas en combate, y los cuerpos eran el soporte de esos afanes ilustrados, la encarnación de las ganas que iban a revolucionar el orden dominante, cuerpos totalmente aptos para las grandes y exigentes tareas que la historia por venir les asignaba. No se trataba solo pasar a la acción, sino de generar las condiciones revolucionarias para que la historia misma acaeciera, para que el sentido del devenir se manifestara. Pero ahora, en esa habitación fuera del mundo, las voces de los protagonistas padecen la memoria de una cotidianeidad militante que "terminó mal", o más precisamente: que no terminó. Por eso es que las voces ("El" y "Ella) han permanecido, con la única finalidad de hacerse daño en un después de la historia que se prolonga infinitamente. Debido a esto, como señalábamos antes, los "hijos" escribirán lo novela de los padres, porque se trata de un relato que ya no es posible terminar sin inventar, porque ese relato aún está en suspenso, y el hecho mismo de que no haya podido terminarse históricamente hace sentir sus consecuencias en el presente:

[el viejo periodista] no podía volver sobre el pasado ni explicar de dónde provenía la bala que mató a Allende o lo que él mismo había hecho con su vida; esa vida que había terminado siendo un relato que habíamos terminado por completar con el editor argentino por casualidad, hablando en esa cafetería oscura. Esa bala seguía en el aire. Aún estaba perdida. No tenía una trayectoria física, viajaba a través de los años. Nos volaba la tapa de los sesos a todos (Bisama, "Los muertos" 26).

El suspenso de la historia pasada se hunde en la cotidianeidad del presente. Lo que de esta manera permanece en suspenso es la verdad del presente, por cuanto la actualidad ya no dispone tareas históricas para los individuos, se ha agotado el coeficiente narrativo de la idea de lucha de clases.

En radical contraste con la desazón de aquella subjetividad caída desde la historia, el narrador de La edad del perro señala:

Es una de las pocas gracias que le encuentro a haber nacido en el verano del setentaicuatro. El presente se muestra más libre, menos hipotecado en sus propósitos, puede vivirse porque sí, lejos de cualquier expectativa propia o ajena. Para vivir no es necesario proponerse un destino o abrazar ilusiones de largo alcance. Para vivir ni siquiera es necesario pensar en la incierta mañana siguiente (26).

Desde la perspectiva de los "padres", ese tiempo de dictadura en el país es la fuerza de gravedad del pasado como tal, el escenario de un hundimiento (un cúmulo de cosas que ocurrían todas por última vez); en cambio, para los "hijos" ese período se ofrece como ausencia de gravedad, como un tiempo sin tareas; como un día sin noche: "Quienes nacimos durante los primeros años de la dictadura vivimos solamente el día de la larga noche que narra Lumpérica. Creo que pocos libros retratan con tanta fuerza a la generación de nuestros padres. Pocos libros nos permiten, como Lumpérica, escarbar realmente en el sentido de la herencia" (Zambra, No leer 44). Pero, ¿qué es un día sin noche sino un día que ha comenzado para no acabarse nunca más?

Proponemos la siguiente hipótesis de lectura: la crisis de la matriz narrativa dominante de la historia como economía productora de sentido trae consigo la insubordinación del pasado. Pero esto no solo en cuanto que se torna manifiesta la condición de simulacro de "lo grande" que protagonizaba las jornadas de la historia, sino que más bien, al agotarse la economía de sentido que subsumía la facticidad de los acontecimientos al interior de ciertas jerarquías narrativas, el pasado toma cuerpo en lo cotidiano ante las demandas de sentido del presente. Se trata precisamente de la cotidianeidad de lo acaecido. Porque aquello que la formalización histórica del pasado glosará para la posteridad como "acontecimiento", en el tiempo de su cada vez más lejano acaecer tomaba cuerpo en lo cotidiano, todavía sin una fecha ni hora determinados. El concepto de "cotidianeidad" significa aquí lo olvidable o simplemente lo que ya se olvidó.

Lo cotidiano no se define por determinados "contenidos" –hechos, personas, situaciones, etcétera– distintos a otros contenidos que serían propios de la "gran historia", sino que tiene lo cotidiano más bien el sentido de una condición existenciaria. Por esto es que resulta más adecuado hablar de cotidianeidad antes que de lo simplemente "cotidiano". El narrador de Formas de volver a casa reflexiona: "ya no podemos, ya no sabemos hablar sobre una película o sobre un libro; ha llegado el tiempo en que no importan las películas ni las novelas sino el momento en que las vimos, las leímos: dónde estábamos, qué hacíamos, quiénes éramos entonces" (103). En segundo lugar, el que la cotidianeidad corresponda a lo que fue olvidado no significa que no exista memoria de ello, más bien lo que ocurre es que la posibilidad de traer el pasado al presente en una representación determinada (como imagen o relato) exige llevar a cabo un ejercicio de memoria. Esto implica complejizar la simple y natural oposición entre memoria y olvido, pues con lo de la cotidianeidad se trata de una memoria del olvido, una memoria ella misma olvidada o, más precisamente: se trata de la memoria en la que consiste el olvido. Una memoria en cierto modo sin sujeto, porque lo desborda, pero también porque lo que se denomina sujeto ha sido en parte el resultado de ese olvido, de esa memoria en la que no pareciera haber, cuando se la consulta, otra cosa que intrascendencias.

El narrador de La edad del perro dice: "ya no estoy tan seguro de que escribir las cosas sirva para no olvidarlas" (21). En efecto, la escritura es aquí el cuerpo del olvido. Porque la cotidianeidad no fue registrada, porque no hubo texto de inscripción para aquello que no exhibía las credenciales del "instante decisivo", como si –paradójicamente– lo que simplemente quedó en el pasado nunca hubiese sido del tiempo. Ahora, en el lugar de las representaciones del tiempo histórico, aquellas que daban cuerpo estético y narrativo a lo memorable, comparece la cotidianeidad de los días pasados, esto es: lo que fue olvidado. El olvido es esa memoria empastada de densa cotidianeidad, de la que el sujeto no podría extraer el significado de una época, sino por el contrario: la incomprensión que es propia de quien ha vivido un tiempo sin pensarse como "protagonista", esa cotidianeidad en la que el sujeto que recuerda no podría identificarse como el personaje central. Considerado desde una perspectiva fenomenológica, el tiempo de lo cotidiano describe el entorno del sujeto que rememora, pero nunca es posible considerar ese tiempo como deviniendo u organizándose estructuralmente a partir del individuo que en su recuerdo lo trae al presente. Porque lo que recuerda es precisamente el hecho de que existía en un mundo que no se desplegaba desde él; simplemente él estaba ahí, cuando ciertas cosas sucedieron. Los individuos recuerdan que no eran sujetos, hacen presente el hecho de que siendo niños no estaban en edad de entender. En Había una vez un pájaro, la narradora recuerda: "ella [mi madre] dice que no estamos en edad de entender, que paciencia, que algún día nos van a explicar todo" (35). Y en Space invaders leemos:

Que cállense que viene el profe de matemáticas. (…) Que abran sus libros en la página treinta y dos. Que profesor, que antes de empezar queremos hacerle una pregunta. Que qué pregunta quieren hacer. Que qué es meterse en política. Que qué edad hay que tener para poder hacerlo. Que silencio. Que el profesor mira desconcertado. Que silencio. (…) Que Fuenzalida sueña con él, con ese silencio instalado en la sala, que ella puede sentirlo lo mismo que nuestras voces. Que silencio (49).

"No entender" es aquí recordar la práctica del ocultamiento de lo real, mas no en el hecho de no entender, sino por la práctica de los adultos de producir un sujeto en el niño a partir de la condición de que éste no entiende lo que escucha, lo que ve, lo que a veces alcanza a saber. El niño ha de saber que no entiende, se inicia en la condición de sujeto con ese saber. El universo es de los adultos, y se hace oír como un orden significante cifrado: "Qué pasa con la represión en esos años; evolución de los procedimientos de arresto, encarcelamiento, tortura. Palabras que no parecen decirle nada, que no aparecen en su diccionario; operación peineta, pihuelo o pau de arara, yatagán, el submarino, el teléfono, y otros" (47). La cifra no consiste solo en el horror de la dictadura, sino en que la verdad del mundo de los padres no cabe en la mente de los hijos: "No entiendes el mundo en el que vivimos, Lucía, no eres más que una niña" (60), le dice a su hija el oficial de ejército. La realidad de la dictadura es el mundo adulto, una especie de verdad más allá de la cual no hay verdad alguna… un mundo sin por qué. Entonces lo real mismo comienza a definirse como algo que está más allá del entendimiento posible, y de esta manera lo real ingresa en la esfera de la subjetividad del niño, como siendo precisamente el límite de ésta, una frontera que se define a partir de una verdad vedada por los límites del propio entendimiento: "Y yo le pedí [a mi mamá] que me contara de nuevo el accidente y ahí partió todo. Ella me miró y me dijo que algún día me contaría la verdad, pero que ahora, en ese momento, yo no podía entenderla. Eso me dijo: que no podía entender la verdad. Luego nos quedamos en silencio" (Zúñiga 46).

El pasado como historia podía ser rememorado en el presente, podía ser pesquisado para intentar aclarar "lagunas", como suele decirse. En cambio, la cotidianeidad pretérita emerge en la memoria como un cúmulo de situaciones, rostros, palabras… que toman cuerpo en imágenes flotantes que se arremolinan en torno a un significante vacío. Este corresponde al lugar que dejan –que abandonan– figuras como las del gran acontecimiento, el "instante decisivo", la decisión histórica, cuando se esfuman con la disolución de la historia como narración maestra. Es como si estuviésemos hablando de un tiempo del cual no existen testigos porque en cierto modo no lo admitía ni ameritaba. Por el contrario, en Veneno de Roberto Brodsky, el narrador expresa: "Todos los que tenemos más de cuarenta años (…) fuimos testigos de una tragedia. (…) Quien está dentro del palacio en llamas es un personaje trágico, un hombre que escoge la tragedia, y todos lo admiramos por eso" (392-393). Brodsky escribe la contemporaneidad del narrador respecto al acontecimiento de la catástrofe, es decir, escribe en clave "acontecimiento histórico", y entonces no puede sino poner en escena la imposibilidad de escribir esa historia acontecimental. Hacia el final de la novela se detiene en una fotografía, y en ese punto su discurso puede leerse como una interpretación biográfica de la derrota:

he vivido una vida equivocada, de eso ya no me cabe duda alguna. La vida del testigo es siempre una vida equivocada, se la mire por donde se la mire. (…) La vida del testigo está equivocada en la medida en que no le pertenece, es una vida que no ha elegido; su vida no es la suya y más bien los hechos lo han elegido a él para convertirlo en testigo. (…) El testigo (…) sólo puede escoger entre dos opciones: hablar o callar. Nada más. Y si habla, tampoco podrá escoger su temática dentro del menú de fantasiosas posibilidades, sino solo hablará de aquello de lo que es testigo (393)

La derrota consiste en que de pronto la biografía del individuo fue penetrada por la magnitud inédita e irrepresentable de acontecimientos con estatura histórica. Entonces ahora pareciera que la tarea que define al testigo –la de relatar la historia en su condición de ser "primera fuente"– subsume su existencia en el fracaso. Porque allí en donde debiese tener lugar la escena de lo grande, comparece apenas un puñado de recuerdos personales. El testigo ha perdido tanto la narración de su propia vida –la que le fue arrebatada por la circunstancia en la que se encontraba cuando la cotidianeidad se estremeció–, como el relato mismo del acontecimiento, siempre "alterado" por el espesor afectivo de su propia intimidad mnémica.

Pero, ¿qué ocurre con los hijos? No tienen memoria de aquella magnitud, o mejor dicho: recuerdan que no estaban en condiciones de comprender: "Los niños entendíamos súbitamente –escribe Zambra– que no éramos tan importantes. Que había cosas insondables y serias que no podíamos saber ni comprender" (Formas 56). El punto es que esta falta de testigos opera como un recurso literario para narrar la catástrofe. La cotidianeidad es precisamente ese difuminado e intrascendente cuerpo de imágenes –la mayoría de las veces deshilvanadas, descontinuadas– que se van tejiendo en la memoria de los "actores secundarios" y "extras" los acontecimientos que solo se sabían de oídas. La cotidianeidad rememorada opera en la narración como si de lo que se tratara fuese ante todo de recordar que se estuvo ahí. ¿Cómo recordar ese ahí? El ahí pretérito es el significante ausente en torno al cual se articula esta escritura. Este es el ahí del testigo que no vio nada, el testigo ante el cual la realidad de una época se ocultaba: "en el fondo es el testigo quien traga las toxinas ajena, quien se envenena con recuerdos. (…) me siento el testigo de algo que no le interesa a nadie" (Bisama, Estrellas 60).

Allí en donde el acontecimiento no termina de irrumpir, allí en donde los presentimientos no encuentran ninguna evidencia que los desmienta o verifique, la realidad se articula como cotidianeidad y de esa forma ingresa en el lenguaje. Es decir, la cotidianeidad es el cuerpo de lo impresentable, destinado desde siempre al olvido. Esto significa: destinado a memorias estrictamente individuales, íntimas, privadas. Debido a esto, hacer memoria es escribir, y el trabajo de recordar se hace entonces contemporáneo al gesto de escribir. En El palacio de la risa el narrador reflexiona: "Al hacer el resumen de una vida, hay muy pocos acontecimientos que tiene la capacidad de perpetuarse" (144). Esto es lo que sucede cuando se buscan las credenciales históricas de un acontecimiento, alguna jornada memorable inscrita en el pasado y de la cual el narrador habría sido un testigo privilegiado, el acontecimiento en virtud del cual la historia misma le da la palabra a aquel que en el presente pondrá "ante los ojos" de sus contemporáneos lo que atesora su memoria. Pero en la vida de este narrador faltan aquellos acontecimientos de suyo memorables. En cambio leemos en Formas de volver a casa: "Siempre pensé que no tenía verdaderos recuerdos de infancia. Que mi historia cabía en unas pocas líneas. En una página, tal vez. Y en letra grande. Ya no pienso eso" (83). En efecto, la narración de "los hijos", siempre al borde de exceder al sujeto de la narración y devenir escritura, se despliega en esa profunda superficie que es lo cotidiano, y el punto es que esos relatos ingenuamente lúcidos dan cuenta de algo impresentable que acechaba en esas jornadas.

Sarduy señala que en el neobarroco el significado se ha perdido en el lenguaje. Pues bien, la narrativa de "los hijos" no es neobarroca, sino cartesiana. La voz del narrador procede interrogando la referencialidad de las palabras, de las imágenes, de los sueños, hurgando sin cesar en una memoria que está hecha de lenguaje, sin otra verdad que no sea la intensidad de cada uno de los contenidos que en ella se han acumulado. La cotidianeidad, como la escritura, conserva el sentido: lo guarda y lo cifra, pero aquí no interroga por el sentido tratando de determinar el significado de la historia. Lo cotidiano sirve más bien a la pregunta por la disolución de la necesidad histórica, la diseminación del propio yo en una memoria-escritura a la que acaso ya no cabría denominar "intrascendente" sino más bien inmanente. Porque no se trata de la lucidez escéptica del sobreviviente, como en Germán Marín, Carlos Cerda, Roberto Brodsky, Poli Délano o Mauricio Electorat –cuyos personajes derrotados se descubren al cabo "sin mundo", sumidos en una cotidianeidad sin espesor histórico–, sino de hacerse a un universo en que el yo pierde sus límites como autoconciencia, porque se trata del mundo del olvido, el universo de una memoria que no puede ser subjetivada como propia por el individuo por cuanto descubre que la memoria llega después, como la memoria del sobreviviente.

En La burla del tiempo (2004), de Mauricio Electorat, la circunstancia narrativamente medular de la novela es la conversación que tiene lugar en París entre Pablo Ruitort, detenido, torturado y exiliado durante la dictadura de Pinochet, y Nelson, ex compañero de universidad en el Pedagógico, quien habría conducido a la detención de Ruitort a partir de una delación embustera. Ruitort encuentra casualmente a su delator en París, veinte años después, y se dan cita en el restaurante de Doña Gloria, una chilena. Pablo pregunta a Nelson: "Quisiera saber por qué hiciste una declaración falsa en mi contra. (…) Él, Nelson, el Trauco, el que me había vendido (…) en un tiempo tan remoto que ya me parecía otra visa, desde el asombro sólo atinó a contestar: lo mismo quisiera saber yo. Ya somos dos, entonces. Claro, dijo él, ¿pedimos otra?" (132). La conversación cruza intermitentemente la novela, sancionando la distancia inconmensurable entre el pasado (el entusiasmo político militante e intelectualizado, el horror de la represión, la entretención mediática de aquellos años) y el presente, en el que Ruitort se ha separado de su mujer, su madre acaba de morir y en Chile ya va casi una década de transición política bajo los gobiernos de la Concertación. Los personajes encarnan existencias que fueron derrotadas en las historias que alguna vez intentaron protagonizar en el pasado. La conversación va sumergiendo el recuerdo de aquella delación en una suerte de historia no oficial del país:

Recuerda, ¿a ver?, dice, ¿qué recuerda?, más relajado ya, si es que no entregado a la situación, a la conversación, ¿a ver?, repite, recuerda un patio de tierra, una calle también de tierra, siempre llena de barro, recuerda la escuela, República de Guatemala se llamaba, los largos corredores, el viento que se colaba por las ventanas en los rectángulos donde faltaban vidrios, la cara de su maestra, la señorita Josefina, aconsejándole a su madre que su hijo tenía que estudiar por todos los medios, en serio, era súper bueno en la escuela, dice. Recuerda los partidos de fútbol los domingos en la cancha llena de hoyos y de polvo, poca cosa más (145)

Los personajes de la nueva narrativa, en cambio, arribaron a la condición de sujetos en un país en el que ya se había reestablecido la democracia y en el contexto de una realidad económica e informáticamente globalizada. Estos individuos nacen, pues, a sus existencias discursivas, en el tiempo del neoliberalismo, cuando la pregunta por un lugar en la historia hace ya un tiempo que dejó de ser una instancia de subjetivación en favor de la identidad. "Queremos ser actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue" (Zambra, Formas 73). El breve cuento "Death Metal", de Bisama, es la reflexión dramática y triste del pathos de una subjetividad provinciana (la provincia podría operar aquí como una metáfora del país) que presiente que lo real está siempre en otro lugar:

¿A quién se le ocurre ir a poner una bomba en bicicleta? ¿A quién se le ocurre leer el Necronomicon fotocopiado? ¿A quién se le ocurre quemar una cabeza de chancho en la punta del cerro? ¿A quién se le ocurre irse del pueblo a la universidad y dejar la universidad? ¿A quién se le ocurre comer tallarines con carne de soya? ¿A quién se le ocurre querer destruir el Estado? ¿A quién se le ocurre vivir en una casa okupa? ¿A quién se le ocurre quedarse en cuclillas en la oscuridad mientras explica en qué se convirtió su vida? ¿A quién se le ocurre armar una bomba en la calle? ¿A quién se le ocurre pedalear con una mochila llena de explosivos en medio de las sombras? (Los muertos 150)

Este pasaje da cuenta de la incertidumbre de una subjetividad que aún no sabe cómo ha llegado hasta el presente en el que habita. Personajes sin verosímil, rememorando un pasado que no termina de convertirse en historia; existencias que no habría cómo contar, porque provocan preguntas que no hay cómo responder. En cierto modo, se podría decir que el personaje de "Death Metal" busca "una salida". Probablemente en los 70 y en los 80 se habría leído aquello como escapismo. Sin embargo, lo que leemos hoy aquí es una subjetividad que se constituyó siendo expulsada de por la "realidad": "Si algo había que aprender, no lo aprendimos" (Zambra, Formas 18). Entonces, se trata de sujetos buscando una entrada en lo real, eso de lo cual tuvieron noticia siempre como estando en otro lugar, más allá del intrascendente universo en el que nacieron a la vida del yo autoconsciente.

No leemos esta literatura como siendo la "expresión" de una época, como si –trascendentes a las novelas que hemos analizado– existiesen ciertas claves que permitirían comprender aquella escritura haciéndola pertenecer por entero a un determinado tiempo. Lo que nos hemos propuesto es más bien pesquisar en esta narrativa los conceptos fundamentales a partir de los cuales es posible reflexionar el tiempo que hoy vivimos. Es decir, conceptos tales como memoria, pasado, acontecimiento y cotidianeidad son narrativamente reflexionados en las novelas de algunos de los escritores que han nacido a la literatura en este siglo. De aquí se siguen los rendimientos teóricos que surgen de su lectura. Pensamos que, lejos de hundirse esta literatura en las incertidumbres del presente que las hizo nacer, lo que ocurre más bien es que aquella escritura comporta –aunque por ahora nos parezca paradójico– lo que habrá de ser la trascendencia de nuestro tiempo.

 

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