Alcances y dimensiones del plagio en la narrativa de Alberto Laiseca: alrededor de Por favor ¡plágienme!1

 

Carlos Fernández González
Hankuk University of Foreign Studies
cfernandezgonzalez@gmail.com

 

Resumen / Abstract

A través de la lectura crítica de Por Favor ¡Plágienme! (1991), texto clave para la comprensión del universo estético y creativo de Alberto Laiseca, este artículo plantea reflexiones sobre el enfoque singular que su obra narrativa aporta al problema del plagio en la literatura contemporánea y postula, al mismo tiempo, la posibilidad de pensar la obra de Laiseca en tensa –y paródica– relación con la tradición literaria argentina y su canon. Esta lectura permitirá operar críticamente sobre el dispositivo central de la literatura laisecana, que consiste en desestabilizar los discursos teóricos disponibles sobre aspectos aplicables a su poética, como el del horizonte conceptual del plagio. Desde aquí se volverá posible pensar en los motivos por los cuales una crítica literaria hegemónica tiene hasta el momento poco diálogo con la obra de quien es, sin embargo, uno de los autores contemporáneos más prolíficos de la literatura argentina.

Palabras clave: Alberto Laiseca, Por Favor ¡Plágienme!, plagio, parodia, tradición.

Through the critical reading of Por Favor ¡Plágienme! (1991), a key text for understanding the aesthetic and creative universe of Alberto Laiseca, this article enquires into the unique approach that his narrative opens to the issue of plagiarism in contemporary literature. The article also postulates thinking Laiseca’s work in a tense –and parodic– relationship with the Argentinian literary tradition and its canon. This reading will operate on the central device of “Laisecan” literature, which consists on destabilizing available theoretical discourses over aspects that can be applied to his poetics, as the conceptual horizon of plagiarism. From here it will be possible to consider why a hegemonic literary criticism has had little dialogue with the work of someone who is, however, one of the most prolific contemporary writers of Argentinian literature.

Key words: Alberto Laiseca, Por Favor ¡Plágienme!, plagiarism, parody, tradition.

 

Alberto Laiseca es autor de una obra vasta y compleja que trasciende las fronteras de la literatura y que, incluso en esta esfera, propone un desafío evidente en su clasificación. Sin embargo, la bibliografía disponible sobre toda esa obra resulta sorprendentemente escasa y, desde hace muchos años, parece continuar en germen. La mayor parte del trabajo crítico sobre la obra de Laiseca se disemina en artículos breves, ponencias, prólogos, reseñas y entrevistas con el autor. La desproporción entre sus veintiún libros publicados –entre los que destaca Los sorias, la novela más extensa de la literatura argentina– y la dispersa y disgregada obra crítica sobre su literatura da cuenta de un problema que recae, precisamente, sobre la crítica, a la que cabría preguntarle en qué medida ha contribuido a construir una legibilidad para un autor del alcance y la importancia de Laiseca, destacado por grandes figuras de la crítica y de la literatura argentina como Beatriz Sarlo, César Aira, Rodolfo Fogwill, Juan Sasturain o Ricardo Piglia y, sin embargo, nunca objeto de un trabajo concienzudo sobre los problemas complejos y proliferantes que, a modo de desafío, insisten en desprenderse de su innovadora producción literaria.

La obra de Alberto Laiseca comienza a ser publicada en 1973, en el diario La Opinión de Buenos Aires del 19 de agosto, donde aparece el cuento “Mi mujer”. Allí, además de las primeras referencias explícitas al tema del plagio, hay algunas escenas que ponen en marcha un sistema de variantes del plagio como operación creativa –oxímoron que forma parte, a su vez, de una serie de oxímoron diseminados por la obra de Laiseca, entre los que destaca el de “realismo delirante”–, que nos hará reconsiderar, a la luz de una lógica discursiva de la singularidad de la de Laiseca, diferencias y articulaciones entre términos en ocasiones aparentemente próximos y en otras aparentemente distantes entre sí: plagio, homenaje, parodia, canon, tradición u originalidad, entre otros. En este panorama general, Por Favor ¡Plágienme! se presenta como un punto de radicalización del interés que Laiseca ha venido mostrando por el plagio y sus variantes desde su primer relato publicado y, en consecuencia, a lo largo de este trabajo su análisis nos permitirá construir hipótesis de lectura en relación con el plagio y la creación extensibles al resto de su obra.

Más allá de incursiones breves y aisladas como la del cuento mencionado, se puede decir que la gran obra literaria de Alberto Laiseca comienza en 1976 con la novela breve Su turno para morir, texto que fluctúa entre el género policial y su propia parodia, ya con elementos de lo que después se consolidará como realismo delirante, marca distintiva de la poética del autor, y continúa en 1982 con el libro de cuentos Matando enanos a garrotazos y la novela Aventuras de un novelista atonal. Poemas chinos, de 1987, introduce acaso la variante aislada más notoria en su obra, puesto que no ha vuelto a incursionar en este género. En 1989 se inicia un ciclo intermitente de novelas de temática histórica con elementos anacrónicos y absurdos, que Rodolfo Fogwill denominará “novela ahistórica”: La hija de Kheops (1989) y La mujer en la muralla (1990), que guardan una línea de continuidad, desde este enfoque histórico y delirante, con Las cuatro torres de Babel, de 2004, e incluso con la novela inédita La puerta del viento, acerca de la cual el autor anticipa que trata sobre la guerra de Vietnam, y de la que leyó algunos fragmentos en la Feria del Libro de la provincia de Mendoza en 2012. Por Favor ¡Plágienme!, libro eje del presente trabajo por explicitar en un aparente registro ensayístico las virtudes del plagio, así como por desarrollar una suerte de tipología conceptual de los distintos tipos de plagio posibles y de su relación con la creación o con la esterilidad creadora, se publica en el año 1991, antes de los dos textos de mayor relevancia para quien pretenda estudiar el universo de variantes de la literatura laisecana: El jardín de las máquinas parlantes (1993) y Los sorias (publicada en 1998 pero inédita durante alrededor de veinte años). La novela breve El gusano máximo de la vida misma (1999) y el libro de relatos breves Gracias Chanchúbelo (2000) ratifican las obsesiones del autor por el poder y el sadismo sexual, y Beber en rojo (Drácula), también publicada en el año 2000, perfecciona un aspecto asimismo central en los temas laisecanos: el monstruo como figura marginal y la marginalidad como problema estético, político y social (marginalidad que toca en algunos de sus problemas al del plagio, como se abordará más adelante). La obra del autor se completa con el libro de cuentos En sueños he llorado (2002), la antología de relatos propios y ajenos Cuentos de terror (2003), el libro Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003), que tensa los límites entre los géneros de cuento y novela, la novela Sí, soy mala poeta pero... (2006) y el Manual Sadomasoporno [Ex Tractat] (2007), que en conjunto centran el flanco sádico-porno-humorístico de la poética del autor en otra de sus zonas temáticamente más prolíficas. Por último, en 2012 se publica El artista, libro basado en (pero al mismo tiempo totalmente independiente de) la película homónima en la que actúa de protagonista, y cuyas implicaciones con el problema del plagio y las tensiones que genera formarán parte de nuestro recorrido. En 2011 se publicaron en un solo volumen los Cuentos completos, reuniendo los títulos de las obras de relatos ya aludidas aquí junto a textos dispersos no editados en libro (como el mencionado “Mi mujer”). Muchos de estos títulos se encuentran actualmente en proceso de reedición, y la de Por favor, ¡plágienme!, publicada en 2013, es precisamente la más reciente.

Como puede desprenderse de los giros necesarios para señalar particularidades generales en la enumeración de sus publicaciones, la obra de Laiseca transcurre en un equilibro cuidadoso y con lógicas propias entre temáticas y motivos continuos, por un lado, y ocurrencias que ponen en jaque aquello que, como críticos, instalamos con mayor o menor conciencia en ciertas lógicas oficiales de lectura. En este sentido, por una parte, la obra de Laiseca construye retornos al interior de sí misma, un sistema de temas, de personajes, de frases y de presupuestos de alcance amplio y sorprendente, tales como los particularmente referidos al plagio; por otra parte, sin embargo, una lectura orientada al exterior, con vistas a la tradición de la literatura argentina, permitiría considerarla una obra en general contracanónica, que no dialoga, al menos ni honda ni sistemáticamente, con los centros canónicos de esa tradición.

De la posibilidad de doble lectura que acabamos de plantear, sin duda provocada con premeditación y anticipada por el autor al pensar en su lector modelo, surgen, consecuentemente, algunas cuestiones de relevancia en nuestra interpretación crítica. Si, a su modo particular, Laiseca aborda el problema y el ejercicio del plagio, ¿a qué tradiciones se dirigen esos plagios?, o, dicho de otra forma, ¿con qué tradiciones se relaciona la obra de Laiseca? Y, con respecto a una derivación que a la vez nos excede y nos concierne, ¿en qué medida puede advertirse, en el trabajo en y sobre el plagio de Laiseca, esta tensa des-relación con el canon de la literatura argentina, a la que prácticamente no se remite? Esto último nos conduce a la pregunta por las relaciones entre el plagio y el canon en el que se inscribe o se des-inscribe la obra de un autor. Las distinciones conceptuales que haremos a continuación pretenden, a partir de la problemática del plagio en la poética laisecana, colaborar en la construcción de una posibilidad de lectura e interpretación general de su obra y, puesto que, como afirma Ricardo Piglia, “el repertorio de lo que llamamos literatura argentina no forma parte del horizonte de Laiseca”, explorar las consecuencias de escribir con “otros escritores y otras tradiciones en la cabeza” (7).

 

ALREDEDOR DEL PLAGIO

Recorrer el tema del plagio abre en principio la posibilidad de dos caminos: en primer lugar, como un tema centrado –o centrable– históricamente en escuelas que, desde las vanguardias de principios del siglo XX, pasando por los Festivales del Plagio de Londres en 1982 y llegando a la actualidad, afinaron una apología y unas técnicas confluyentes con la aparición de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación; en segundo lugar, puede –y cabe– pensarse el plagio como problema transhistórico, como un asunto que, desde la Antigüedad clásica, ha tenido teorizadores, “casos”, defensas y rechazos sustentados en las representaciones sociales y en el estatuto jurídico y ético de las actividades plagiarias. El plagio, como poética apropiacionista (“plagiarismo”), ha sido reclamado explícitamente –aunque no excluyentemente– “por distintos movimientos hispánicos e internacionales de la vanguardia poética y artística, y [es] posible encontrar intereses e influencias comunes entre todos ellos” (Perromat Augustín 692). En este sentido, y casi en forma paralela a lo que María Teresa Gramuglio piensa para la categoría de “realismo”, existe la posibilidad de pensar el tema del plagio como “actitud” general y transhistórica, o bien como “movimiento” más o menos programático e históricamente específico.

Los dos recorridos sugeridos se circunscriben a un abordaje del plagio como actitud y práctica artística; sin embargo, esta circunscripción es del todo engañosa en la medida en que “lo artístico” es una noción a su vez histórica y mutable, en ciertos casos o períodos con tendencia a una fusión con otras nociones (como las de política, sociedad o religión, cada una acentuada en momentos históricos particulares), y en otros casos con tendencia a una autonomía que permite pensar sus articulaciones con otras esferas sociales de modos distintos. Esto comienza a ofrecer para el plagio un compás muy amplio de relaciones e implicaciones que da paso fundamentalmente a la esfera jurídica, que desborda el hecho literario como tal aunque comparta con él, desde un horizonte moral, algunos presupuestos, centralmente el de las valoraciones del dolo, es decir, de la conciencia de acto ilícito por parte del plagiario en el acto de plagiar. Por otro lado, el problema del plagio, mirado más de cerca, es también parte del problema de la definición de la literatura, de los límites del discurso literario y de la (id-)entidad tanto del arte en general como de las obras en particular, y, más restringidamente, de la relación entre autor y obra, pero también, inevitablemente, entre autor y discurso. Entre los temas de carácter específicamente artístico-literario, el plagio implica asimismo pensar en el problema de la tradición, en la tradición como problema, en las heterogéneas opciones textuales de reconocimiento interautoral, en la validación del patrimonio cultural, en el pasado del que abreva todo artista, en las influencias y en el canon y, desde allí, en problemas más específicos como la intertextualidad, el valor del homenaje en esa relación intertextual, la cita, la ironía en el calco sin entrecomillar, la parodia o el guiño. Todo ello sin mencionar términos propios de distintas voces críticas que cobran asimismo relevancia, tales como los de mimotexto, lipograma, pastiche, alusión, apropiación, autoplagio, déjà lu, cryptomnesia y otros, y sin referirnos todavía a términos que serán abordados en el próximo apartado, vinculados a una terminología propia de Por Favor ¡Plágienme!, el texto laisecano que aquí fundamentalmente nos ocupa. Los matices son cuantiosos y sus vinculaciones con el plagio, como término problemático y condensador, son delicadas hasta la indeterminación.

Harold Bloom ha sido, tanto en La angustia de las influencias como en El canon occidental, uno de los teorizadores que con mayor énfasis ha intentado construir una teoría que distinguiera el plagio de la influencia, en un sistema de relaciones entre el escritor y la tradición canónica en la que este se inscribe. Sus dos textos, y toda su reivindicación del “genio shakespeareano”, en la que aún insiste, guardan estrecha relación con lo que podríamos conceptualizar como una originalidad en la influencia, como una novedosa incursión de lo nuevo en diálogo criminal con textos canónicos precedentes. El diálogo criminal, concepto que puede parecer algo licencioso, guarda aquí estricta relación con las imágenes acuñadas por Harold Bloom: sus categorías de clinamen y tésera, sobre todo, enmarcadas en aspectos insoslayables por –aunque bien diferenciadas en su sentido final de– el relato freudiano del complejo de Edipo, construyen una representación agonística del escritor del presente (al que Bloom denomina “efebo”) con las grandes influencias del pasado, es decir, con los padres muertos de la cultura viva (a los que Bloom llama “poetas fuertes”). En estos dos conceptos se representa la influencia como una “angustia” que debe ser capitalizada en el nacimiento genuino de lo propio, después de la conciencia de que eso, que se creía propio, se descubre ajeno. Así, esa conciencia, que es la conciencia de la angustia, es, al mismo tiempo, motor de una creación crítica, por nacer de una crisis. Este complejo estado de cosas que Bloom traza en La angustia de las influencias puede leerse desde la perspectiva de nuestro trabajo como una zona rica en distinciones implícitas entre creación y plagio, o más bien en el desvío brusco –pero no total– como desestabilización del plagio ingenuo, de la creación que no sabe que está siendo creada por la tradición. Así, el clinamen es “una instancia de revisionismo creador” (53), que Bloom toma de Lucrecio en la siguiente representación: “Cuando los átomos caen directamente hacia abajo por su propio peso a través del espacio vacío, en ciertos momentos y lugares indeterminados se desvían bruscamente una nada con respecto a su curso, pero lo suficiente para poder llamar a esto un cambio de dirección” (55). En la acuñación del segundo concepto, Bloom mantiene el gesto: “En el sentido de eslabón que completa, la tésera representa el intento de cualquier poeta posterior para persuadirse a sí mismo (y a nosotros) de que el Mundo del precursor estaría desgastado si no fuera redimido por el efebo y convertido en un Mundo nuevamente llenado y ampliado” (80-81). Ambos conceptos ratifican el énfasis en la diferencia, en el marco de un pasado que fuerza al escritor incipiente a la repetición. Es esta lucha la central, y es este intersticio entre la continuidad y la ruptura (desviarse del pasado bruscamente una nada, redimir la tradición con la nueva creación) el que Bloom instala como un conjuro contra la repetición. Desde esta perspectiva, el plagio se percibe como un término pluriforme, histórico, relativo a esferas de la cultura artística y extra-artística y de una enorme pregnancia en fronteras con otras discusiones de larga tradición.

Kevin Perromat Augustín dedica una sección de su extensa y minuciosa investigación sobre el plagio en las literaturas hispánicas a los discursos y a las representaciones del plagio. En ella, a partir de un seguimiento léxico que da cuenta de las implicaciones sociales y culturales específicas de los valores que entran en juego en cualquier apostilla que recaiga sobre el plagiario, el autor construye una zona de discursos a favor y en contra del plagio en la que nos detendremos para, posteriormente, pensar allí la compleja posición laisecana. De acuerdo con Perromat Augustín, y para acentuar el carácter múltiple de lo que está en juego en una acusación de plagio, la acción de plagiar otorga al inculpado una condición casi ontológica: la de “ser plagiador” o “plagiario”. Este deslizamiento de la acción cometida al estatuto ontológico de quien la acomete es de gran relevancia, puesto que el problema pasa a involucrar a la figura del autor, que ingresa en un relato, en una representación que, a su vez, impacta en la obra hasta hacer que el estudio pase del análisis de “textos de su autoría” a la inquietud por resolver el problema de la autoría de sus textos. El acento se desplaza, y el relato crítico-legal pasa a incluir al autor como objeto de la representación. Veamos la curiosa descripción que recoge Perromat Augustín, y los elementos de representación de una villanía en la figura del plagiario: “Ser un plagiario equivale a ser un ‘falso autor’, a no tener voz, ni estilo literario; a no ser ‘nada ni nadie’, según la expresión de Julio Premat en referencia a la máscara peyorativa asumida por la tradición argentina a través de la identidad simbólica del plagio” (615). Esta construcción, bien mirada, queda muy cerca de (si no es ya) una posible autoficción, especialmente en cuanto el acusado se defiende, como ocurre en el caso de Por Favor ¡Plágienme!, de Alberto Laiseca. Inscritos los ensayistas –superpuestos en este libro– en el lugar políticamente incorrecto del apólogo del plagio, asistirán y harán asistir al problema del plagio en un ensayo ficcionado y apologético, en el que sus actitudes dudosas para con la autoría de lo creado (y para con el problema de la creación como autoría) dan una cierta cohesión a un libro que está desarmado y que tiene marcas de borrador. Podríamos señalar, en este sentido, que el problema del plagio es el problema del plagiario, en este flanco una especie de villano paratextual que, cuando responde, responde como tal indefectiblemente, apólogo o esquivo, pero siempre acusado y, por lo tanto, siempre creado bajo un discurso marginalizante, como nos permite comprobar la cita anterior. Su propia etimología, que el ensayista laisecano retomará en Por Favor ¡Plágienme!, da comienzo a la otrificación del plagiario, a la representación del plagiario como autor de ilícitos, ya que desde la antigüedad latina el plagiario es el “ladrón de esclavos” y, en su acepción artística, pasa a ser un “ladrón de libros”, nueva imagen del viejo motivo de la usurpación. Asimismo, el plagio, en su representación, pone a su autor, el plagiario, en un lugar heterogéneo como acusado, puesto que, si como fue señalado, los alcances del plagio son múltiples, también lo serán los alcances de la acusación: el plagiario está entre el ladrón, el defraudador, el mentiroso, el envidioso, el perezoso y el vanidoso. Las resonancias teológicas de esta adjetivación tienen su origen en El hombre de letras, del jesuita Daniello Bartoli, libro publicado en 1645 y uno de los primeros que trata en detalle al plagiario como apólogo del pecado, en una orientación que, de nuevo, y respaldando nuestro seguimiento, va del acto de plagiar a la figura del plagiario. En las representaciones vinculadas con una reivindicación del plagio, el plagiador puede convertirse incluso en héroe, que puede representar, en una modernidad sobre la cual se asienta la Convención Universal sobre Derecho de Autor de 1952, los valores representativos de una sociedad que no quiere propiedad privada sobre bienes de patrimonio universal como el arte, o que, siendo el lenguaje, ya, patrimonio de la humanidad, advierte que hay en la preservación de los derechos de autor una serie de restricciones legales sobre un bien colectivo. En este sentido, el problema del plagio involucra el problema del patrimonio cultural, y el plagiario encarna unos valores políticos y económicos representativos de quien es el otro de la hegemonía en un sistema del acopio y de la protección de los bienes a partir de la propiedad privada; y aquí se vuelve relevante que, en la mencionada Convención Universal sobre Derecho de Autor de 1952, haya sido precisamente la Unión Soviética, ese otro del capitalismo global en el que se enmarca la Convención Universal (la Guerra Fría es insoslayable aquí), la que haya introducido un artículo que relativizara los derechos de autor para el caso de las traducciones, contribuyendo a la apertura de la difusión del saber.

Como señala Perromat Augustín, las apologías del plagio aparecen con mayor frecuencia en las representaciones ficcionales y en los discursos poéticos actuales. Es en las obras de ficción donde el autor pone el foco central de su investigación, y, más específicamente, es en las obras metaficcionales en las que aparecen estas apologías. Autoficción y metaliteratura: dos categorías que confluyen en el procedimiento central de volver difusas las fronteras del “pacto de lectura” a partir del cual ficción y realidad eran campos nítidamente delimitables. En una zona de fronteras por lo tanto difusas entre ficción y realidad, se mezclan las apologías del plagio en la ficción con las apologías del robo de la autoría en la realidad, además de volverse, en las apologías meta y autoficcionales del plagio, confuso el propio carácter del acto oprobioso, en la medida en que cada acto de creación, en sus complejas relaciones con la Historia, puede ser también, aunque calque una obra precedente, percibido como creación en el calco y sus implicaciones. “Pierre Menard, autor del Quijote”, de Jorge Luis Borges, continúa siendo el texto central sobre este problema, y nótese de paso que el acento del título de este relato –y el propio relato– está puesto sobre la figura del “autor”. Un “ilícito” reivindicado pasa a ser una causa, es decir, se desplaza del relato jurídico al relato político, y aquí se tejen las primeras líneas de la representatividad del héroe: la reivindicación de una postura frente al arte se transforma en una reivindicación eminentemente política.

 

UN INTERSTICIO: CUESTIÓN DE FORMAS

Entre el discurso reivindicador del plagio y el que lo rechaza existen zonas discursivas que introducen, a partir del problema de cómo se toma de la tradición, un matiz entre el abrevar y el robar. Desde este lugar, se percibe entonces el plagio como una determinada relación con la tradición en la que se opera ilícitamente pero en una diferencia con la creación que no es de especie, sino de grado. El concepto general presupone que la invención plena es absolutamente imposible e insta a preguntarse, en consecuencia, cómo tomar de la tradición. El arco se abre así desde la influencia al plagio.

“Escoger” y “saquear” son, en el siguiente ejemplo, verbos de relevancia capital. Mientras en el saqueo impera lo indeterminado, la no selección, e incluso lo brutal y lo arrasador, otro ritmo y otra política parece haber en el acto de escoger. De acuerdo con la afortunada imagen de Séneca, el escritor debe proceder como las abejas, escogiendo lo mejor de cada flor, y no como las hormigas que saquean todo lo que encuentran. El éxito de la metáfora, que identifica positivamente al escritor con la abeja, se completa con la identificación negativa de plagiario y hormiga: si bien el horizonte de acción es el mismo en ambos casos, lo que convierte a los dos insectos en especies igualables en la necesidad de subsistencia (de ahí que las diferencias sean de grado, más allá del modelo que propone el ejemplo de Séneca), el modo en el que uno “escoge” y el otro “saquea” hace del uno un artista y del otro un autómata. Esto sitúa la representación del plagiario en un lugar bárbaro donde no rige el principio de selección, próximo a lo irracional y a lo inhumano.

Hay algo de azaroso en el plagiario, de acuerdo con este tipo de representaciones, que lo convierte en mero superviviente, es decir, en una criatura entregada a lo mínimo pudiendo aspirar a lo mejor y, por ello, cercano a la mediocridad. ¿Cuáles son los límites entre la selección y el saqueo? ¿Cuándo el saquear debe ser tomado como saqueo y cuándo como acto de otra inspiración, en forma de homenaje2 o parodia, términos que expresan modalidades alternativas que postergan lo que jurídicamente denominamos dolo? Si la diferencia es de grado, los matices aumentan hasta volver difusa la distinción; si la diferencia, en cambio, es de especie, como parece querer estipular el Derecho a partir de convenciones cuyo valor de verdad es cuando menos dudoso, las fronteras sin duda se esclarecen, pero al precio de alejarse de criterios consistentes3. En este sentido, y desde un punto de vista teórico, especialmente problemática resulta la cercanía entre el plagio y la parodia, cercanía que, por otra parte, desde un punto de vista práctico –bien lo sabe Laiseca– puede resultar especialmente productiva. Desde su origen etimológico, el concepto de parodia nos habla de una obra que se refiere a otra obra, a la que imita y critica distanciándose de ella. De acuerdo con Linda Hutcheon, la parodia “is repetition with difference”, y la distancia entre el texto parodiado y el nuevo texto que lo incorpora viene a menudo marcada por la ironía (A Theory of Parody 6). Para ella, la parodia “representa a la vez la desviación de una norma literaria y la inclusión de esta norma como material interiorizado” (“Ironía, sátira, parodia” 177). Para nuestro específico interés, se advierte el hecho de que la inclusión de la norma como material interiorizado puede quedar en el indistinguible intersticio entre el plagio y la parodia, o ser, de hecho, ambos artificios al mismo tiempo.

 

LA SOFISTICACIÓN DEL SAQUEO EN LA NARRATIVA LAISECANA

Las discusiones sobre grado y especie obedecen al presupuesto sostenido en el apartado anterior, esto es, aquel que sugiere que selección es escritura y saqueo es plagio. La debilidad de esta equiparación, atribuida a Séneca y sostenida por una larga tradición de representaciones sobre el plagio, reside en que a esa imagen del saquear se le escapa la posibilidad de hacerlo indiscriminadamente pero de forma a tal punto sofisticada y sutil que pase por acto de abeja. En este sentido, el plagio, desde algunas zonas de la literatura laisecana, se asocia con una labor superior a la creativa, ya que, como advertiremos, aquello que se le pide a la creación está, con toda evidencia, en el acto plagiario: imaginación, astucia, creatividad, intuición artística y relación con la tradición.

El texto El artista (2010) funciona como una versión libre, y del todo autónoma, de la película homónima de 2008 que el propio Laiseca coprotagonizara junto a Sergio Pángaro. Esta especie de novela está muy próxima en su lenguaje al del guión cinematográfico pero con la desconcertante diferencia de que, en este, el narrador se convierte en un mero testigo de la autonomía de sus propios personajes, tomando la distancia necesaria como para, por ejemplo, juzgarlos. En la novela, como en la película de la que parte y de la que se distancia, los ejes son el reconocimiento social de las obras de arte (en este caso de las artes plásticas) y el problema del plagio. Aunque resulten dos aspectos distintos, confluirán en la medida en que consideremos la actitud plagiaria como una búsqueda de reconocimiento social. Si lo que se “roba” es la autoría de una obra, también se roba el reconocimiento del público para con esa obra y, por consiguiente, para con el artista4. La película pone en escena a un enfermero (Sergio Pángaro) que cuida a un anciano (Alberto Laiseca) y que advierte las dotes artísticas del postrado paciente, que solo dice la palabra “pucho” para pedir cigarrillos pero que pinta cuadros que son arrolladoramente exitosos en una fauna de agentes, cuidadores, críticos y público siempre puestos en un mesurado ridículo. El enfermero firma las obras del anciano inmóvil como suyas. El libro de Laiseca, por su parte, utiliza las estrategias de la literatura para construir los pensamientos del anciano y del enfermero, es decir, para llenar los silencios que deja la película, en una zona donde se explotan más y mejor los problemas y las reflexiones sobre el plagio. Las representaciones del plagiario son aquí evidenciadas desde su patético lugar de hombre cómodo (recordemos que la adjetivación basada en las impugnaciones de Daniello Bartoli incluía la pereza): “Estoy por llevar algunas cosas de Romano [el anciano representado por Laiseca] a una galería [de arte contemporáneo]. Voy a decir que son mías para que todo sea más fácil y no tener que andar dando explicaciones” (19). Este cinismo –o, si se prefiere utilizar una jerga jurídica, la evidencia de dolo en el ilícito acto plagiario– es abordado por el narrador desde un matiz que sobrepasa el mero delito, sea jurídico, moral o de ambos tipos, y que construye una representación ligada a lo esquizoide. En la escena en la que el plagiario le muestra a su vecino fotógrafo sus obras para que las fotografíe con el fin de presentarlas a una agencia, se lee esta intervención del narrador:

A medida que sacaba fotos el asombro del vecino crecía:

—Che, están buenos en serio, ¿eh? Sos un tapado, vos.

Con la esquizofrenia propia del plagiario, Ramírez se puso orgulloso. En ese momento, a causa de su personalidad chasco, sentía que la obra era, efectivamente, suya (23-24).

Esta cita pone de manifiesto algo de una relevancia y de una singularidad sin precedentes en la bibliografía consultada sobre el plagio: el enfoque del plagio desde la dimensión subjetiva del plagiario. Este particular enfoque, que solo puede ser realizado de este modo por un narrador omnisciente como el que se encarga de desarrollar los acontecimientos de El artista5, se desentiende prácticamente de todas las líneas teóricas trazadas en nuestro apartado teórico y pone al plagiario, además de en su representación ya conocida, en una dimensión desde la que tiene algo de inimputable, al menos en la fantasía –llevada demasiado lejos– de que lo plagiado sea realmente del plagiador. Este movimiento, que parte sin duda de la mala fe, del dolo, abre, en esta zona de enajenada fantasía, un espacio amoral que es puro placer imaginario, puro deleite en la irrealidad: “Ramírez sonrió sacando plumas. La característica de la esquizofrenia plagiaria es que se lo cree todo. ¿Cómo organizo yo las cosas en mi cabeza para sostenerme? Muy sencillo: a mí qué me importa si total estoy loco” (28). Esta representación incluye entre sus implicaciones la posibilidad de leer el plagio como alienación, como acto alienante llevado a cabo por un alienado. Como si hacer de uno lo del otro tuviera una dimensión en la que uno necesitara ser otro para volverse el otro. Este mimetismo, relevante también desde una lógica psicoanalítica (“el deseo del hombre es el deseo del otro”, dice Lacan), no se deja atrapar por las consideraciones más generales sobre plagio, aunque haya también una gran ridiculización del plagiario en esta novela, precisamente por los flancos por donde se percibe mucho antes su estupidez que su culpabilidad. Al indulto moral, o a la minimización de la condena moral del plagiario, se contrapone una feroz ridiculización desde lo intelectual, desde la “brutez”, término que aparece en el texto y que no remite a la instrucción o al saber, sino más bien a una suerte de alienante banalidad.

De la última observación surge tal vez la posibilidad de pensar en la figura del plagiario como un otro (sin abandonar la clasificación de los discursos a favor y en contra del plagio propuesta por Perromat Augustín) alienado que “no mira, ni escucha, ni aprende” (Laiseca, El artista 67). Ciego, sordo y algo autómata (en los tres casos, de nuevo cerca de la imagen de la hormiga) o acaso tonto, el plagiario no selecciona: como diría Séneca, saquea y arrasa. En esta representación, del todo negativa, se pone en escena el primer elemento de una tipología y de una lógica singular del plagiario en Laiseca, pues en su libro central sobre el plagio, Por Favor ¡Plágienme!, uno de los ensayistas desarrolla una clasificación de tres tipos de artista, que comienzan a superponerse y a desarrollar dimensiones distintas de las pensadas en nuestros apoyos teóricos: el plagiador (en el que cabría el personaje de El artista), el creador y, finalmente, el fronterizo entre uno y otro. Y más adelante sofistica su propuesta, fiel al registro del libro, también fronterizo entre el ensayo y la ficción, o más específicamente entre la razón que guía la ley del género ensayístico y el delirio que obedece más bien a su poética, que él mismo denominó “realismo delirante”6. En esa versión “sofisticada”, la tipología es la siguiente:

Podemos dividir las formas estéticas en tres categorías: las formas plagiarias artísticas, las artísticas netas, y el arte-plagio: vale decir: la forma plagiaria impura o forma artística impura, si se quiere [...]El hombre que hace del plagio un sistema importante, procede de la siguiente forma: primero selecciona el material que va a plagiar, le extrae las ideas centrales y puntos artísticos que sostienen la obra, y los pulsa delicadamente hasta deformarlos. Luego de esto (lo más difícil) empieza a construir sobre, abajo y alrededor de la idea, una serie infinita de pequeñas creaciones y pequeños plagios en forma de niveles energéticos, separados discontinuamente. Estos pequeños plagios constan también, como los grandes sistemas centrales plagiados, de ejes [...] El segundo caso lo constituye, como dije, el creador. No caben dudas de que los creadores crean. La forma artística neta, pues, existe. Hay desde luego en toda obra, trazos ajenos pero esto no disminuye su nitidez. Es fácil aislarlos y ver la creación separada de elementos extraños [...] Pero con las terceras formas, las del artista impuro, ocurre que hay demasiado ajeno para tolerarlo dentro de uno [...] A la cabeza del artista impuro van, por ejemplo, cuatro o cinco ideas centrales: es necesario el acoplamiento discontinuo de todas sin que falte una, si se quiere obtener algo con sentido; pero de pronto (he anti-ahí) nota que la mayoría de las ideas que constituyen su obra, son imitaciones subconscientes. Ningún artista soporta la idea de saberse impuro. ¿Por qué no deforma como el plagiario las ideas centrales que le molestan? Ah: no puede; es honrado y, porque lo es, irá a parar a la cruz, pese a que estaría en mejores condiciones si decidiera transformarse en plagiario intencionado que este último (73-75).

La cita cobra, en toda su extensión, una importancia fundamental para nuestro trabajo. En primer lugar porque comienza a poner en evidencia lo que, en el libro El artista, ya habíamos señalado: la dimensión subjetiva en esa suerte de momento subjetivo del acto de plagiar. Así como en El artista el narrador señalaba la “esquizofrenia plagiaria”, aquí se recoge, desde la construcción de ese mismo momento amoral (es decir, independiente del dolo), esa especie de dimensión de la conciencia en donde las identidades de lo propio y de lo ajeno se confunden. Si en El artista el narrador lo asociaba con la esquizofrenia, en Por Favor ¡Plágienme! la relevante instancia del “artista impuro” será el foco de atención, y su lugar será el de la conciencia de haber cometido o de estar cometiendo “plagios subconscientes”. A diferencia del enfermero de El artista, este modelo de plagiario no es “bruto”: tiene otra relación con sus decisiones, en ningún caso deja entrar esa esquizofrenia señalada para el enfermero de El artista y el dolo –en el que se percata que está a punto de incurrir– es de un carácter artístico, mucho antes que jurídico (“ningún artista soporta la idea de saberse impuro”). Es una lesión a su propia condición de artista. Si decíamos para el caso del enfermero de la película que su modelo de plagiario necesitaba ser otro para volverse el otro, aquí, en el umbral de la decisión entre plagiar y crear, este modelo de artista impuro se inclina por seguir siendo uno, y esa tribulada honestidad (“¿Por qué no deforma como el plagiario las ideas centrales que le molestan? Ah: no puede; es honrado...”) lo convierte en el artista más conflictivo del modelo laisecano, pues “el artista impuro posee dos grandes jueces: los críticos [...] y su conciencia” (76).

No debemos olvidar, sin embargo, que este libro constituye un discurso apologético del plagio (desde su propio título) y que por esa razón incluye las tres formas (también la del plagio “inescrupuloso”) como artísticas. En este sentido, dentro de la apología, las razones por las que el “ensayista” (uno de ellos) puede inclinarse hacia un perfil u otro (perfiles técnico-metodológicos, como se advierte en la cita) están fuera de toda relación con el dolo y con la moral, y próximos, en su lugar, a la amoralidad o a una suerte de moral estética; es decir, habla de plagio como se hablaría de arte, y esto acerca este texto a la aseveración, algo borgeana, según la cual todo arte sería un subgénero del plagio. Nos acercamos así a una zona de consideraciones que tienen mucho más que ver con la poética particular de Laiseca que con el plagio como tema de amplio alcance.

Dos elementos, en esta dirección, son destacables en la cita. El primero de ellos, el hecho de que el “ensayista” discurra con especial interés en esta forma híbrida, la del artista impuro. Retomemos parte del fragmento con unas palabras antes omitidas y que ahora debemos incluir: “Pero existe una tercera clase, compuesta por fronterizos entre el plagio y la creación. Como en la locura” (72; cursiva mía). Detengámonos en la analogía entre esta condición intersticial y aquello que Laiseca llama, en sus declaraciones y también en su obra, “realismo delirante”. En su prólogo a la reedición de Por favor, ¡plágienme!, Hernán Bergara habla de una tendencia en la escritura de Laiseca:

Hacer que su discurso ficcional sea reversible: que sea también un discurso teórico-crítico de su propia ficción [...] son los propios procedimientos de la descripción, de la creación de imágenes, los que, además, están hablando de su propia poética. En En sueños he llorado (2004), por ejemplo, se describe así al personaje de Serov: “La suya era una locura inteligentemente conducida”, tensión de los términos funcional al concepto de “realismo delirante” que Laiseca funda [...] para referirse a su estilo (5).

Esta reversibilidad, en cierta medida próxima a la metaficción, esto es, al arte de problematizar sobre la propia ficción en ella, pone esa “zona fronteriza” en sintonía con la condición también fronteriza del “realismo delirante” laisecano: “El delirio, no el patológico que no me interesa, sino el delirio creador sirve también como la paradoja para ver a la realidad en la cuerda floja [...] El delirio construye, distorsiona, no aleja de la realidad: sirve para verla mejor y ése es mi método de realismo delirante”. La tipología, del delirio a la realidad, tiene como intersticio esta instancia de “realismo delirante”, poniendo tanto al discurso hegemónico de la realidad (“Creo en la verdad, creo en la realidad, pero siempre conviene ver a la verdad y a la realidad en la cuerda floja del delirio”) como al delirio patológico (“El delirio, no el patológico que no me interesa...”) en lugares inferiores respecto de aquel híbrido (Laiseca, “Sobre el realismo delirante”). Del mismo modo, en Por Favor, ¡Plágienme! se sostiene una clasificación en la que el plagiario impuro o artista impuro es un punto central en la problematización de quien lleva el discurso, y además con la misma zona de referencia: la locura. En este sentido puede decirse que Laiseca, con el guiño al hablar del artista impuro (“Como en la locura”), está dirigiéndose a su propia poética de realismo loco o realismo delirante, pues ese fronterizo que se evoca en el “ensayo” no es otra cosa que una invocación a su propio estilo de locura fronteriza del “realismo delirante”.

El segundo elemento que cabe destacar en la extensa cita precedente es el que allí hemos dejado como mera marca de elipsis, que ahora deberemos expandir: el de la extraña mención de “niveles energéticos”. Si se dejó esa marca en el corte de la cita fue para dejar constancia de una zona léxica que puede remitir tanto a la ciencia como a la magia, y que lleva, en su ambivalencia, el signo de una lógica interna de la narrativa laisecana: la de hacer coexistir planos del saber a menudo socialmente excluyentes (al menos excluyentes para la episteme occidental). Dice uno de los ensayistas de este libro: “En cualquiera de los cuatro reinos: el ético, el estético, el místico o el práctico, los plagios pueden ir desde la cita y la influencia beneficiosa, hasta el asalto con escalamiento y fractura” (64). El mismo tipo de superposición actúa permanentemente en Los sorias: “En los laboratorios de esta Monitoría, los sabios buscaban aleaciones mediante procesos mitad científicos y mitad mágicos” (578); “La magia es una ciencia, un sacerdocio, una vocación” (623). Estas superposiciones, que se enmarcan en la lógica descrita del “realismo delirante”, superposición próxima al oxímoron, se encuentran en las propias palabras de Laiseca. Valga como ejemplo la entrevista con Hernán Bergara registrada en su tesis de Maestría, en la que este le pregunta a qué le teme, principalmente, en el acto de escribir. La respuesta de Laiseca sigue la línea: “A los plagios astrales. Un solo plagio astral que tengas la desgracia de que te ocurra ya termina con tu obra: nunca más te van a pasar pelota” (“Los sorias, de Alberto Laiseca” 154). “Realismo delirante”, “plagio astral” o “artista impuro, fronterizo” son términos, en efecto, forjados en condición fronteriza, en el intersticio de lo pensable o, si se prefiere, en la inestable zona de contradicciones de lo que Occidente, su ciencia y su división de esferas del saber puede apenas pensar.

Advertimos, en este punto, que pensar el plagio en obras de Alberto Laiseca como Por Favor ¡Plágienme! o El artista conduce a una encrucijada: seguir hablando de plagio, a riesgo de volverse ciego a estas particulares lógicas internas mediante las cuales Laiseca hace partícipe al tema del plagio, o pensar la obra de Laiseca como un dispositivo que hace saltar el tema del plagio, que vuelve inadecuada toda estructuración del trabajo en relación con el tema del plagio, porque pasa a pensarse dentro de la lógica ficcional laisecana, de la que el plagio sería solo un motivo más. Que esto es así queda cabalmente demostrado desde el momento en que recordamos que Por Favor ¡Plágienme! es un texto que discurre a favor del plagio pero que, en última instancia, está proponiendo una poética de la creación a partir de tradiciones, de las que debe tomar sin discreción, pero a través de técnicas específicas como las que se señalan en la cita sobre la que acabamos de reflexionar. Este libro, que cuenta con dos partes, una “teórica” y otra “práctica”, en la que se supone que se aplicarán las teorías elaboradas en la primera parte en textos literarios particulares, nunca no es original. La brecha entre lo que el libro dice y lo que el libro hace es, afortunadamente, insalvable, o bien el concepto de plagio que se traza en la primera y heterogénea parte es hasta tal punto sofisticado en lo que propone para el oficio de plagiar, que se acerca palmariamente a una teoría de la creación, acaso a la más laboriosa de ellas, porque, precisamente, mezcla la depredación del plagiario con la capacidad selectiva del artista. Como si, matizando la zona borgeana de reflexión, “toda obra fuera compuesta mitad por creación mitad por plagio”. Desde esta zona intersticial enuncia el discurso laisecano, desde el plagio, hacia su propia poética.

 

EL PLAGIO COMO RELACIÓN CON LA TRADICIÓN

El discurso de Laiseca, en especial el desplegado en Por Favor ¡Plágienme!, termina con su dilución del concepto de plagio hasta fundirse, en su radicalidad castrense7, con términos afines tales como los de “cita” (12), “influencia” (20) o “repetición” (63), pasando por el de “reedición” (43) y llegando incluso al absurdo aparente y desestabilizador: “el gerundio es el plagio de los verbos” (39). El flanco relacionado con el amplio espectro del plagio que aquí se ensaya permite, por último, hablar de una de las implicaciones de estas referencias en la obra de Laiseca a tradiciones y ocupaciones que lo hacen, en el mapa hegemónico de la literatura argentina, un autor tan mencionado como marginal8.

Hemos abierto nuestro recorrido con una frase de Ricardo Piglia a propósito de Laiseca como autor en la tradición literaria argentina: su observación lo expulsaba de esta tradición, puesto que, según Piglia, que es acaso la figura crítica más influyente del siglo XX después de Borges en lo referido a la organización del canon argentino, “el repertorio de lo que llamamos literatura argentina no forma parte del horizonte de Laiseca: tiene otros escritores y otras tradiciones en la cabeza” (7). En su prólogo a Por favor, ¡plágienme!, Hernán Bergara realiza un cuidadoso revelamiento léxico de los términos con los que la crítica se refiere a la obra laisecana, precisamente para dar cuenta de la distancia que pone frente a su obra una crítica que no puede todavía pensarlo en relación con una tradición a la que le cuesta el diálogo con esta obra:

Juan Sasturain lo califica de escritor “raro”; Fogwill señala que Aventuras de un novelista atonal es una novela que milita en la “desobediencia al canon narrativo oficial”; Miguel Dalmaroni llama a la obra de Laiseca una “rara avis”; Flavia Costa habla de Laiseca como “erudito en cosas raras”. ¿No hay aquí un acuerdo tácito en referirse a la obra de Laiseca desde sus relaciones con tradiciones anómalas? Pues también lo hay en hacerlo desde sus relaciones anómalas con la tradición...” (11).

La hipótesis de Bergara, por lo tanto, no solo asimila la de Piglia sino que agrega la especulación sobre esta forma poco legítima de tomar una tradición hondamente legitimada. En Por Favor ¡Plágienme!, por ejemplo, Jorge Luis Borges, la figura canónica por excelencia de la literatura argentina, aparece, a partir de una serie de alusiones inequívocas, como personaje, y en la página siguiente se nombra a propósito de un comentario irrelevante para la secuencia narrativa. Esta mención, dislocada y marginal, de un autor central respecto del cual la tradición literaria argentina todavía busca desembarazarse para poder continuar escribiendo, puede prolongarse como línea hasta el sistema de objeciones generales que Laiseca dedica a los (escasos) autores de literatura argentina que menciona para marcar no su articulación con ellos, sino más bien su distancia: “Tengo una gran afinidad con Ricardo Piglia, César Aira y Fogwill, pero de todas maneras, algunos de ellos son un poco nihilistas, y yo no me permito el nihilismo” (“El conde Laiseca”). La cita anterior de Bergara encuentra en las declaraciones y (des)usos de la tradición argentina por parte de Laiseca un correlato ajustado, en la medida en que se trata de figuras rescatadas como marginales, tales como las de Leopoldo Marechal o Marcelo Fox, las cuales son nombradas desde un lugar más arraigado con su literatura. En cuanto a sus temas, ese lugar podría encontrarse, con su superposición del porno y lo naïf, del delirio y la ciencia, de la Historia y el futuro, en uno de esos espacios que la crítica ha decidido en ocasiones instalar –postergar– bajo el marbete de “lo posmoderno”9, es decir, en una zona indecidible para una crítica acostumbrada a una determinada relación con la tradición literaria, quizás una relación signada por la necesidad de hacer de esa tradición materia comunicable, y de la literatura en su totalidad algo susceptible de una pedagogía.

Que los vínculos de Laiseca con la tradición de la literatura argentina son, desde aspectos convencionales, poco transparentes y que, en efecto, “tiene otros escritores y otras tradiciones en la cabeza”, puede constatarse en las remisiones, también en un punto dispersas, nominales, meramente formales, al paso y distraídas (en irónico name-dropping), a Poe, Wilde, Ayn Rand, H. Rider Haggard, Sade o Wagner, y en sus aún más extrañas alusiones a Mozart (significante del que se ha apropiado para designar no ya al autor, aunque queden rastros de esa remisión, sino más bien a todo aquello que designa lo bueno, lo agradable, lo bien hecho). Esta alusión a tradiciones literarias cuyo impacto en la literatura argentina no ha sido tan profundo puede en ocasiones manifestarse en forma de plagio, como en el comienzo de Beber en rojo (Drácula), en cuyo primer párrafo se pone en evidencia un “plagio” del narrador de esta novela de “La caída de la Casa Usher” (7), mediante una nota al pie y a través del clásico mecanismo de la inclusión en ella de la versión original para que el lector repare por sí solo en el parecido. También puede advertirse en alusiones directas, tales como el injerto “Dos posibles finales para Berenice, de Edgar Allan Poe”, en el Manual Sadomasoporno [ex Tractat], o en sus propias declaraciones, en las que se declara admirador de “Oscar Wilde, en primer lugar, Edgar Allan Poe... una escritora norteamericana que murió en 1981, ella nació en 1905, era de origen ruso, nació en San Petersburgo. Adoptó el nombre de Ayn Rand” (Bergara, “Los sorias, de Alberto Laiseca” 143). En cualquier caso, estas relaciones con la tradición son, como se ha dicho más arriba, “informales”, en la medida en que no habría evidencia de una influencia cabal de Poe o de Rider Haggard en la obra de Laiseca, sino un tránsito muy específico de fragmentos de sus obras y de temas particulares que van a parar a la obra de Laiseca, más bien, como si este quisiera sentar su interés por estos autores, en una especie de homenaje. El caso de Sade sería, a pesar de las apariencias por el arraigo de Laiseca a temas sádico-pornográficos, similar, en la medida en que, si bien en gran parte de la obra laisecana hay sadomasoquismo y escenas de sexo sádico, el tono con el que se narran estas escenas es totalmente distinto del tono y de las búsquedas de Sade, y estarían más cerca de la parodia del autor francés que de una escritura bajo su influencia. En su prólogo a la reedición de Beber en rojo (Drácula), José María Marcos (2012) realiza un recorrido tentativo por estas “tradiciones laterales”que constituyen las grietas de la tradición hegemónica nacional argentina.

Resulta, en definitiva, desde los postulados de la tradición literaria, muy difícil “ubicar” la obra de Laiseca en diálogo con un horizonte definido de lecturas, y es este olvido voluntario y casi total de un pasado literario compartido el que lo sitúa en las antípodas del plagio. Si el plagio es, a su modo, al menos y en principio, un determinado vínculo con la tradición, la obra de Laiseca, que discurre sobre el plagio, parece especialmente ocupada en no dejar una sola marca significativa en su creación, más allá de las que él mismo domina y hace constar de forma, acaso, engañosamente explícita. Otra posibilidad de lectura frente a estas relaciones con tradiciones lejanas (tradiciones-otras para las pretensiones canónicas de la crítica argentina) encontraría fundamento en el hecho de que, entre lo que menciona Laiseca como influencia –tanto en sus textos como en sus declaraciones– y lo que escribe, la brecha desconcierta. Las influencias que Laiseca adopta (y, sobre todo, adapta) son indirectas y generales: en este sentido, las menciones elogiosas a Henry Rider Haggard o Mika Waltari en Beber en rojo (Drácula), o el guiño existente entre el cuento “La isla de los cuatro juguetes” en En sueños he llorado y el viaje al País de los Juguetes que Pinocho realiza en el cuento homónimo de Carlo Collodi, no parecen percibirse en su escritura en particular sino en su búsqueda general (de, por ejemplo, un texto entretenido), como señala en muchas de sus valoraciones positivas en entrevistas como la realizada por Guillermo Saavedra en 1993. Lo mismo puede decirse del carácter provocador de sus textos como tendencia general, o de la poética “clase b” que por momentos adopta su escritura: Laiseca, entrevistado en el tercer número de la publicación cultural argentina Oliverio, señala que sus “maestros siempre fueron provocadores” (17) en alusión a la obra de Marcelo Fox Invitación a la masacre. Son estos gestos, señalados aquí con fines meramente ilustrativos, los que permitirían leer a Laiseca desde textos no canónicos, alejados del interés del canon argentino de influencias literarias. Mencionarlos tiene como finalidad señalar las limitaciones de esa crítica, al tiempo que nos permite inscribir la obra de Laiseca en tradiciones que parecen invisibles únicamente para esa crítica, y entre las cuales podría considerarse todo lo inherente a su pasado personal como estudiante de ingeniería, cosechador de papas y empleado telefónico, así como su afición por (cuando no erudición en) la astrología y la magia, dominios que son, en su poética, prácticamente omnipresentes.

 

CONCLUSIONES

La biblioteca de Alberto Laiseca tiene todos sus libros forrados de papel blanco. Su explicación al respecto es ambigua: en ocasiones sostiene que lo hace para evitar el robo (“Me tomo cinco minutos”), para que no se sepa qué tiene; y en otras oportunidades señala que “los fantasmas no ven el blanco” (“La soledad”). En cualquier caso, parece tratarse de un mecanismo del engaño ante cualquier tipo de intervención sobre su biblioteca. Gesto fundamental en relación con lo que se ha venido problematizando, ya que es esa relación con la tradición la que lo deja en crisis con una crítica que gusta de articulaciones, es decir, que pretende ser institucional. El plagio, como se ha llegado a sostener hacia el final del presente trabajo, es ante todo una relación con la tradición, y el complejo tratamiento que Laiseca le otorga, apologético en una sofisticación que toda creación promueve, lo lleva a un efecto de originalidad radical que lo cerca, haciéndolo un autor solo mencionado y poco estudiado. El plagio como problema, en consecuencia, se transforma no solo en el reverso del problema de la escritura creativa, sino también en una parodia de la escritura canónica, en la medida en que, radicalizando sus relaciones con ella, mantiene sin embargo la conciencia inicial de las conveniencias de relacionarse con una tradición dominante, de ser parte de una historia, relativamente estable, de una literatura nacional. La escritura de Laiseca, por lo tanto, aparece como doblemente marginal, siempre de acuerdo con las lecturas y las correlaciones “obligadas” de cierto canon crítico: por una parte, en su apología del plagio, en lo que podría ser el elemento menos “maldito”, y en lo que incluso podría ir leyéndose en tiempos actuales como tema actualmente canónico; por otra parte, y aunque parezca un contrasentido, en su obediencia rigurosa respecto de ese inestricto manual del plagio que es Por Favor ¡Plágienme!, el ocultamiento de las evidencias de la tradición literaria de la que abreva para escribir, esto es, y en sus propios términos, el borramiento radical de toda huella de influencia o de lo que Laiseca ampliamente conceptualiza como plagio. Desde estos dos lugares, tanto el plagiario burdo como el plagiario perfecto corren al parecer análoga suerte: la de ser otro para la tradición dominante de una literatura nacional, condenado para siempre a su periferia discursiva.

Si, como dice Perromat Augustín, “el plagio, desde un punto de vista teórico, constituye un punto ciego, aporético, donde enmudecen las definiciones vigentes de autor, literatura o belleza” (691), y si, de acuerdo con la poética laisecana en Por Favor ¡Plágienme!, la creación es el arte de copiar bien –tarea para la cual hay que ser más que un artista: “Cualquiera puede crear. Plagiar es para los elegidos” (7)–, entonces también las definiciones dominantes de autor, literatura y belleza enmudecen frente al acto creador. El resultado probablemente sea este: que, frente a obras que proponen una irrupción en una tradición crítica definida y con una biblioteca más o menos estabilizada, sea esa crítica la que, muda en su contemporaneidad con la obra (lo contemporáneo es, en toda la fuerza de su presencia y de su presente, ilegible), no tenga una tradición de lectura para esa obra. De ahí las dificultades de este trabajo, y de ahí el desafío que supone una obra como la de Alberto Laiseca, consecuencia –también– de tradiciones marginales e inagotable en astucias.

 

NOTAS

1 This work was supported by Hankuk University of Foreign Studies Research Fund.
2 Encontramos un ejemplo célebre de disputa en las fronteras del plagio y el homenaje en los cruces entre Pablo Neruda y Vicente Huidobro alrededor –antes y después– de la edición del segundo número de la revista Vital, de enero de 1935, en la que Huidobro acusa a Neruda de plagiar un poema de Rabindranath Tagore, acusación que este último intenta neutralizar arguyendo en esa particular relación con la fuente un homenaje y, por lo tanto, la ausencia de dolo.
3 En la legislación argentina, los límites quedan arbitrariamente establecidos por el artículo 10 de la Ley 11.723: “Cualquiera puede publicar con fines didácticos o científicos, comentarios, críticas o notas referentes a las obras intelectuales incluyendo hasta mil palabras de obras literarias o científicas u ocho compases en las musicales, y en todos los casos sólo las partes del texto indispensables a ese efecto. Quedan comprendidas en esta disposición las obras docentes, de enseñanza, colecciones, antologías, y otras semejantes”.
4 En este punto, es interesante destacar que la propia aparición de Alberto Laiseca como actor en El artista, junto a su posterior “apropiación” narrativa de la película, “configura un momento clave de su canonización en la intersección del campo literario, los medios de comunicación y la cultura massmediática en Argentina” (Gómez y Conde De Boeck).
5 Asunto, aquí, curioso y complejo, ya que el narrador omnisciente está atestado de giros orales que son marca registrada del autor de la novela, Alberto Laiseca, personaje, a su vez, en la película: Laiseca, a través del narrador (y por momentos más allá del narrador), está narrando a un personaje al que ha encarnado en la película homónima.
6 En su prólogo a la reedición de Por favor, ¡plágienme!, Hernán Bergara sospecha del estatuto ensayístico que se le otorga al texto: “Por favor, ¡plágienme! ha sido encuadrado entre las publicaciones de Laiseca como el único texto ensayístico de su obra. La identificación con el ensayo aparece en la solapa de la primera edición de 1991 y en declaraciones del propio Laiseca, y entonces adquiere, sobre todo por saturación, este calificativo” (8).
7 En el discurso de Laiseca abundan giros que lo acercan a una parodia del discurso militar-dictatorial, aspecto que podría ser estudiado a partir de una frase de cabecera del propio autor que se manifiesta en toda su poética (“Soy un dictador frustrado”), y que, en el texto que principalmente nos ocupa, se manifestaría entre otros ejemplos con la palabra final de su primera parte: “Viktoria” (78).
8 Es asunto pendiente hacia un estudio de la crítica literaria argentina un trabajo atento sobre las características de esta hegemonía. Pero es evidente que, desde sus comienzos, la línea de la crítica literaria argentina que se ha impuesto como canónica promueve, desde Juan María Gutiérrez hasta Ricardo Piglia, pasando por David Viñas y llegando hasta Martín Kohan, una línea que prioriza sus relaciones con el Estado Nacional y su conformación histórica. En esta tradición, por ejemplo, toda una columna de grandes debates alrededor de la figura de Borges ha tenido que ver con sus relaciones con el Estado, es decir, con el vacío o la pregnancia política como posibilidades de lectura en su literatura fantástica.
9 Así, por ejemplo, el propio Perromat Augustín (572), quien agrupa bajo esta denominación, en una homogeneidad que lleva prisa, a autores como Laiseca, José Ángel Mañas, Edmundo Paz Soldán o Ulalume González de León.

 

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