AMÉRICA, LA POLÍTICA INTERNACIONAL EUROPEA Y LAS "RELACIONES DE SUCESOS" ESPAÑOLAS TRAS LOS TRATADOS DE WESTFALIA*

 

Jesús M. Usunáriz
Universidad de Navarra, España
jusunariz@unav.es

 

Resumen / Abstract

Después de las paces de Westfalia (1648) la rivalidad hispano-francesa perduró el resto del siglo, a pesar de la firma de diferentes paces y tratados. Esto supuso un progresivo giro en la política exterior española que buscó la alianza ofensiva y defensiva con sus antiguas enemigas, las potencias marítimas de las Provincias Unidas e Inglaterra. En este giro, la América española jugó un papel de gran interés no tanto por su implicación en los incidentes militares o por el envío de remesas para el sostenimiento de las guerras europeas, sino porque sirvió de moneda de cambio para que este giro diplomático tuviera efecto y pudiera servir de freno y contrapeso a la estrategia hegemónica de Francia. Este papel jugado por las Indias quedó reflejado en crónicas, panfletos y "relaciones de sucesos".

Palabras clave: América española, política internacional europea, 1648-1697, crónicas, relaciones de sucesos.

After the peace of Westphalia (1648) Spanish-French rivalry continued for the rest of the century, despite of the signing of various treaties of peace. This was a gradual shift in Spanish foreign policy that sought an offensive and defensive agreement with its old enemies, the maritime powers of the Netherlands and England. In this situation Spanish America played a very interesting role not for its involvement in military incidents or for sending precious metals for the support ofEuropean wars, but because it served as a bargaining chip and as a check and balance to the hegemonic strategy of France. This role played by the Spanish Indies was reflected in chronicles, pamphlets and "relaciones de sucesos".

Key words: Spanish America, European International Policy, 1648-1697, Chronicles, "Relaciones de sucesos".

 

El recurso a la publicación de las relaciones de sucesos para dar a conocer a la opinión pública los éxitos militares de la Monarquía, tiene un particular interés para el estudio de las relaciones internacionales. A través de estas publicaciones se llega a apreciar a veces de forma clara, otras más sutilmente, el tono que las autoridades querían dar a sus políticas: el acercamiento o la guerra con Francia, la guerra contra el infiel Turco, la guerra o la paz con la hereje Inglaterra, la guerra o la paz con los rebeldes holandeses, etc. Su publicación respondía no solo al interés por dar a conocer el genio militar de sus capitanes, las hazañas de sus navíos, las heroicidades de los soldados o de las poblaciones frente al enemigo; no servía solo para vilipendiar al adversario por su cobardía o su crueldad. También venía a ser una justificación del porqué de una determinada decisión política. Además de las relaciones de sucesos, la difusión de diferentes panfletos y de crónicas, más o menos breves, nos ayudan a comprender mejor los estados cambiantes de la opinión oficial que se transmite a un público más o menos amplio. Esto puede apreciarse muy bien a través de los diferentes ejemplos de la publicística española de la segunda mitad del siglo XVII: un momento particularmente complejo y apasionante en las relaciones internacionales europeas en las que América jugó un papel -al menos es lo que pretendemos demostrar- que fue más allá del de mero dispensador de recursos pecuniarios o materiales.

 

1. LAS RELACIONES DE SUCESOS, LOS TRATADOS INTERNACIONALES Y LOS CONFLICTOS EUROPEOS EN INDIAS (1648-1688)

Tras 1648 y la firma de la paz de Münster son escasas las relaciones de sucesos publicadas que hagan referencia a los enfrentamientos entre potencias europeas en el continente americano. El protagonismo que hasta entonces habían tenido los holandeses, especialmente por sus incursiones en el Brasil portugués y en el Caribe (Usunáriz, América en la política internacional) quedó relegado tras el tratado entre la República y la Monarquía Hispánica. En efecto, el acuerdo de 30 de enero aseguraba el mantenimiento del tráfico comercial con las Indias Orientales y Occidentales, y reconocía las posesiones de ambos en América, Asia y África. Esto incluía la posesión de las plazas holandesas en Brasil que habían sido recuperadas por los portugueses en 1641, y especialmente de Curaçao que se convertiría en la base del comercio legal e ilegal holandés en la América española; pero también los centros neerlandeses para el comercio de las especias en las Molucas (Martínez Shaw 80-81). Se daba plena libertad a las Compañías holandesas de traficar libremente en los territorios europeos de la Monarquía Hispánica (Artículo 5). Se ponían serios límites al comercio con las Indias Occidentales: ambas partes debían abstenerse de traficar en los puertos y ciudades que poseían en ellas (Artículo 6). En definitiva, España lograba mantener el monopolio en América, al menos relativamente; sin embargo, permitió la entrada de comerciantes holandeses en Sevilla y Cádiz y con ello, el acceso de la república a las remesas de plata y en general, al mundo colonial hispánico, gracias a que el tratado reconocía a la república el estatuto de nación amiga (Martínez Shaw 86; Usunáriz, España y sus tratados 308-309). De hecho, las referencias a los holandeses en las relaciones publicadas en España a partir de entonces se limitan, fundamentalmente a los enfrentamientos entre armada holandesa y las flotas portuguesas en 1651 y en 1654.

La paz con Holanda no interrumpió la guerra hispano francesa abierta desde 1635, es más, fue un acicate para continuar la lucha contra una Francia sumida en las revueltas internas de La Fronda (1648-1653). Esta rivalidad no tuvo un especial impacto en América, salvo en 1654 cuando la armada española quiso expulsar -por tercera vez a lo largo del siglo- a los piratas franceses e ingleses que controlaban la isla de Tortuga, desde la que lanzaban sus ataques en el Caribe y amenazaban especialmente los enclaves españoles de Santo Domingo. En la Relación de la famosa vitoria, se narraba la difícil situación de La Española:

Hallándose la isla Española (dicha comúnmente de Santo Domingo) muy apretada de algunos años a esta parte por las amenazas, robos, invasiones y entradas que los franceses, ingleses y holandeses piratas hacían en ella y en sus calas y puertos... (1r)

Tras la conquista de la isla, ordenada por Juan Francisco Montemayor de Cuenca, gobernador de Santo Domingo, refiere el cronista:

Desta isla de la Tortuga salían los enemigos a piratear las costas de las Indias, corriendo desde Cartagena hasta el seno mexicanos y costas de tierra firme, robando tantas haciendas de mercaderes que es imposible reducirlas a suma y solo el año pasado de 53 confesó el gobernador francés haber enviado 22 piratas en otros tantos navíos de corso por diferentes partes. Los cuales esperaban esta primavera juntarse con otro pirata y conquistar la isla de Jamaica que es de los señores duques de Veragua (4v).

La recuperación española de la isla de Tortuga fue, sin embargo, efímera, y no parece que se diera a la isla una especial importancia. Más peligrosa resultó ser Inglaterra. Si bien con Carlos I Estuardo se había firmado un tratado de cooperación y comercio en 16301, la revolución de 1642 y el inicio de la república de Oliver Cromwell (1649), dificultaron las relaciones. Bien es cierto que muy pronto se entablaron negociaciones con Inglaterra, pues era clave en el conflicto hispano-francés, tanto para la protección de Flandes como para la seguridad de las flotas. De hecho, el 27 de abril de 1652 Felipe IV concedió plenipotencia a D. Alonso de Cárdenas, embajador ante el Parlamento de Inglaterra, para capitular con el Parlamento de la república nuevos tratados, pues:

Siendo al mundo tan notorio la antigua amistad y mutua correspondencia que ha habido y hay entre los reinos y súbditos de esta corona y de la de Inglaterra, no solo por las antiguas alianzas, que entre las coronas de Castilla e Inglaterra se han platicado, sino también por la renovación y reunión que en diferentes tiempos se han celebrado después que con esta corona se juntó la casa de Borgoña, mostrando la continua experiencia la grande y promiscua utilidad que de esta alianza ha resultado siempre a los súbditos de entrambos dominios (Abreu, Colección. Felipe IV. Parte VI 152).

Y autorizaba a su plenipotenciario a hacer "todos los oficios y insinuaciones que se acostumbran entre reyes y príncipes amigos", para lograr "más estrecha unión que afirmasen y corroborasen la antigua amistad, frecuencia y felicidad de comercios a entrambas naciones, uniendo los intereses de ambos dominios en una sincera, firme y honesta alianza y confederación" (Abreu, Colección. Felipe IV Parte VI, 153). No obstante, como bien señala Abreu, Cromwell optó por apoyarse en Francia, especialmente gracias a la firma del tratado de París de 9 de mayo de 1657 (Abreu, Colección. Felipe IV Parte VI, 321-331), por ser España "menos poderosa", estar más distante de Inglaterra "y no ser capaz de turbarla" y porque esperaba "encontrar en sus minas de oro tesoros que enriqueciesen la nación y le hiciesen algún día dueño de la Europa" (Abreu, Colección. Felipe IV Parte VI, 153). La república también llegaría a acuerdos con Portugal con quien Cromwell firmaría, el 10 de abril de 1654, un tratado de libre comercio que afectaba directamente a los intereses neerlandeses en el Brasil (Abreu, Colección. Felipe IV. Parte VI, 261-287)2.

Este clima de enfrentamiento con España tuvo su principal repercusión en la publicística, en lo que América se refiere, con la incursión del inglés William Penn en 1654 contra La Española y, posteriormente, su arribo a las costas de la isla de Jamaica. La expedición es narrada en varias relaciones. Diego Gamboa en su Grandiosa vitoria que ciento y sesenta hombres de lanza de la isla de Santo Domingo tuvieron contra siete mil ingleses (1655) relata brevemente el fracaso inglés en su desembarco en Santo Domingo. En la Relación de la vitoria elaborada a partir de las noticias enviadas por Bernardino Meneses y Bracamonte (1655) se aseguraba que el objetivo de la armada de Cromwell era tomar Santo Domingo "y que de aquí habían de pasar a Xamaica, Cuba, Cartagena y otras plazas de las Indias". Fue en la Relación de lo sucedido a la armada inglesa (1655), en donde, además de referirse al fracaso militar inglés en Santo Domingo, se describían los sucesos de Jamaica donde los españoles abandonaron sus casas y propiedades y William Penn decidió dejar una guarnición, tras "haber tomado posesión de la isla de Jamaica". No obstante, y aunque la toma de Jamaica ha sido contemplada como un hito en la historia de las Antillas (Haring 111), el panfleto Relación de lo sucedido (1655) lo vio como una derrota de Cromwell, al haber salvado los españoles Santo Domingo:

Con que se reconoce que la majestad divina ampara con su grande misericordia a la monarchía española y que ha oído las súplicas, rogativas y penitencias que por toda España se han hecho, pues ha librado los galeones de la plata de las invasiones de dos armadas inglesas tan poderosas, como ya es notorio y ha enviado a la de Guillermo Pen el destrozo que se ha referido. Con que se ha postrado la soberbia de Cromvell y le ha puesto en estado que cuando trataba coronarse emperador del norte y rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, se contenta hoy con quedar hecho vasallo de aquella república, y aun en este estado no se tiene por seguro, mediante las muchas conjuraciones que cada día contra él se levantan.

E incluso su autor, a partir de los datos proporcionados por el embajador español en Londres, Alonso de Cárdenas, estimó que la expedición tuvo una repercusión popular negativa para el régimen republicano. La expedición de Penn provocó las protestas del embajador español y su salida de la corte, lo que alentó la alarma popular, favorable a la paz. Cárdenas fue

a despedirse de Cromvel a quien dijo todo su sentimiento y los malos procedimientos que había tenido con España, de que se había de tomar satisfación. Vistiose de color la familia de su excelencia y a ocho de agosto corrió voz en Londres que el embajador de España se había despedido, con que dejaba intimada la guerra con Inglaterra. Apenas se comenzó a divulgar esta nueva por la ciudad cuando la gente popular comenzó a dar voces diciendo 'Paz con España'. Todo lo cual, reconocido por el protector envió uno de sus gentileshombres al señor don Alonso de Cárdenas pidiéndole no saliese de Londres hasta ver la satisfación que se le podría dar al rey don Felipe Cuarto, nuestro señor, por no llegar a los términos del total rompimiento. Con que los ingleses han quedado con alguna esperanza viendo que no ha salido de Londres su excelencia juzgando que por este medio se ha de proseguir la paz que Inglaterra tiene con España, de que a aquel reino se le sigue tan grande aprovechamiento (Copia de carta).

Es necesario advertir que en la mayoría de estas relaciones se ha ido abandonando un tono providencialista3, en donde la lucha contra Inglaterra sería un episodio más de la secular lucha de los españoles contra la herejía. Solo el padre Portilla Duque, en la obra dedicada en 1661 a exaltar la cruz y la defensa de la misma que los españoles hicieron a lo largo de la historia, llegaría a contemplar el enfrentamiento con la armada de Penn desde esta perspectiva (Portilla Duque 370-371).

Tras la firma de la paz de los Pirineos (1659) las esperanzas de la Monarquía Hispánica de lograr la estabilidad se verían frustradas en apenas una década, cuando Francia inició toda una campaña para apoderarse de las posesiones españolas en los Países Bajos (Usunáriz, España y sus tratados, cap. IV; Usunáriz, 1659). Así se apreciaría años más tarde cuando el tratado de los Pirineos llegó a considerarse un fracaso y un aliento para la ambición francesa, no solo en Europa, sino también en América:

Concluida la paz de los Pireneos mediante el casamiento de la infanta de España con el rey de Francia, esta alianza duplicó su ambición. Consideró a este matrimonio como el camino más breve para llegar a su fin, esperando (como sucedió) no vivirían por ser muy débiles los dos pequeños príncipes hermanos de su esposa, la cual en este caso llegaría a ser la heredera presumptiva de la corona, junto aquel supuesto con el otro de que el rey Felipe IV ya en su mayor edad no tendría otro hijo. Así creyó que aquella sucesión no le podía faltar y que unida al reino de Francia quedaría dueño de las Indias y de los dos mares. Que los reinos de Nápoles y Sicilia con el ducado de Milán y las islas españolas del Mediterráneo le sujetarían a toda Italia y que finalmente los Países Bajos junto a la Alsacia a la Lorena y a sus otras conquistas el Imperio y la Holanda estarían inevitablemente necesitados de admitir su yugo (Verdades incontrastables 5).

Esta es la razón que explica que, a partir de entonces, la determinación de la política exterior española pasara, a pesar de la amenaza constante de piratas y corsarios4, por el mantenimiento de los tratados con las Provincias Unidas, de restablecer los acuerdos con Inglaterra, y que estos conciertos se reforzaran para lograr una acción defensiva y ofensiva frente a Francia. Tras la caída del régimen de la Commonwealth, las relaciones con Inglaterra fueron difíciles dados los equilibrios que el rey Carlos II Estuardo tuvo que sortear, tanto a nivel interno como externo, lo que le hizo oscilar entre Francia y España, al mismo tiempo que emprendía nuevas guerras contra la república neerlandesa. El 11 de septiembre de 1660 se renovaban los acuerdos del tratado de 15 de noviembre de 1630 (Abreu, Colección. Felipe IV. Parte VII, 413-414). Este se ampliaría el 17 de diciembre de 1665 con 16 nuevos artículos secretos (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 1-27) en donde por su artículo 21

por lo que toca a ambas Indias y otras partes cualesquiera respectivamente en todo, la Corona de España concede al señor rey de la Gran Bretaña y sus vasallos todo lo que tiene concedido a los señores estados unidos de los Países Bajos y los vasallos dellos por su tratado de Münster del año de mil seiscientos y cuarenta y ocho, capítulo por capítulo y punto por punto sin faltar nada de ello (14).

Es decir, venían a reconocerse las posesiones que ambos poseían en el continente americano, e Inglaterra disfrutaría de las ventajas comerciales de una nación amiga. El tratado sería renovado el 23 de mayo de 1667 (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 145-191), ratificado en septiembre de ese año (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 191-194). De hecho, a la altura de 1667, el 27 de julio, en el momento de iniciarse la llamada guerra de Devolución, es significativa la plenipotencia concedida al Marqués de Castel-Rodrigo, para proponer y asentar ligas ofensivas y defensivas con la Gran Bretaña, las Provincias Unidas y los príncipes del Imperio "para oponerse a los designios de la Francia" (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 212-213). No obstante, el 11 de julio de 1667, Carlos II de Inglaterra firmaba un tratado de paz y cooperación con Luis XIV (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 216-230). Pero, como bien sabemos, esta alianza anglo-francesa duró poco: el 23 de enero de 1668 se pactaba en La Haya la alianza entre Inglaterra y las Provincias Unidas (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 279-289) a la que se sumaría poco después Suecia (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 289-292) que desembocaría en la firma de la Paz de Aquisgrán de 1668.

Es significativo que el embajador español en Londres, conde de Molina, enviara un despacho desde Londres el 24 de mayo de 1668 por el que daba su opinión sobre el tratado: una paz injusta y que no iba a durar. El embajador se hacía eco de los rumores que vaticinaban que Francia emprendería, según unos, una nueva guerra contra las Provincias Unidas, contra Alemania, Milán o Cataluña, según otros, y que su política se centraría en el acrecentamiento del comercio con el consiguiente peligro para las Indias:

Si emprende lo primero, la pérdida de los Países Bajos seguirá inefablemente a la de los Estados de Holanda; si entra en Alemania la ruina del señor emperador llevará tras sí la de Italia; si se aplica a hacerse dueño del comercio, la pérdida de las Indias será casi inevitable; y al fin por poco que aumente su poder, todos los demás potentados vendrán a ser sus tributarios y estarán obligados a seguir su ley, de manera que el estado de los príncipes de Europa vendrá a ser más desdichado por la paz que lo fue por la guerra; porque si desarman se exponen a la voluntad de este conquistador; y si quedan armados se consumirán por sí mismos (Maura 508).

Para el citado embajador, la posible solución pasaba por la recuperación de la reputación española y con ella la de buscar alianzas para restablecer lo que llama "la balanza" e incluso, para inclinarla hacia el lado español. Así, proponía asegurarse el apoyo del emperador, Inglaterra, los Estados generales, Suecia y los esguízaros. El caso de Inglaterra era fundamental, pero eran necesarias contrapartidas. Según el conde, el rey inglés necesitaba dinero, y para ello debía sacudirse de la dependencia constante del Parlamento. Es por esta vía por la que le había tentado Francia, aunque había resistido:

pero es muy seguro que si no hallan en nosotros algún recurso, se verá obligado a arrojarse en los brazos de la Francia para eximirse de la servidumbre en que le tiene su Parlamento. Y si la Francia le viniere a ganar, entonces despreciará a todos los demás potentados, porque junto con Inglaterra sería dueño de la mar, y por esta unión sería inevitable la pérdida de las Indias, por lo cual de nada tiene hoy la Francia más cuidado que de apartar al rey de Inglaterra de la alianza con los holandeses y de impedirle que haga alguna con nosotros, previendo bastantemente, que cuando estuviéremos unidos ella no podrá emprender cosa considerable y que estaremos siempre en estado de arruinarla el comercio (Maura 511).

Por eso abogaba de nuevo en atraerse la amistad de Inglaterra, por las siguientes razones:

la primera para impedir que no se junte con Francia, de que resultaría nuestra total ruina; la segunda por la reputación de nuestro partido; la tercera porque los hugonotes de Francia le tienen por su principal apoyo y pondrán los ojos en él siempre que trataren de removerse; la cuarta porque sin él la Holanda ni la Suecia no osarán nunca emprender nada en nuestra favor, por la aprensión que tendrán de que Inglaterra no se junte con la Francia; sobre lo cual también se ha de considerar que la Suecia está totalmente conjunta a Inglaterra y que su máxima fundamental es seguir los intereses y movimientos de las potencias marítimas; la quinta que tendremos siempre la retirada segura en sus puertos, que no son muy necesarios en caso de rompimiento y, al contrario, si estuviese unido con Francia, podría quitarnos la comunicación por mar con los Países Bajos e incomodarnos en las Indias; la sexta que en todo acontecimiento podremos sacar de este reino muy buena milicia y a precio razonable y tener también navíos que costarán mucho menos que los que V.M. hará armar a su costa; la séptima que en caso de rompimiento, cuando no haga otra cosa sino tener en la mar una flota de cincue nta bajeles de guerra, para inquietar las navegaciones y comercio de los mercaderes franceses haría a la Francia un daño irreparable y pondría a sus súbditos en desesperación (Maura 512).

Las acciones diplomáticas emprendidas por Carlos II de Inglaterra conducirían al tratado de Madrid de 18 de julio de 1670 (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 498-513), ratificado en Westminster el 12 de agosto y en Madrid el 8 de octubre (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 522-526). Si bien son evidentes las ventajas económicas para la Gran Bretaña, el tratado firmado con España en 1670 fue un considerable avance en las pretensiones españolas de hacer frente a la amenaza francesa. Iniciada la guerra de Holanda en 1672, España y las Provincias Unidas firmarían un tratado de alianza en 1673 (Abreu, Colección. Carlos II. Parte I, 603-623). De esta forma, durante esa década, España había logrado sortear, mediante importantes concesiones, la presión holandesa e inglesa sobre las flotas españolas, para así poder hacer mejor frente común en el continente a Francia5.

En este nuevo período, las relaciones que hablan directamente de los hechos bélicos en América reflejan la prolongación en el nuevo continente de la lucha contra Francia. En 1678, durante la guerra de Holanda, se publicó en España una relación del francés Gillan Chachal de Tribulan sobre la derrota de la armada francesa al mando del conde d'Estress en la isla de Aves, cerca de la costa venezolana. El panfleto venía a reconocer el desastre francés, achacado a la impericia del conde, que murió en la expedición, y abogaba por pedir la firma de la paz ya que:

si el inglés quebranta las paces se nos cierra el comercio por todas partes. Y habiéndonos hecho aborrecibles en la Europa, no hay duda que los potentados de Italia, si saca la espada el rey de la Gran Bretaña, a cuya mira están, han de procurar vengarse de los agravios que han recibido de nuestras fuerzas marítimas. Todas estas cosas consideramos ya muchos días sin haber previsto el daño referido de nuestra armada, lo hemos manifestado a su majestad cristianísima, para que en su consideración abrace una honesta paz, tan deseada de toda la Cristiandad. Más aunque lo reconoce su majestad y se inclina a ella, como son tantos los interesados en la guerra viendo tan de su parte la fortuna, no creyendo es voltaria y que al primer balance que contra nosotros dé, no ha de príncipe ni señoría que no tome las armas en nuestro daño, pues todos se sienten ofendidos de nuestras armas, no quieren sino que la guerra continúe, proponiendo a su majestad dilatarse su monarquía [...] Dios nuestro Señor permita inspirar en los de los perturbadores de la paz y ambiciosos de la guerra a que amen y abracen una verdadera amistad y recíproca unión con los príncipes de Europa.

Un escrito anónimo de 1678 redactado por un "inglés católico", La Europa esclava si la Inglaterra no rompe sus cadenas y publicado en español en 1689, respaldaba que Inglaterra cortara sus lazos con Francia, ante el imparable avance militar de las tropas de Luis XIV. Una acometida que ya había amenazado los intereses británicos en las Indias (la citada expedición d'Estress):

Y sobre adelantar sus progresos por tierra en las dichas provincias del País Bajo español en las fronteras de Alemania, en las de Cataluña y dentro la Sicilia, para que no se pueda dudar su formidable poder, toda Europa mira con espanto que de dos años a esta parte, con el pretexto de la guerra de Sicilia, se ha adquirido el Imperio absoluto del mar Mediterráneo sobre las costas de España y las de sus estados en Italia. Y aun con el exceso de sus fuerzas, de pocos meses a esta parte ha tenido aliento para enviar a las Indias, con una armada naval al conde de Etre, el cual, con ignominia de ingleses y holandeses, está actualmente haciendo conquistas por donde estas dos naciones no pueden dejar de ser con el tiempo cruelmente atormentadas y incomodadas en lo más esencial y capital de sus intereses de estado y de comercio (La Europa esclava 10).

Criticaba además los amaños franceses para conseguir el apoyo o la neutralidad inglesa con la promesa de entregarle sus conquistas en las Indias a fin de lograr la conquista de los Países Bajos:

Porque habiendo el gobierno de Francia conocido prudencialmente que era imposible pasar a la conquista de las provincias del País Bajo español sin ofrecer plato que sazonase el gusto de su majestad británica, tuvo ardid para desunirle del interés de su reino, habiéndole hecho sugerir que si sacrificaba a su majestad cristianísima las provincias del País Bajo español, le cedería y dispondría las conquistas de las Indias españolas, por medio de cuyas riquezas se fortalecería y saldría de las dependencias del Parlamento. Aquí cierto el ñudo esencial de Francia y Inglaterra, que subsiste todavía en su todo (17).

De esta forma, Francia había logrado el apoyo de Inglaterra en su lucha contra la república holandesa, que adornó además con la cuestión religiosa impulsando el catolicismo en la isla, para lo que contó con el apoyo de Roma. Gracias a ello, Francia estaba a punto de lograr la conquista de los Países Bajos y tras ello, según el autor, el rey de Inglaterra, apoyado por Francia, impondría el catolicismo y se impondría sobre el Parlamento. Con ello, además, Francia lograría el control de Inglaterra. Para evitarlo e impedir las ambiciones francesas, el autor animaba a que Inglaterra se uniese a la casa de Austria y a Holanda, a que se convocase un nuevo Parlamento -pues el actual estaba sobornado por Francia-, a expulsar a los delegados franceses, ordenar el regreso de todas las tropas británicas al servicio del rey de Francia y crear una armada poderosa para defender sus cosas. El autor del panfleto venía a rechazar cualquier argumento confesional o religioso, y advertía del peligro que para la supervivencia del Parlamento tendría un acuerdo semejante:

Finalmente todas estas operaciones necesitan tanto de la ejecución cuanto me obligan a decir la verdad para que no entiendan mis hermanos que se trata de alguna disputa de religión, no siendo sino capa de lo que se fomenta para detener y hacer inútiles todas las juntas del Parlamento. Porque si su majestad cristianísima no falta a la palabra con su majestad británica, las Indias españolas y sus riquezas deben ser suyas, por medio de las cuales no tendrá ya necesidad nuestro monarca de juntar su Parlamento, y podrá entretener en Inglaterra cuantas tropas extranjeras querrá y por medio de ellas suprimir las leyes y establecer nuevamente las que le convienen. Y si su majestad Cristianísima falta a la palabra con su majestad británica y conquista para sí las Indias españolas (como parece verosímil, según la política de Rocheliu que Luis XIV sigue punto por punto, no embarazándose con la fe de los tratados, como cruelmente lo experimenta España) considere cada uno lo que sucederá de Inglaterra que no dista más de siete leguas de Francia cuando el monarca desta nación habiendo añadido a sus conquistas las Indias españolas, por el oro y riquezas que le frutarán, se hallará en estado de reducir siempre y cuando quisiere la Inglaterra a el hambre y también de conquistarla si le pareciere, sin que ningún poder en adelante sea bastante para impedirlo (20).

Por todo ello apelaba, a la postre, por un cambio de política:

Por esta última reflexión se puede conocer que España está cayendo y con ella toda Europa, sin que se exceptúe Inglaterra, y que no habiendo otro que la pueda librar deste precipicio, es preciso acudir al remedio, así como se debiera correr al fuego si se hubiese emprendido en el palacio real; quiero decir, que no hay que perder los instantes si Inglaterra no quiere perecer con la que perece. La caridad, la religión y el interés propio de la patria requieren esta diligencia y piden que mi cara patria se anime y auxilie sus socorros a su antigua aliada y con esto salvándose a sí misma se adquirirá heroicamente la gloria de haber salvado todo el cuerpo cristiano del naufragio universal que el furor francés le amenaza (20).

Faltaban, sin embargo, algunos años, para que esto se produjera.

 

2. LAS INDIAS COMO ARGUMENTO PARA HACER FRENTE A FRANCIA EN EUROPA (1688-1697)

Tras la firma de los tratados de Nimega en 1678 (Abreu, Colección. Carlos II. Parte II, 321-360), los años que siguieron fueron críticos para la Monarquía. Los tratados con Inglaterra y con las Provincias Unidas seguían siendo endebles ante la fuerza desplegada por la diplomacia gala. Inglaterra, agobiada por los problemas internos y financieros de Carlos Estuardo, y posteriormente de su hermano Jacobo II, siguió su política dubitativa y deudora de los subsidios franceses para que el rey pudiera hacer frente a sus problemas con el Parlamento. En Holanda, a pesar de la actitud decidida de Guillermo de Orange de construir un frente común anti-francés, amplios sectores se inclinaban por la paz y por pactar con Francia. Así las cosas, Francia emprendió su política de "reuniones" y a la altura de 1684 había avanzado sobre Luxemburgo y Alsacia sin apenas oposición, sin que España contara tampoco con el apoyo del Imperio. La tregua de Ratisbona (1684) (Abreu, Colección. Carlos II. Parte III, 84-93; Usunáriz, España y sus tratados, 455 y ss.) no frenó los avances franceses lo que causó, una vez más, la alarma en toda Europa y desembocó en la creación en 1686 de la Liga de Augsburgo, patrocinada por el Imperio y a la que se sumaron numerosos príncipes alemanes y España, todos ellos amenazados por la creciente expansión francesa. Por otra parte, el inicio de la revolución gloriosa en Inglaterra en 1688 que culminaría con la entronización de Guillermo de Orange, estatúder de las Provincias Unidas, y la declaración de guerra de Luis XIV contra los Estados Generales de la república y contra España, acabarían por condicionar la política exterior y por lograr lo que la monarquía hispánica había procurado durante décadas: una alianza defensiva y ofensiva contra Francia con las potencias marítimas.

En estos momentos, como en épocas anteriores, para España, Inglaterra era la solución y así se publicó en varias relaciones. En el citado panfleto titulado Espíritu de Francia firmado por un tal Quirante del Toboso (1689), se atacaban las pretensiones de monarquía universal de Luis XIV. También se criticaba la apatía de España, que "hoy está adormecida" y que si no fuera por sus aliados "ya hubiera espirado"(16). Los aliados eran Inglaterra y las Provincias Unidas, sobre todo porque se jugaban mucho, y los intereses ingleses en las Indias corrían un serio peligro:

el rey de Inglaterra tiene grande interés por su propia conservación y bien de su comercio de oponerse a las conquistas del rey de Francia en los Países Bajos pues si no lo hace antes que se pierda el país y la desdicha quisiese que Francia se apoderase de todas las diez y siete provincias, que es su designio y puede suceder si no ayudan a los estados y quedan solos, entonces ¿cómo le irá a Inglaterra? Francia tendrá más fuerzas en el mar y en las Indias que no ella, impediría su comercio a cada momento, teniendo una buenaflota sobre el mar y principalmente en el canal, que no dejaría salir de ningún puerto de Inglaterra el más pequeño barco sin su permiso y con el más mínimo motivo su pérdida segura y sin remedio, no habiendo nadie que se osase mover para venir a defenderla (33).

O, como se señala en otro panfleto, La salud de la Europa (1694), Francia era la principal beneficiaría del comercio indiano -a través de la venta de sus manufacturas- perjudicando tanto a España -por su debilidad y mal gobierno- como a Holanda e Inglaterra, por lo que la guerra era necesaria para los aliados (38-40).

En Indias, el conflicto de los Nueve Años tuvo un especial impacto en la isla de Santo Domingo. En 1691, la armada francesa fue derrotada. Ese mismo año, Carlos de Sigüenza y Góngora narró las acciones en la isla de Santo Domingo en dos trabajos, El trofeo de la justicia española (1691) y la Relación histórica de los sucesos de la armada de Barlovento (1691), en donde Francia, por razón de Estado, se había convertido en el máximo peligro para los intereses españoles en el Nuevo Mundo:

Ya llegan hasta la América las centellas de los incendios marciales con que se abrasa Europa, pero si allá se desempeñan las católicas armas, como acá se ha hecho, solo será el arrepentimiento y pesar lo que se inferirá de sus violentas resoluciones el cristianísimo rey de Francia. Allá, aunque sean aparentes y mal fundados, de necesidad ha de haber prestado motivos para el rompimiento, pero para hacer lo propio en las Indias, ni aun aquellos tiene, pues cuanto en ellas ocupan sus vasallos solo es a título de sinrazón y violencia con que, como siempre lo hacen, roban lo ajeno. Adelantarle los límites a su imperio sin más justicia que la que aseguran las armas es máxima de aquella corona, porque se lee entre las que escribió Maquiavelo y como al ejemplar de las cabezas supremas ordena el vulgo sus procederes, monstruoso, fuera en la nación francesa no hacer lo propio, pero así lo hacen (Sigüenza y Góngora, Trofeo 51).

Se temía, como anotaba el padre Escalante en su Sermón fúnebre (1694) -en donde narraba además la victoria sobre los galos en Guárico y Yucatán-, la vecindad francesa, pues podía hacer lo mismo que había hecho en el continente:

El día cuatro de julio de 1690 firmó V.E. en México un despacho para el general de la armada de Barlovento, don Jacinto López Gijón con orden de que no se abriese el pliego sino en presencia del gobernador y capitán general de la isla Española. Careáronse los dos y abierto el pliego se halló que ordenaba V.E. a dicho general de la armada asistiese con ella al general de la isla en caso de necesitar del socorro en las hostilidades de los franceses, que recelaba prudente la gran comprehensión de V.E. sin más fundamento que saber estaban declaradas las guerras entre las dos coronas y padecer estas islas la mala vecindad de franceses en otras que han usurpado a la corona de España. Fue tan a tiempo la prevención que el mismo día cuatro de julio de dicho año había hecho llamada con una trompeta monsiur Coussy, general de un ejército francés y electo gobernador de la isla de la Tortuga a los españoles de la ciudad de Santiago de los Caballeros intimándoles la entrega de la ciudad...

En definitiva, las Indias formaban parte de las aspiraciones a la "monarquía universal" de Francia, y salvar las Indias de tal pretensión debía ser el compromiso de España, pero también de aquellas naciones que se habían beneficiado de las concesiones españolas. Por carta de Quirós a Borgomanero de Bruselas, 1694, julio, 2 se dice:

Es indispensable que subsista después de la paz la alianza defensiva existente y ella es la que principalmente procurará desbaratar Luis XIV para obtener la monarquía universal a que aspira. De seguro que no ha de cejar mientras no obtenga la sucesión de España (Baviera y Maura, Documentos inéditos II, 214).

Fue este temor el que impulsó la colaboración, por ejemplo, con los ingleses a partir de 1692 (Fernández Nadal 1029). Bien es cierto que no tuvieron unos resultados especialmente buenos: las expediciones en la Martinica, las Barbados, San Pedro o Guadalupe protagonizadas por tropas inglesas apenas tuvieron repercusión alguna y resultaron un fracaso, por lo que decidieron atacar las factorías francesas en la bahía del Hudson, siempre en medio de un clima de desconfianza de los españoles, temerosos de que una presencia importante de barcos y soldados ingleses podría poner en peligro en un futuro la seguridad en la posesión. Además, una nueva expedición de la armada francesa al mando de Pointis en 1697 recuperaría el empuje galo en el Caribe, especialmente gracias al ataque, rendición y saqueo de Cartagena6.

 

3. UNA PERSPECTIVA DIFERENTE DEL PAPEL DE LAS INDIAS EN LA POLÍTICA EXTERIOR

En 1697, el franciscano fray Agustín de Vetancurt resumía en su Teatro mexicano el papel que, según el autor, había desempeñado y desempeñaba América en la política exterior española:

Y si no, ¿quién hace temblar al turco? ¿Quién hace parar sobre las manos al desbocado Flandes? ¿Quién pone espanto a Inglaterra? ¿Quién terror y miedo en Alemania, donde no está segura la herejía como lo está el Alcorán y barbarismo en Mauritania? ¿Quién alienta propias y extranjeras guerras en el mar del Norte y de Lepanto? El Nuevo Mundo de la Nueva España y Perú lo hace todo cuanto de su estómago robusto por tantos hilos y arterias de plata y oro reparte y deriva su sustancia a todos los términos del orbe (Ventancurt 49).

Ciertamente, la historiografía tradicional ha venido tratando la posición de la América hispánica en la política exterior española como dispensadora de los fondos necesarios para su sostenimiento de tal forma que, cuando estos disminuyeron, la posibilidad de acción de la monarquía en Europa se vio seriamente afectada. Bien es cierto que en los últimos años esta afirmación, ligada estrechamente a una imagen de decadencia, ha sido matizada y revisada. En este sentido son de gran interés las tesis de Oliva Melgar para quien la falta de regularidad y el descenso del número de galeones de las Indias en el siglo XVII se debería no tanto a una crisis del comercio (la tesis clásica) como a una pérdida del control del sistema7, a causa del contrabando, del fraude "legalizado" y de la participación extranjera que durante la segunda mitad del siglo XVII, gracias a diferentes tratados, acabaron con el monopolio hispano (Oliva Melgar 61).

En esta línea de revisión es muy atractivo el presupuesto de John Lynch de que el imperio español sobrevivió gracias al peso que adquirió América, convertido en el centro de gravedad de un sistema en el que España pasaría a un segundo plano (Lynch 24). Tesis que han sido desarrolladas notablemente por Noejovich, para quien el siglo XVII permitió la autonomía de los territorios americanos, en un proceso de adecuación a la realidad circundante (301). A su vez Maltby, en su síntesis sobre el gobierno de los Austrias apunta que el sistema comercial imperial se adaptó a las circunstancias: la debilidad económica de España hizo que el comercio americano cayese bajo el control extranjero de holandeses e ingleses y la península pasó a ocupar un lugar secundario que afectó también a su capacidad de hacer frente a las guerras europeas (190).

Sin embargo, creo que se olvida que la citada cesión del control comercial de las Indias sirvió para algo más que para poner fin a un ciclo en la organización comercial con el nuevo continente. América, en la desgastada baraja de la monarquía, fue el naipe útil para que el desastre continental no llegara a los extremos de la más absoluta descomposición. América fue utilizada en esa estrategia para hacer frente a sus problemas europeos, especialmente contra Francia y, al menos, durante el último tercio del Seiscientos, y a pesar de sucesivas derrotas, la alianza con las potencias marítimas tuvo una compensación. En este sentido son muy reveladoras las tesis de Díaz Blanco. En sus conclusiones perfila la rivalidad existente entre los Consejos de Indias y de Hacienda a la hora de establecer la política comercial con el Nuevo Mundo. Mientras que el primero abogaba por el mantenimiento de un sistema comercial tradicional y de monopolio, el segundo consideraba que el comercio y la carrera de Indias debía centrarse de forma prioritaria en la financiación de las guerras europeas de la monarquía, un tira y afloja que viviría diferentes etapas (Díaz Blanco 284-285).

Es por esta razón que considero, a partir de los testimonios citados de relaciones y panfletos, que habría que enfocar las relaciones de la Monarquía Hispánica con los territorios americanos en esta segunda mitad del siglo XVII desde una perspectiva diferente -o al menos añadirla a las anteriormente expuestas-; es decir, desde la inmersión de los territorios americanos en la estrategia diplomática de la Monarquía para enfrentarse a los retos de la política europea tras las paces de Westfalia de 1648. Como bien señala Sánchez Belén, el expansionismo francés y la crisis financiera española hicieron que la diplomacia española definiera bien su programa de política exterior continental (Sánchez Belén 137-138), que, obligadamente, rompía con presupuestos ideológicos y estratégicos anteriores. Y en este diseño los territorios americanos jugaron un papel fundamental, más allá de ser una fuente -ciertamente no poco importante- de recursos.

A partir de 1617, especialmente tras la firma del tratado de Oñate (Usunáriz, El tratado), dos fueron los objetivos de la política internacional de la Monarquía Hispánica: uno, confesional, la defensa del catolicismo frente a las fuerzas protestantes europeas; otro, geopolítico, la preservación de la hegemonía de la casa de Austria en el continente. Aimbos fines estuvieron indisolublemente unidos durante las primeras décadas del siglo XVII y formaron parte del diseño de una estrategia política: la defensa del catolicismo sería el fundamento "ideológico" de la Monarquía. Gracias a ello se pretendía aunar en torno a España, inmersa en un secular clima de providencialismo, a todos aquellos príncipes amenazados por el avance protestante en Alemania, en Inglaterra o en las Provincias Unidas o por la presión otomana en el Mediterráneo o en Centroeuropa. Gracias a este basamento confesional podría sostenerse el designio geopolítico: una casa de Austria hegemónica o al menos árbitro de las relaciones internacionales en el continente. La defensa de la religión se esgrimía, además, como un recurso que aunaba diferentes Estados o principados, para hacer frente a una Francia que, paralizada por los problemas internos, pretendía poner trabas al diseño estratégico de los Habsburgo. Sin embargo, estos fundamentos no eran, ni mucho menos, tan sólidos como podía pensarse.

Los éxitos de los Austrias en Alemania al inicio de la guerra de los Treinta Años (1618), o en los Países Bajos con el reinicio de las hostilidades con las Provincias Unidas (1621), intentaron ser frenados por Francia mediante intervenciones locales que pusieran en entredicho el sistema de comunicaciones español o mediante el apoyo, directo o indirecto, a aquellos príncipes que podían hacer frente a las pretensiones habsbúrgicas, como Dinamarca primero, o la más temible y peligrosa Suecia, después. Eliminada la primera en 1629 y derrotada la segunda, especialmente tras la batalla de Nordlingen en 1634, la Francia de Richelieu -superados o controlados los problemas internos con los hugonotes y con los príncipes de sangre- optó por la intervención directa, poniéndose a la cabeza de un frente anti-Habsburgo. La declaración de guerra de Luis XIII en la primavera de 1635 tuvo consecuencias que fueron más allá de las militares. El principio sostenedor de la estrategia de los Austrias, la defensa del catolicismo, se vino abajo paulatinamente, con la entrada de Francia, católica, en el conflicto europeo, y la actitud, entre dubitativa y conciliadora, cuando no plenamente profrancesa, de la Santa Sede. La siempre difícil y tensa coalición con los Estados católicos alemanes, especialmente Baviera, se debilitó notablemente al privarla de su principal elemento de cohesión. Como bien se temía el preclaro Saavedra Fajardo, por carta escrita al conde duque en enero de 1633 desde Roma:

Si [Baviera] se acordase con Francia, lo que hoy es causa de religión sería después de Estado, o a lo menos fácilmente se les daría este título, con que perderían mucho las armas imperiales, siendo esto quien las acredita hoy con los príncipes católicos para que le asistan y no tengan por sospechoso a su poder (Cit. en Aldea 147, Apéndice I, doc. n° 2).

El diseño de esta estrategia, también estuvo presente en el Nuevo Mundo, cada vez más determinante en la política del viejo continente. Durante la primera mitad del siglo XVII, y especialmente tras la ruptura de la tregua con las Provincias Unidas en 1621, la defensa de las posesiones ultramarinas fue prioritaria y los autores contemporáneos constataron la importancia de las Indias en el desarrollo de los acontecimientos en Europa. Esta defensa fue contemplada desde la doble perspectiva que hemos descrito en trabajos anteriores. La lucha contra los holandeses en América, especialmente en Brasil, fue vista como un conflicto religioso, como un episodio más de la lucha contra la herejía. Pero la lucha contra los holandeses era fundamental también para mantener la hegemonía continental de la casa de Austria, pues el entramado estratégico y comercial de la Monarquía Hispánica había sido puesto en peligro por la fuerza marítima neerlandesa y su defensa del principio de mare liberum, cuando se era consciente de que, en buena medida, el sostenimiento de la política exterior y el equilibrio de fuerzas en el continente dependía del flujo regular de la plata y del comercio americano. El objetivo de los holandeses de conseguir bases permanentes en el continente americano se basaba no solo en la búsqueda mercados y recursos sino también en la ruptura de la llegada de remesas que financiaban la política exterior española que ponían en peligro su capacidad de resistencia militar ante el ejército español y, por ende, su independencia (Usunáriz, América).

Sin embargo, poco a poco, al igual que en el viejo continente, la confesionalidad dejó de ser, salvo como recurso retórico, uno de los argumentos. Y el peligro mayor para la seguridad del Imperio español, especialmente en Europa, no vendría tanto de los holandeses como de Francia. En efecto, la entrada de Francia en el conflicto bélico de la guerra de los Treinta Años en 1635, las rebeliones, entre otras, de Cataluña y de Portugal (1640) o la presión holandesa debilitaron la política de los Habsburgo que se vio abocada a un cambio de rumbo. Una mudanza que suponía, por un lado, el abandono de una política confesional de lucha permanente contra la herejía; por otro, la dejación paulatina de la defensa de la hegemonía de la casa de Austria. Estos pasos ya se habían dado con anterioridad, especialmente con la firma del tratado con Inglaterra en 1630. En el primer caso, y a partir de 1648, se buscó de forma consciente la paz e incluso la alianza con las potencias hasta entonces enemigas, como la república neerlandesa o Inglaterra. En el segundo supuesto se abandonó cualquier pretensión de hegemonía en beneficio del principio de equilibrio de poderes ante la amenaza creciente del poder hegemónico galo. América se adaptaría así a las nuevas circunstancias de la política exterior de la Monarquía y sirvió no tanto como sostén económico como para forjar una alianza continental que hiciera frente a las pretensiones hegemónicas francesas.

No obstante, tras la paz de Ryswick (1697), el problema de la sucesión y las soluciones que ofrecieron unos y otros romperían esta política de alianzas con las potencias marítimas, a fin de lograr el mantenimiento de la unidad de los territorios de la Monarquía para el heredero. En este nuevo escenario, las Indias también jugaron su papel en la estrategia que adoptó la Corona española, apoyada ahora en la hasta entonces enemiga Francia.

 

NOTAS

* Este trabajo forma parte de los resultados del proyecto HAR2009-09987, Autoridad y poder en la España del Siglo de Oro: la representación del Imperio, la imagen de una política exterior, subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. La consulta de parte de las fuentes ha sido posible gracias, entre otros, a los fondos digitalizados contenidos en el "Catálogo y Biblioteca Digital de Relaciones de Sucesos (siglos XVI-XVIII)" mantenido por el Grupo de Investigación sobre Relaciones de Sucesos (S.XVI-XVIII) de la Universidad de La Coruña, y por la exposición virtual "Relaciones de sucesos en la Biblioteca de la Universidad de Sevilla".

1 Sobre las negociaciones, contenido y repercusión del tratado de 1630, ver Sanz Camañes102-108 y Cruz Barney 31.

2 Fue vano y papel mojado el tratado secreto firmado por Felipe IV y el exiliado Carlos II Estuardo el 12 de abril de 1656. En él, el rey inglés se comprometía a la restitución de todas las posesiones ocupadas en las Indias por los súbditos ingleses desde 1630 (Abreu, Felipe IV, Parte VI, 307).

3 Así lo advierte también Fernández Nadal 1030 cuando analiza las discusiones de los Consejos de Estado e Indias sobre la colaboración con holandeses e ingleses.

4 Los peligros de la constante amenaza inglesa en el Caribe y en la costa atlántica en estos años quedaron también descritos en las desventuras narradas en la titulada Relación del viaje (1657) del padre Diego Portichuelo.

5 De hecho, el acuerdo sería renovado el 10 de junio de 1680, por su artículo XII (Abreu, Colección. CarlosII. Parte II, 430-431). Ver Cruz Barney 31-32.

6 Fernández Nadal 1038-1040. Un resumen de la capitulación de Cartagena ante la armada francesa en Abreu, Colección. CarlosII. ParteIII433-435.

7 Oliva Melgar 19-20. Similares tesis a partir de los datos del virreinato peruano las defiende Noejovich 287-305.

 

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