En uno de sus ensayos primeros sostuvo Ortega que “Don Quijote puede significar dos cosas muy distintas: Don Quijote es un libro y Don Quijote es un personaje de este libro”1. Como suele ocurrir, reparé en dicho texto algún tiempo después de proponerme una estimación del Quijote a partir de su consistencia más elemental e inmediata: la de ser un libro; un libro que no solo revela su propia condición, sino que la somete a juicio. Esta pesquisa posible, que sepamos, nunca se emprendió a fondo, porque si bien algunos críticos trataron de efectuarla, en general se atuvieron a distintos aspectos parciales del problema, sin asumirlo en su totalidad. La presente ocasión del cuarto centenario del Quijote requiere de nosotros que en vez de secundar algunas de las vacuas celebraciones que este año nos augura, tratemos de formular debidamente las razones del reconocimiento que la obra se merece, dado que el tiempo transcurrido desde su aparición permite una visión más extremada que muchas de las puestas en juego por nuestros precursores.

No es cosa de hacer ahora un inventario puntual de cuantas posiciones se adoptaron para interpretar la obra, ya que, por su extensión demasiada, semejaría más bien un relato oriental interminable, con sus mil y una noches consiguientes. Así que me limitaré a exponer aquellas invenciones que buenamente acudan a mi pluma, para emprender un vuelo aparte del intentado por quienes me precedieron. Es una obligación que deberé cumplir a mi manera, tal como ellos la efectuaron a la suya.

Para empezar, según sostuve en otras ocasiones, los vocablos no solo indican algo sobre aquello a que se refieren, sino que también dicen de sí, a partir de sus raíces. Dicha condición dual –la remisiva y la reflexiva– ocasiona que habitualmente pensemos con palabras aquello que intentamos definir o expresar, aun cuando escasamente pensemos en ellas al utilizarlas, reduciéndolas a la inmediatez de su empleo. Esto hace que su sentido original quede oculto con frecuencia, eclipsado por su función referente, a la que suele prestársele la mayor atención. Por otra parte, la relación habida entre el carácter sustantivo y el remisivo de los vocablos se subordina a las distintas acepciones que experimentaron, significándose en ellas los modos de aceptación adquiridos con el tiempo.

Formulado así el problema, puesto que intento esbozar una idea del Quijote que lo estime como un libro situado ante sí mismo, es pertinente empezar por preguntarse qué nos indica de sí la propia noción de libro. Como es de sobra sabido, el concepto se formó sobre un término latino, liber, con el que se denomina la película o membrana situada entre la madera y la corteza del árbol, usada como el soporte material de la escritura antes de que apareciera el pergamino. Esto es cuanto puede deducirse, en primera aproximación, sobre el concepto etimológico de ‘libro’. Desde luego que no es mucho. Sin embargo, si lo asociamos a la raíz leudh, –con la que tiene manifiesta afinidad, y en la que reincluyen las ideas de ‘crecer’ y de ser ‘libre’– el liber puede integrarse en una constelación semántica que relacione la lectura y la escritura con el tejido vegetal que las propicia, en el que los antiguos situaban los conceptos de crecimiento y vigencia, e incluso el de libertad, personificándolos en un dios Liber que los representaba por entero. Así que, como ha señalado Benveniste, la idea de libertad no procede del hecho de apartarse o separarse de algo, sino del acrecentamiento que la libertad procura, asociable, de tal modo, a la condición creciente del vegetal2.

Con todo ello, el liber, entendido como el manojo de hojas que constituyen el libro, permite relacionar el vegeo de la vegetación con el vigeo de la vigencia, teniéndolo como aquello que crece y obtiene su verdor merced a la lectura que actualiza cuanto el libro mantiene secreto en la escritura. Digo esto porque el término griego kryptós, en su significado de ‘ocultar’, se encuentra en nuestra noción de ‘escritura’, entendiéndola como un cifrado que debe interpretarse. Ahora bien, en el supuesto de que la lectura sea la finalidad del libro, su sentido concuerda plenamente con el atribuible al griego logos, ya que en su forma primera figura como lego –afín a la de legere o leer, en latín–, con su significado original de ‘aquello que se elige’ y que, por tanto, requiere determinada libertad electiva y pensante, tal como llevo expuesto. Al fin y al cabo, la inteligencia necesaria para la actividad interpretativa aquí supuesta –de intel-lego–, también denota la capacidad de ‘elegir entre’ las diferentes posibilidades que ofrece la lectura, ya sea de un libro, de un acontecimiento, de un fenómeno y aun de una situación, tanto más si se trata de un texto tan complejo como el que nos ocupa.

Las consecuencias de cuanto llevo expuesto escuetamente se encuentran formuladas con extremo rigor en el Quijote, hasta el punto que el libro saca partido de ellas en sus muchos aspectos. Para empezar, el logos, al que acabo de referirme, aparece en el prólogo como una opción posible, con su elección correspondiente, entre los varios autores que en el texto figuran, declarándose el primero de ellos “padrastro”, que no padre, de la obra, dada la multiplicidad de colaboradores que en ella intervienen. Como es de todos conocido, el supuesto autor “real” del Quijote aparece en el libro como Cide Hamete Benengeli, un árabe que al parecer lo escribió en su idioma. Así, desde el principio, el “desocupado lector”, al que el autor inicial se dirige en sus palabras liminares, tiene una rigurosa ocupación: la de elegir constantemente entre las numerosas posibilidades que el texto le ofrece. Las primeras de ellas conciernen al autor de éste, dado que para efectuar el prólogo acepta la participación de un cierto amigo suyo, quien le aconseja sobre cómo disponer los aderezos poéticos que preludian el texto, situados al margen de la obra propiamente tal, a semejanza de las comedias representadas por entonces, en compañía de jácaras, loas, mojigangas o entremeses, tenidos como un ornamento adjetivo de la pieza principal.

De esta manera, la adjetividad predominante en la obra entera se anuncia desde el prólogo con respecto al autor y a la condición del texto, requiriéndose para dilucidarla que el lector se convierta en un constante elector, pues son muchas las opciones que la obra le brinda, para someter a prueba no solo su lectura o elección, sino que su inteligencia. Por otra parte, respecto al nombre del pretendido autor del texto, conviene recordar que Benengeli significa en árabe ‘el cervatillo’, así que la alusión de Cervantes a su propio apellido no puede ser más manifiesta. De tal modo, el autor se desdobla o multiplica una vez más, a semejanza de cuanto hizo en el prólogo, aunque considerándose un morisco que miente, poniéndonos en duda sobre quién es él y cuánta confianza nos merece el ignorado libro original. Con todo ello quedamos en la situación ocasionada por la antigua paradoja de Epiménides, el cretense, que calificó de embusteros a sus coterráneos, tal como lo hace Benengeli con los suyos, dejándonos en la más absoluta incertidumbre ante su afirmación, dado que no podemos conocer si es verdadera o falsa.

En cuanto corresponde al texto propiamente tal, consideremos que el Cura, durante el conocido escrutinio de la biblioteca de don Quijote, descalifica las traducciones, en alusión al Orlando furioso de Ariosto. Sin embargo, al parecer, el Quijote no pasa de ser sino una traducción, efectuada malamente por un aficionado, un joven toledano de origen arábigo, que recibió en pago de su tarea, por parte de aquel que emplea el “yo” del narrador, “dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo”, un precio escaso que delata el poco aprecio atribuido en cualquier época al trabajo intelectual, pues siempre habrá quienes conozcan más sus deberes que sus derechos de autor…

Sea como fuere, la situación testimonia la constante ironía que Cervantes prodiga en todo el texto, dado que en apariencia desdeña la obra, teniéndola como una traducción dudosa, efectuada en algo más de mes y medio de trabajo, mientras que, contrario sensu, pondera las virtudes y la difusión que la obra se merece, dejándonos perplejos ante su manifiesta contradicción3. Esta es la pauta que domina en el Quijote, consistente en practicar la reversión continua de sus ingredientes, negándose con ello toda esencialidad.

Dicha aseveración no es despectiva ni gratuita, dado que significa una virtud de esta obra excepcional, consistente, a mi entender, en la desubstanciación más extremada, no solo de cuanto constituye el libro mismo, sino de todo aquello que en sus páginas figura. Porque, inclusive, este concepto de desubstanciación asignable al Quijote abarca y subordina cuantos supuestos parciales se aplicaron al texto con la intención de interpretarlo por entero, tales como “duplicación”, “ambigüedad”, “espejismos”, “ficción”, “perspectivismo” et alii, que los críticos emplearon a destajo para considerar en la obra su virtualidad, puesto que las nociones ahora enumeradas, y otras que omito, aunque no ignoro, significan modalidades o aspectos de la desubstanciación aquí propuesta, de la que son solo algunos de sus rasgos secundarios4.

En resumidas cuentas, la recusación de cuanto haya de sustantivo en la obra se manifiesta en ella desde el principio, evidenciándola mediante la concurrencia de varios autores que contribuyeron diferentemente a la confección del texto. Este, a su vez, carece de entidad propia, pues queda convertido en un remedo, en la apariencia de una obra sustantiva e ignorada, distinta y aun distante de la que no es más que un acto de presencia por ausencia, puesto que se imagina como una mala traducción, precipitada, haciéndonos creer que si a ella le debemos nada menos que el Quijote, cuánto mejor pudo haber sido el ignorado original arábigo…

Ahora bien, ya que estas dudas las ocasionan el autor y su obra, de análoga manera, el lector aludido al principio del prólogo también provoca desconcierto, pues queda convertido a lo largo del texto en un ser inasible, ya que depende del temperamento que lo caracterice, según las teorías médicas de entonces, tanto como de la altura de la vida en que se encuentre al conocer el libro5. Inclusive, la consabida fórmula con que se inicia el prólogo, anteriormente citada, “desocupado lector”, también cabría referirla al personaje mayor de la obra, pues no hay nadie de más desocupado y más lector que el propio don Quijote.

Como quiera que sea, este proceso de privación de lo sustantivo convierte el mundo del Quijote, según apreciaremos, en una realidad aleatoria o contingente, hecha de meras apariencias, si lo estimamos en su condición adjetiva, o de constantes apariciones, ateniéndonos a su índole fenoménica. Aún más, la referida anulación de cuanto sea sustantivo en el Quijote se manifiesta, como corresponde, en la continua omisión de los nombres pertenecientes a los lugares, al espacio y al tiempo y aun a los personajes o a las cosas. De tal manera, el sustantivo que designa el punto geográfico en que se inician las andanzas de nuestro caballero queda elidido por voluntad expresa del autor o el traductor de turno, proponiéndolo en estos términos archisabidos: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre [el sustantivo] no quiero acordarme...”, dejándonos en la incertidumbre más absoluta desde el comienzo del relato. Y si esto se produce con respecto a determinado sitio perfectamente reconocible, también sucede en la narración, constantemente interrumpida por los personajes, para hacer que se oculte y reaparezca de continuo, en diferentes formas y a lo largo del texto, tal como le sucede al curso del Guadiana, con el que se compara6. Es más, el desfase habido entre el tiempo mítico y el real lo experimenta don Quijote al descender a las entrañas de la tierra desde la Cueva de Montesinos, ya que creyó permanecer tres días en las profundidades, mientras que para quienes le esperaban fuera de ellas, apenas transcurrió algo más de una hora. Esta gran diferencia temporal, cuasi einsteiniana, entre el transcurso de los hechos en un tiempo irreal e imaginario y el propio de la vida misma, desubstancializa la temporalidad, pues deja de ser una e igual para todos, haciéndola depender de apariencias o fenómenos ocasionales, ajenos por completo a su condición física, supuestamente invariable, tradicionalmente entendida como un continuum infinito.

Otro modo de provocar la incertidumbre consiste en adjetivar ilimitadamente el nombre de los personajes, proponiéndolo a la manera de aquellos temas musicales barrocos de los que solían deducirse infinitas variaciones –o “diferencias”, como entonces decían–, dejándonos en duda sobre cuál de entre los sustantivos representa el punto de partida de todos los restantes, confundiéndonos. Así sucede con la denominación de su figura mayor, dado que no sabemos si su nombre es Quijano, Quijada, Quesada o Quijana, para concluir nombrándose don Quijote, un apelativo forjado por el propio personaje, según el modelo de Lanzarote, con recurso a un superlativo irónico basado en una pieza de su armadura. Es más, la desubstanciación aquí apreciada también figura en las distintas denominaciones adjetivas que el caballero andante se ofrece a sí mismo, tales como el Caballero de la Triste Figura –tal vez un Don Queixoso de la Mancha–, o su opuesta, el Caballero de los Leones, con dos designaciones contrarias y aun contradictorias, según sea la diferente ventura del que vive en constante aventura. Como quiera que se estime esta adjetividad perteneciente al barroco, a expensas de cuanto haya de sustantivo en el entorno o en las ideas, no se produce solo a consecuencia del aumento del número de adjetivos aparecidos en las obras de entonces, como sostuvo Antonio Machado, sino que, más bien, dicho aumento se debe a que la formulación del mundo se efectúa en función de sus cualidades o aspectos, en los que el “cuál” termina por predominar sobre el “quién” o el “qué”.

El recurso de alterar los nombres de los personajes también lo aplica Cervantes a la denominación de los objetos, hasta el extremo de ocasionar literalmente el “caos”, según define la disputa surgida como consecuencia si la venta en que se aloja don Quijote es un castillo, la albarda del rucio es un jaez y, sobre todo, si la bacía del barbero es el yelmo requerido por el caballero, hasta llegar a la conciliación de estas últimas nociones mediante un híbrido lingüístico inventado por Sancho, “el baciyelmo”, en el que se unifican los dos objetos antagónicos, puestos demencialmente en pugna. Con todo cuanto llevo expuesto, la obra se convierte en un juego inextricable de referencias, en el que cada referente, desubstancializado, se puede convertir en su contrario, o tal vez en un mixto, según acabo de exponer, e inclusive en nada o en ninguno, como sucede, entre muchas otras, en las consabidas aventuras de los molinos o de los rebaños.

De este modo entendido, el continuo desvarío que predomina en el texto entero se debe, en gran medida, a que don Quijote, en vez de efectuar la lectura de los libros de caballerías a partir de la posibilidad electiva anteriormente tratada, adoptó una lectura peligrosa: la incondicional o al pie de la letra, carente de discernimiento, pues el pensar implica poner determinadas condiciones para que algo aparezca, revelándolo. Con todo ello, don Quijote, en vez de ser el elector de sus lecturas se convirtió en el elegido por ellas, haciéndose dependiente de los textos que leyó, al modo de un toxicómano subordinado a la droga que le ofrece un bienestar ilusorio7. Debido a ello, la ficción propia del libro pudo actuar sobre la vida misma, convirtiéndose ésta en una especie de traducción de aquella. Sin embargo, en lugar de creer que la obra muestra el predominio de la ficción sobre la vida, tal como algunos han supuesto, yendo más lejos, ha de considerarse que ambas –la ficción y la vida– se confunden por ser solo apariencias, según creyeron entonces, y como Calderón propuso decididamente en su teatro, algún tiempo después.

Al fin y al cabo, en el barroco las apariencias no engañan, ya que se aceptan como realmente tales, dado que al parecer de entonces el mundo es un continuo aparecer, tanto de apariciones cuanto de apariencias, igualmente fugaces.

De modo que la concepción adjetiva del mundo, así como la fenoménica, ambas acreditadas por entonces, dan fe sobrada del predominio de lo aparente sobre lo consistente, o aun, si se prefiere, es dable suponer que el mundo consiste en la fugacidad de su apariencia. Por ello, la versión y reversión continuas de cada situación o de cada entidad constituyen una posible –cuanto imposible– norma: la de ir contra ella misma en toda la extensión del texto.

A este propósito, los tan objetados relatos y novelas ocasionales incluidos en el primer volumen del Quijote, Cervantes los justifica en reversión, al ejercer la crítica sobre su propio libro, pues teme que los lectores pasen sobre ellos “sin advertir la gala y el artificio que en sí contienen”. Sea como fuere, dan excelentes muestras de la adjetividad predominante en la obra entera, no solo por su aparente marginalidad, estimándolos como episodios ajenos a la naturaleza del libro, sino que, contrariamente, se dirían creados con la intención de enriquecer el texto, desarrollándolo en todas sus facetas y desde diferentes ángulos. Además, las muchas dualidades o multiplicidades que abundan en la obra, tanto en los personajes como en las situaciones o en la trama, se deben por entero a la tendencia hacia la infinitud que promueve el barroco, en el sentido de que un motivo, un suceso o un aspecto del mundo nunca se agotan en sí, pues tienen resonancia y semejanza con otros que les corresponden, disponiéndolos como temas en eco. Esto también sucede en la posible respectividad habida entre los relatos o novelas marginales y el texto del Quijote, puesto que ambos están basados sobre principios semejantes. Tanto es así, que gran parte del segundo volumen del Quijote se encuentra organizado como una fuga musical “en espejo”, pues adopta como punto de partida el texto apócrifo de Avellaneda, hacia el que retrocede constantemente para descalificarlo. Del mismo modo, los relatos o novelas intercalados en la primera parte también recurren a la reversión estructural de una fuga en espejo, con la que se oponen diferentemente a las convenciones vigentes por entonces, poniéndolas en tela de juicio.

A tal punto es como supongo, que el entierro del pastor Grisostomo lleva la muerte a un lugar campestre, apacible e idílico, contradiciéndose la idea del paraíso eterno y juvenil significado en las églogas, al que regresará don Quijote, también en reversión, al final de su vida. El suceso anticipa el Et in Arcadia ego pintado por Guercino, en el que dos pastores descubren atónitos un cráneo situado sobre una base cúbica, como un memento mori que anula el bienestar perpetuo y joven atribuido a la vida pastoril8. De análoga manera reversiva, en El curioso impertinente, el exceso de curiosidad –que denota “el cuidado”, contrario a la incuria– hace que Anselmo induzca a su mujer a que lo engañe, para probarle que no lo hace. Por añadidura, el Cautivo de la primera parte figura en paralelo con Ricote, el morisco, en un velado intento de aproximar las dos creencias incompatibles y en pugna: el islamismo y el cristianismo. A esta posible conciliación de extremos se suma el de la vida con lo imaginario, al recurrir a determinados rasgos biográficos atribuibles al propio Cervantes, incluido en la obra como un remedo de sí mismo llamado Saavedra, capturado y preso por un mundo adversario, en el que reconoce alguna piedad. De modo que tales relatos o novelas breves, aunque semejen ser ajenos al conjunto de la obra, recurren a supuestos análogos a los empleados en su totalidad. Al fin y al cabo, la idea de desubstanciación aquí propuesta figura en todas ellas, haciéndolas respectivas entre sí, tanto como las subordina el texto entero, del que realmente constituyen uno de sus aspectos adjetivos.

A este punto llegados, habrá quienes se digan qué ocurrió con la idea del libro entendido como tal, ya que empecé por su raíz y, al parecer, me fui por las ramas… Pero no es así. Primero, porque raíces y ramas derivan de la misma raíz. Después, y sobre todo, porque no me aparté ni en lo más mínimo de las distintas nociones que permiten apreciar la obra como un libro que reflexiona constantemente sobre sí o aun sobre sus congéneres. A todo ello contribuyen sus distintos autores, que en ocasiones se descalifican mutuamente, así como los personajes, puestos también en conflicto ante las obras tratadas, ya que si “crítica” implica, en sentido literal, juicio y criterio a la par, acaba dejando en crisis tanto a los textos que estudia como a quienes los aprecian. En tal sentido, frente a la irracional adicción de don Quijote a los libros de caballerías, se le oponen, combatiéndolos, el Cura y el Bachiller, el Barbero y el Canónigo. Inclusive este último, refiriéndose a la multiplicidad de aspectos contenidos en los libros de caballerías, y en evidente alusión al texto donde aparece –el Quijote–, sostiene que “la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico…”, con una dudosa e irónica universalidad que, sin embargo, recibe el indirecto elogio de Cervantes al afirmar que sus novelas no le parecerían buenas “si no tuvieran de todo”9. Aún más, el mismo Canónigo, arrogándose el papel de un teórico en el campo literario, afirma que “la épica también puede escribirse en prosa como en verso”, deduciéndose de ello que en la épica se encuentra el posible origen de la novela, como en muchas ocasiones se ha supuesto10.

Sin embargo, dado que la novela debe su nombre a que ofrece las nuevas, novedades o noticias requeridas para configurar un mundo imaginario, narrándolo por escrito y con fidelidad, se hace dudoso admitir que derive de la epopeya, destinada a la exaltación oral de las hazañas y empresas iniciales de los pueblos. Es más, la prevención aquí expuesta sobre el origen épico de la narración novelesca, puede también refrendarse cuando tenemos presente un asunto descuidado por completo.

Me refiero a que si la epopeya es poesía proclamada y aun cantada a viva voz ante una muchedumbre de auditores, la narración inherente a la novela, diferenciándose de aquella, suele ofrecerle a la palabra una finalidad muy otra que la épica. Porque, según supongo, su antecedente remoto puede situarse en la narratio, incluida en las antiguas causas judiciales, a partir de Cicerón y Quintiliano, estimándola como una de sus partes necesarias. A tal extremo se hizo imprescindible que la destinaron a definir con precisión los hechos considerados en el juicio, tanto como estableció la posición adoptada por cada uno de los litigantes. De esta manera entendida, la narración lleva consigo determinado saber. Por ello, al incapaz de narrar se le denomina ignaro; es decir, ‘el que no narra’, el ignorante11.

Ahora bien, a este propósito, entre las muchas aportaciones debidas al Quijote se encuentra la de contribuir conscientemente al predominio de la narrativa sobre la epopeya, debido a que su personaje, en tantos aspectos singular, representa el ocaso de las antiguas gestas colectivas, desvanecidas tras la gestión y los gestos descabalados o extemporáneos del desastrado caballero andante. También contribuyó a ello el que la obra literaria se permitió sustituir la palabra difundida en público, perteneciente a la épica y a la oralidad, por la lectura silenciosa de un texto impreso, surgida en el recogimiento cómplice del lector ante su libro, tal como el Quijote preconiza, pues dado que la lectura rigurosa implica siempre determinada elección, debemos efectuarla en absoluto sosiego. A tal extremo es así, que cuando el Cura recibe la Novela de Rinconete y Cortadillo, atribuida al autor de El curioso impertinente, “la guardó, con presupuesto de leerla cuando tuviese comodidad”12.

Dicha diferenciación entre ambas modalidades expresivas –la exaltación solidaria de la epopeya y la reflexión solitaria de la narrativa– se aprecia con nitidez en el texto del Quijote, porque la novedad mayor de esta novela, respecto al conocimiento implicado en la narratio, consiste en extremar las posibilidades pensantes de ésta, ya que la hace meditar inclusive sobre sí, aplicándole todos los puntos de vista que fuesen imaginables en su tiempo. Es más, la obra propicia la comprensión de su propia identidad a partir del carácter más inmediato y palmario que posee, tal vez por ello desatendido: el de ser un libro.

Que el Quijote constituya un libro situado ante sí mismo, desdoblándose de continuo, hasta conciliar en él dos términos tenidos como antagónicos –el sujeto observador frente al objeto observado–, es un hecho que ha de considerarse con cierto detenimiento, debido a que trae consigo importantes consecuencias. Entre ellas, aunque parezca imposible, el que el Quijote pueda llegar a convertirse en más que un libro, ya que al lograr situarse ante sí o sobre sí mismo, desprendido del que es para poder comprenderse como un todo, concluye por adquirir algo así como determinada conciencia propia. Una conciencia, a tal punto rigurosa que nada puede evadírsele, ni tan siquiera ella misma.

Sin embargo, aunque el Quijote recurre desde el principio a su lector, para poder apreciar el sentido de la obra, no es menos cierto que el libro efectúa el ejercicio de problematizarse e interpretarse a la par, desdoblándose sin tregua, hasta concluir el proceso leyéndose a sí mismo. De hecho, esta posibilidad pertenece por entero a la existencia de un “yo”, de un “sí mismo” que tiene conciencia propia, convirtiéndose el sujeto en el objeto de su conocimiento. Aunque aquí, contrariamente, en reversión subversiva, es el objeto, es el libro, el convertido en sujeto.

Esta condición anómala, esquizoide, consiste en dotar al libro de un “yo” autónomo, que se regula a sí mismo, mediante el cual, en lugar de recurrir al “yo” del narrador o del autor, para lograr definirse, puede llegar al extremo de cierta personificación ficticia, que le permite decir “yo, libro”. De tal posibilidad existen dos precedentes insignes. Uno, el de Ovidio, quien desde su destierro en los oscuros límites del Ponto remitió el original de su obra Tristia a Roma, haciéndole decir “yo libro de un desterrado”, para objetar “en persona” el trato injusto que sufrió el poeta, por parte de las autoridades sin autoría que lo expulsaron de su tierra. Después, a diferencia de dicha posibilidad, el “yo” del libro reaparece en nuestra lengua por obra y gracia del muy grande arcipreste, el de Hita, Juan Ruiz, quien lo invoca al comparar el Libro de Buen Amor con un instrumento músico que suena según lo pulse cada uno de sus lectores. No obstante, a mi manera de ver, Cervantes tomó un camino distinto, mucho más amplio y complejo que el de ambas apariciones previas del “yo” del libro, pues aunque nunca lo designó como tal, acabó convirtiéndolo en el fundamento del saber inherente a la narratio, haciéndolo respectivo a todos los aspectos e ingredientes de la obra, sometidos a la reiterada introspección que ésta ejerce sobre sí.

La posición de Cervantes referente al “yo” del libro, concuerda en cierta manera, que no puede ser más cierta, con la sustentada por Aristóteles en el libro lambda de su Metafísica, concerniente a la inteligencia divina y a su actividad reflexiva. Dicho texto fue ampliamente glosado durante la Edad Media, de modo que nada de extraño tiene el que fuese conocido por Cervantes, dado que aludió a Aristóteles desde el capítulo primero del Quijote. Inclusive, en los debates postreros del volumen inicial, el Canónigo mantiene una concepción netamente aristotélica, al censurar en los libros de caballerías la falta de “proporción de las partes con el todo y del todo con las partes”, así como echó de menos, en los libros referidos, la debida relación entre el principio, el medio y el fin del cuerpo narrativo. En cuanto a la introspección, anteriormente aludida, los términos en que Aristóteles la establece con referencia a la divinidad se encuentran formulados de este modo: “La inteligencia divina se intelige a sí misma, y como ella [la divinidad] es lo más elevado, su intelección es una intelección del inteligir”. Con todas las diferencias, que no parecen escasas, entre la narratio del Quijote –en cuanto conocimiento de sí misma y del libro que la incluye– y la noción aristotélica de la divinidad –teniéndola como un ego que reflexiona sobre su condición pensante–, cabe encontrar claras afinidades entre la introversión del libro cervantino y la actividad meditativa, y aun solipsística, atribuida por Aristóteles a un ser supremo. Porque de esta manera, el libro se exalta y logra determinado rango superior, “personificándose” mediante un ego que obtiene la comprensión de sí mismo y, por ello, la del mundo que propicia.

Ambos aspectos se reúnen en el Quijote, estableciéndolos sobre la consideración del libro como un objeto corpóreo, material, destinado a la escritura y la lectura. De ahí que don Quijote, al escribir su carta de amor a Dulcinea, puntualice que el soporte necesario para poder escribir se desplazó gradualmente desde las hojas de árboles y las tablillas de cera hasta llegar al papel. Además, juzga también la escritura de ese entonces, en la que el trazo continuo de la letra procesal, correspondiente al barroco, predominó sobre el rasgo que perfila cada letra, propio de la escritura clásica, recomendándole a Sancho que no confíe la copia de su carta a un escribano, pues “hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás”13. También la pluma, en cuanto instrumento del que dependía por entonces el texto literario, recibe el debido elogio del autor al finalizar el libro, en una muestra muy clara de cómo tuvo presente la instrumentalidad barroca, apreciable a posteriori en la huella del pincel en los lienzos de Velásquez o en el uso de la espátula en la pintura de Rembrandt. Igualmente se comprueba en el trato de las voces en las cantatas y oratorios de Bach, carentes de cesura alguna para la respiración, a la manera de la corriente melódica sin pausa de los instrumentos de cuerda. Por último, y sobre todo, el libro se sitúa ante sí mismo en su aspecto material, cuando asiste don Quijote a una imprenta en Barcelona, apreciándolo en el proceso completo de su gestación y gestión, a partir de la nueva instrumentalidad técnica de entonces, que permitía la impresión y difusión masivas de los textos.

Don Quijote analiza el proceso completo de la confección del libro, viéndolo “tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla”, para, finalmente, conocer del todo “aquella máquina que en las empresas grandes se muestra”. Aún más, a partir de su elaboración material, el libro se sitúa nuevamente ante sí mismo en otros de sus aspectos, incluyéndose entre ellos la traducción –considerándola ahora como el revés de un tapiz–, o las debidas ganancias del autor –que desea provecho–, y también, como no podía ser menos, la impresión del libro apócrifo de Avellaneda, un hecho que afectó al hidalgo y le hizo salir dolido del taller. Aunque la inquina de Cervantes contra el plagio de su obra principal fue muy superior a la de don Quijote, hasta el punto de obligarse a escribir toda la segunda parte de su obra en reversión, oponiéndose al curso de los acontecimientos propuestos por el encubierto autor anónimo, para denunciarlo como “mentiroso”, convirtiéndose así la narratio en historia, dado que la refirió constantemente al pasado, a un punto de partida situado en la publicación del Quijote apócrifo.

Este “saber del regreso”, entendido como un modo temporal de situarse ante sí mismo, atribuible a la historia y al pensamiento inductivo, lo comparten y experimentan a la par el libro y el personaje. En cuanto se refiere a don Quijote, dicho conocimiento retroactivo surge como consecuencia de las derrotas sufridas en su actividad justiciera y campeadora, obligándole al retorno a su lugar de origen. Tras la primera de ellas, maltratado y aun maltrecho por la rudeza defensiva del Vizcaíno, recurre a su propio “yo”, poniéndose ante sí mismo al decir: “Yo sé quién soy y sé que puedo ser…”, y cita entre sus modelos a los doce Pares de Francia, destinándose ese saber de su “yo” a proyectar su futuro de caballero andante, en una nueva salida hacia la incertidumbre. A diferencia de esto, los combates que sostiene en la segunda parte de la obra, contra sendos caballeros –el de los Espejos y el de la Blanca Luna–, reflejan y significan, según creo, la ardua lucha que sostuvo consigo y contra sí mismo, dado que ambos caballeros le permiten ver quién es –en sentido figurado, por supuesto–, reflejado en sus espejos, haciéndole reflexionar, además, sobre el ex-ire del éxito, que pone fuera de sí, o sobre las consecuencias del fracaso.

Sin embargo, es menester recordar que según la ambigüedad predominante en la obra, semejantes caballeros fueron solamente uno, el bachiller Sansón Carrasco, quien bajo sus disfraces y el nombre irónico y firme con que lo designó Cervantes, delata la fortaleza atribuible al buen sentido y a la razón, en los que se refleja el mundo tal como le pertenece. De ahí los dos emblemas reflexivos adoptados por el Bachiller, primero como Caballero de los Espejos –al que vence don Quijote– y después bajo el aspecto del Caballero de la Blanca Luna, dado que, según Esquilo, la Luna puede estimarse como el espejo de la noche. El segundo caballero, por ser vencedor del duelo que tuvo con don Quijote logra librarlo de su extra-vagancia, poniéndolo, literalmente, “en su lugar”; es decir, centrándolo de nuevo en su aldea, en su vida y su vivienda originales, e incluso en su sensatez. A tal punto, que en un episodio previo, pudo afirmar Benengeli que “cuando don Quijote se vio en la campaña rasa… le pareció que estaba en su centro”, mientas que, a diferencia de ello, el Caballero de la Blanca Luna le impuso como castigo en su derrota el de permanecer un año en su aldea, centrándose en lo suyo y en sí mismo, y no en el campo abierto e incierto.

Tal como puede apreciarse, el procedimiento a que recurren los amigos más cercanos del hidalgo, para librarlo de sus desvaríos, se basa en la antigua terapia del similia similibus curantur, pues emplean los espejos para poder anular los distinto espejismos sufridos por don Quijote. De semejante manera, el libro también consiste en una especulación que refleja extensamente no solo su condición material, como hemos apreciado, sino que el mundo ilusorio debido a la lucidez o a las alucinaciones de una mente tan demente en ocasiones como la del siempre imprevisible caballero andante.

Tan inesperado es, que de regreso a su aldea para cumplir la condena que le impuso el Caballero de la Blanca Luna, al recordar en un prado la vida de los pastores que allí había conocido, desea convertirse en uno de ellos y disfrutar de una Arcadia imaginaria, en contraste con el peligro y el riesgo habituales que sufren los caballeros. Sin embargo, a mi manera de ver, en su nueva aspiración a una vida amatoria y pastoril se percibe, sobre todo, el deseo de volver a una juventud remota, ya perdida, convirtiéndose en el síntoma de su senilidad naciente y aun en el presentimiento de su fin.

No es que se convierta así en un Fausto avant la lettre –al de Goethe me refiero–, aunque algo tiene de éste.

La premonición citada se ocasiona en dos anuncios de muerte a la entrada de su aldea, consistente, uno de ellos, en que no vería más a Dulcinea. Es más, si es como aquí supongo, la añoranza de un pasado volandero se confirma en la frase melancólica que confía a sus amigos en sus últimos momentos: “… vámonos poco a poco, pues en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”, con la que culmina y corrobora el proceso evocativo de su plenitud perdida.

La tardía exaltación juvenil de don Quijote muestra a su vez la pérdida de la sustantividad que caracterizó su vida, atribuible en el tramo del final a la imaginación del hidalgo y no solo a sus lecturas, como le sugiere a Sancho, diciéndole: … “vamos con el pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado [es decir, paso] a nuestras imaginaciones y la traza [o la forma] que en la pastoril vida pensamos ejercitar”. Para llegar a esa nueva vida, don Quijote procede como el autor o los autores del libro en que figura, puesto que altera los nombres, tanto el suyo como el de sus amigos y parientes, adjetivándolos, desubstancializándolos, en función de su apariencia pastoril. De tal manera, el personaje y el autor se confunden, haciéndose uno, aunque, a este respecto conviene recordar que frente a la idea consabida de que don Quijote fue siempre estimado como el lector por excelencia, conviene tener en cuenta que intentó ser el coautor de un libro de caballerías inconcluso, ya que quiso completarlo con su pluma14.

Como quiera que sea, este doble regreso de don Quijote, evidenciado, por una parte, en la añoranza de su lejana juventud, cifrándola en la vida pastoril, y por otra, en el retorno a su lugar de origen, a su centro y a su racionalidad, también perdidos, se formulan largamente en el texto, tratándolos como una extensa fuga musical a dos voces. Así que contra el tópico, reiterado hasta el hastío, de que el final del Quijote se produce abruptamente, si lo leemos con atención, como reclama Cervantes, comprobaremos que no es así. Porque el proyecto de don Quijote de adoptar una vida pastoril se produce con mucha antelación, tras la última derrota sufrida, mientras que el retorno a su racionalidad se anticipa claramente a lo largo del trayecto de regreso hacia sí mismo y hacia su lugar de origen, porque acepta como es un mesón en que se aloja, sin confundirlo con un castillo, según le era habitual. Además, en prueba de su cordura y sensatez, se opone a que haya “dos don Quijotes” con vida, él y el del falso relato, recurriendo para ello a un personaje del libro de Avellaneda, –también “doble”, vivo y ficticio a la vez–, quien declara ante el alcalde de un lugar innominado que el auténtico Quijote es el que está allí presente, dada la mucha discreción que tiene. Por ello, si la narratio es esa parte de un juicio que brinda el conocimiento necesario para aclarar los asuntos y procurar la verdad, la narración del Quijote hace suya la verdad del personaje, así como la del libro de Cervantes, defendiéndolos del plagio.

Aún más, la fase siguiente en el retorno a la normalidad de don Quijote se encuentra en las palabras con que Sancho celebra, entre bromas y veras, el regreso a su pueblo, calificándolo como “la deseada patria” –o lugar de los padres–, rogándole que lo reciba y reciba también a su hijo don Quijote, “que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo”. Pero, ¿en qué consiste “ser vencedor de sí mismo”? Porque aunque parezca una variación de aquel “yo sé quién soy” que proclamó don Quijote al regresar a su aldea tras su primera derrota, es bastante más que eso, pues de hecho significa una condición forzosa para llegar a la muerte y tenerla en plenitud. No se trata, por lo tanto, de que al final de la obra don Quijote recupere la razón y muera poco después, como suele repetirse, sino que sin poseer pleno dominio de sí, tampoco podrá hacer suya la grave y definitiva cesación que es la muerte. Ese es el quid del asunto, totalmente descuidado.

Aun más, en este sentido, don Quijote, tanto como el libro que lo incluye, requiere situarse ante sí mismo, mediante un “yo” que no solo signifique el tener conciencia propia, sino posesión de sí. A consecuencia de ello, el “yo” que debía desdoblarse para conocer quién se es, terminará convirtiéndose en un centro, hasta el punto que el descentrado y excéntrico don Quijote concluirá por ser el dueño de sí mismo, ya que solamente así logrará dejar de ser. De tal modo, ese “yo” centrado en sí, merced a su propia posesión seguirá la trayectoria que conduce del pronombre personal al posesivo, pasando del “yo” y el “tu” a “lo mío” y a “lo tuyo”, así sea en cuanto corresponde al personaje como al libro que lo alberga.

Por su parte, Cide Hamete Benengeli cierra su obra privándola nuevamente de sustantividad, pues se abstiene de nombrar dónde murió don Quijote, tal como hizo al omitir en qué punto se iniciaron sus andanzas, manteniéndolo en secreto. La razón de ello se debe a que todas las villas de la Mancha puedan contender entre ellas por ahijar al caballero, teniéndolo como suyo. Y porque nada le falte a este ensimismamiento prodigioso que significa el Quijote, el autor concluye el libro en reversión, a partir del instrumento que produce la escritura y, con ella, la lectura: por supuesto que la pluma, estimada como un medio necesario para iniciar el proceso que se concluye en un libro, elogiándola con creces, aunque acabe denostándola cuando se pone al servicio de un plagiario que Cervantes nunca olvida15. De este modo, en el Quijote, el ser y el dejar de ser se hacen uno, tanto al final de sus páginas cuanto en el del personaje.

Tal vez por ello quepa preguntarse, como lo hizo Teófilo Gautier ante una gran pintura privada de su condición sustantiva, Las meninas, de Velásquez, diciéndose, sorprendido: “¿Dónde está el cuadro?” ¿Dónde está el Quijote? Posiblemente en cada uno de nosotros, según sea la capacidad imaginaria que tengamos para entenderlo como un libro que extrema hasta lo imposible el problema aquí propuesto: el de su desubstanciación.

Al fin y al cabo, se hace obligado aceptar que Cervantes no solo abrió este camino, sino que fue más lejos que otros de los pensadores de su tiempo. Porque si bien se le aprecia como el precursor directo de la novela moderna, no se tuvo suficientemente en cuenta que anticipó en el Quijote varios de los supuestos del barroco, formulados algún tiempo después por los filósofos de entonces. Entre ellos, Spinoza, pues estimó que “toda determinación es negación”, entendiéndola como la negación del todo, que, por infinito, no admite la fragmentación en porciones preconizada por Descartes. A su vez, Leibniz, en prueba de que también existe la filosofía-ficción, renovó una entidad imaginaria, la mónada, dotándola de un “yo” que implica el conocimiento de sí mismo, haciéndola reflexiva y proponiéndola además como una substancia simple o sin partes, de índole representativa, ya que refleja “a su modo”, como un espejo viviente, el todo del universo. Sin embargo, pese a la afinidad manifiesta entre la posición de Cervantes y las de Spinoza y Leibniz, existe una diferencia decisiva que los distingue por entero: radica en que ambos filósofos mantuvieron vigente la noción de substancia, mientras que en el Quijote, el predominio de las apariencias sobre la consistencia, y el de lo fenoménico y ocasional sobre lo estable y fijo, privan de substancialidad a la obra entera, haciendo de esta privación una de sus aportaciones más rigurosas al pensamiento literario. Si en las artes de entonces un tema reiterado consistió en el misterio de la transubstanciación, a diferencia de ello, en un orden de cosas muy distinto, Cervantes nos propuso en su Quijote el enigma de un libro situado ante sí mismo, en el que la desubstanciación del mundo, del personaje y de la narración se revela o encubre de infinitas maneras.

 

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Notas 

1 Ortega y Gasset, José, “Meditaciones del Quijote”, en Obras completas, tomo I, cuarta edición, Madrid, 1957, p. 326.

2 Benveniste, Émile, Le vocabulaire des Institutions Indo-Européennes. Paris, 1969, pp. 321 y ss.

3 El precio irrisorio atribuido a la traducción del Quijote escrito en lengua árabe contrasta con la elogiosa literatura de solapa que Cervantes pone en boca de sus personajes, para celebrar el éxito de la obra. Así, en el capítulo tercero de la Segunda Parte, el Bachiller le dice a don Quijote: “… a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca”. Después, en el capítulo dieciséis, afirma don Quijote: “Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia”. Debido al optimismo irónico de ambas afirmaciones, no pueden ser más opuestos el precio asignado a un trabajo literario hecho a la ligera y el considerable aprecio que la obra recibirá del mundo entero, según anuncian sus personajes.

4 El concepto de substancia, netamente aristotélico, evidencia cuánto hay de permanente en aquello que se trate, así sea en su sentido genérico como en el específico. A mi manera de ver, en el Quijote el nombrar consiste en traer a presencia lo nombrado, dramatizándolo, prescindiéndose con ello de definir o estimar su carácter sustantivo. De ahí que la supuesta incapacidad descriptiva de Cervantes se debe tanto a su prescindencia voluntaria de cuanto sea substancial en el texto como a su condición de autor dramático, ya que destaca los aspectos conflictivos de su obra, a expensas de lo substante o estable que haya en ella.

5 Los diversos temperamentos atribuibles al lector, en función de la medicina y la astrología de la Antigüedad y del Renacimiento, se encuentran aludidos al final del prólogo de la Primera Parte. Además, la altura de la vida del lector, a la que también recurre el autor para justificar la diversa comprensión de la obra, figura en el capítulo tercero de la Segunda Parte, exponiéndola Sansón Carrasco en estos términos: “… los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran…” Así supuesto, el Quijote significa una literatura para la madurez.

6 La interrupción del relato de Sancho, respectivo a las cabras que cruzan en bote el Guadiana –un río que se oculta y reaparece en la cabecera de surco– lo elogia don Quijote, asumiendo el papel del crítico, diciéndole a su escudero: “… has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo pensar en el mundo y que tal modo de contarla i dejarla jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida…” (I, 20). En alguna ocasión he tratado la lectura como si fuese un co-ire, una manera de coito que une activamente al lector con el texto. Por ello, el relato de Sancho se propone como un coitus interruptus, celebrándolo don Quijote como una gran novedad, de la que deja constancia. En tal sentido, la conciencia del hallazgo, y no solo el haberlo producido, es aquello que se destaca en la obra. Sin embargo, entre las muchas interrupciones del relato, que abundan dramáticamente en el Quijote, quizá la de mayor entidad sea aquella situada entre los capítulos octavo y noveno de la Primera Parte, no solo porque deja a don Quijote y al Vizcaíno en suspensión, dispuestos a concluir la pendencia habida entre ellos, para parecer de nuevo en el capítulo noveno con “las espadas levantadas”, sino porque tras el corte del relato, éste adopta una forma muy distinta de la precedente. Tanto es así, que a semejanza de las actuales historietas ilustradas, la narración se convierte en un cómic, acompañándose de viñetas alusivas a los personajes y aun a Rocinante, designados con sus nombres, puestos al pie de sus imágenes respectivas. Sobre otras modalidades de la relación posible entre el texto y las figuras que le corresponden, véase Narratio picta, ensayo incluido en mi Estilo, pintura y palabra. Madrid, 1994, pp. 61-84.

7 La comparación posible entre la adicción de don Quijote a la lectura y la de un toxicómano subordinado a sus alucinógenos la establece Stephen Gilman en La novela según Cervantes. México D. F., 1993, p. 114, reiterándola Susan Sontag en su discurso de recepción del Premio Príncipe de Asturias, 2004.

8 El título del cuadro de Guercino da origen a un conocido ensayo de Edwin Panofsky, “Et in Arcadia ego: Poussin and the elegiac tradition”, incluido en Meaning in the visual arts. New York, 1995, pp. 295-320. La variante cervantina del tema no figura en el ensayo de Panofsky.

9 Cervantes, en el prólogo de la Segunda Parte, agradece con sorna al autor del Quijote apócrifo el haber encontrado buenas sus novelas, “y no lo pudieran ser –añade– si no tuvieran de todo”. Ese tener de todo no solo implica la diversidad de los mundos que incluyen, sino las distintas modalidades narrativas adoptadas en ellas.

10 Capítulo 47 de la Primera Parte.

11 Cervantes distingue entre la historia y la narración. La primera significa el total de lo ocurrido, mientras que la segunda corresponde a lo expuesto por alguien, aunque ambas tienen como fin explícito el de manifestar la verdad. Así, en II, 3 sostiene que la historia “es como cosa sagrada, porque ha de ser verdadera”. Basándose en la idea de la verdad, en el capítulo 18 de la Segunda Parte, el traductor le enmienda la plana al autor, porque se supone que éste describe minuciosamente la casa del Caballero del Verde Gabán, pero el traductor prefiere dejar “estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual tiene más fuerza en la verdad que en las frías digresiones”. Aún más, a comienzos del capítulo décimo de la Segunda parte, “el autor desta grande historia”, pese a que las locuras de don Quijote sobrepasan los límites concebibles, “las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia ni un átomo de la verdad…” Sin embargo, previamente –en el capítulo noveno de la Primera Parte–, por ser el autor arábigo, supone como “muy propio de los de aquella nación ser mentirosos”, calificándolos como “nuestros enemigos”, por lo que, debido a ello, regateó las alabanzas merecidas por “tan buen caballero” como fue don Quijote. En este lugar del texto, al decir que los historiadores han de ser “puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés, ni el miedo, el rencor, ni la afición, no les hagan torcer el camino de la verdad, cuya madre es la historia”, Cervantes parece basarse directamente en la posición sustentada por Juan de Mena en su Laberinto de fortuna, en cuya copla sexta aparece el vocablo ‘narrar’ en nuestra lengua. Allí, en la copla 61, Providencia le recomienda al poeta, antes de guiarlo en su extenso recorrido por los círculos planetarios, que mantenga la más absoluta objetividad en su narración, diciéndole:

 

“… mas sey bien atento en lo que te digo:
que por amigo nin por enemigo,
nin por buen amor de tierra nin gloria,
nin finjas lo falso nin furtes historia,
mas di lo que oviere cada cual consigo”.

 

Como puede comprobarse, al cumplir estas condiciones respectivas a la historia y a la narración, ambas coinciden en adoptar la verdad como una conditio sine qua non. Cervantes lo refrenda en el primer capítulo de la Primera Parte, cuando expone la multiplicidad de apellidos atribuibles a don Quijote: “Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que la narración dél no se salga un punto de la verdad”. De manera que la posición del autor no puede ser más explícita: la historia se atiene a la verdad de lo ocurrido y la narración consiste en la actualización de la historia al referirla verazmente. No obstante, en una prueba más de la complejidad del texto aquí tratado, ajena por completo a la trivialidad que suelen atribuirle, en el capítulo 24 de la Segunda Parte, Benengeli, el autor tenido como mentiroso, duda que la aventura de la cueva de Montesinos sea verdadera… Entonces, ¿en qué quedamos? Posiblemente en nada, pues como en el caso de Epiménides, anteriormente citado, no cabe afirmar que su aseveración sea cierta o falsa. Inclusive, Benengeli refrenda la duda al concluir irónicamente: “Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere”. De esta manera, el lector se convierte en un juez que ha de estimar la narratio como la parte fehaciente de un juicio en la que reside la verdad. Al fin y al cabo, la dramaticidad del Quijote consiste en que la obra es un juicio constante del mundo, de los personajes, de las situaciones y aun del libro mismo, poniéndolos en conflicto e incluso en tela de juicio. De este modo, don Quijote es una especie de juez ambulante, a la intemperie, mientras que a Sancho le corresponde un papel análogo en la Ínsula Barataria.

12 Primera Parte, capítulo 47.

13 Primera Parte, capítulo 25. Respecto de las características de la escritura del tiempo de Cervantes, véase el capítulo “Morfología de la escritura”, incluido en mi libro Estilo y Paleografía de los documentos chilenos, segunda edición, Santiago de Chile, 1994.

14 En el Libro Primero, capítulo segundo, se dice que “muchas veces le vino el deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.” Inclusive, el procedimiento empleado por don Quijote para nombrarse a sí mismo y a Rocinante, basándose en el continuo regreso sobre lo imaginado, corresponde por completo a la redacción literaria, en su sentido literal de ‘volver sobre lo hecho’. Por ello, cabe considerar a don Quijote no solo como juez, sino como una especie de redactor del mundo, dado que pretende rectificarlo y encauzarlo, “según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer”.

15 Tanto lo tiene presente, que si no pareciese excesivo, es posible suponer que el Quijote apócrifo y su autor ficticio, Alonso Fernández de Avellaneda, fueron una invención de Cervantes, para dramatizar la segunda parte de su obra y tener a quién y a qué oponerse. Aunque conviene dejar este asunto en aquello que realmente es: una especulación a todas luces gratuita, puesta a merced de quienes quieran descalificarla.