I. “VOY A VIVIR” O MANERA DE INTRODUCCIÓN

No soy producto de tu fantasía
Existo.
(...)
La oscuridad...
¿La oyes?
No desesperes.
Quiero vivir.
Voy a vivir.
Te lo prometo
(Maritza Núñez, A la luz de la Oscuridad)

A partir de éstas y otras referencias a un proceso de construcción subjetiva no concluido, Maritza Núñez abre con su escritura posibilidades de pronunciamiento –en un lugar espaciotemporal por venir– a ciertos constructos femeninos emergentes, nómadas y, por extensión, apátridas. Tanto en A la luz de la oscuridad (1998), como en Sueños de una tarde dominical (2000), la autora subvierte las herramientas tradicionales de delimitación del espacio geográfico y, por medio de la exhibición de su carácter arbitrario, agrieta nociones como las de patria, territorio nacional o lugar de pertenencia, hasta ponerlas al alcance de sujetos en movimiento, anómalos1 y difícilmente (re)presentables dentro de los límites de la lógica.

Uno de los recursos más empleados en la dramaturgia de esta autora para desdecir el alcance de la palabra escrita y de la institución literaria –en toda su amplitud– es el uso de representaciones gráficas –como fotografías, grabados, referencias a pinturas y apelaciones a manchas de color– insertas en espacios textuales. Se trata de combinaciones productoras de sentido que rompen, al mismo tiempo, el concepto de belleza, los márgenes de la “normalidad” y la ilusión de verdad que –al menos dentro del imaginario occidental– subyació durante mucho tiempo en/bajo la palabra escrita.

En esta mezcla indiscriminada de códigos emerge la noción de contagio que des-ordena –en todos los sentidos posibles del término– los elementos constituyentes de la (re)presentación. Se trata de hacer manifiesto el representante reprimido, de desarticular la representación reprimente y de fijar el eje del discurso en el representado desplazado (Deleuze y Guattari 1985) hasta configurar un espacio textual estructurado desde las relaciones de hermandad, donde únicamente la “rareza”2 permite la subsistencia.

En otras palabras, Maritza Núñez –nacida en Perú y radicada, durante más de la mitad de su vida, en lugares tan remotos como Moscú y Helsinki– proyecta su condición subjetiva errante en la escritura, hace de la imagen un lugar de confinamiento y resistencia donde desaparecen el destino y cualquier otra imposición cultural no elegida. La autora, valiéndose de la inserción de imágenes en el texto escrito, presenta un espejo deformante anómalo que congela –al extremo de lo grotesco– las prescripciones identitarias; con esto, consigue disolver la violencia discursiva occidental que conlleva la negación de las subjetividades transpolíticas.

La escritura teatral de Maritza Núñez constituye entonces una propuesta profundamente utópica basada en una poética de la resistencia, de la filiación arbitraria y del derecho a la construcción subjetiva. Asimismo, supone la búsqueda de un lenguaje propio, inentendible desde cualquier lugar de poder y, por extensión, imposible de ser descifrado, apropiado, ni normatizado (Deleuze y Guattari, 1978). Es decir, en su dramaturgia, Maritza Núñez proyecta una reescritura –en los márgenes de la lógica– de la historia, de las relaciones causales y de la memoria.

 

II. A LA LUZ DE LA OSCURIDAD O CUÁNTO DURA LA VIDA DE UN REHÉN

Pero los sabía en la espera y el ansia de ser surgía con ímpetu.
¿Cuánto tiempo pasó?
¿Fueron segundos, minutos, días los que permanecí ahí?
¿Cuánto puede durar la eternidad?
(Maritza Núñez, A la luz de la oscuridad)

 

Por medio de un alejamiento de las formas tradicionales de acotación en la dramaturgia, el monólogo A la luz de la oscuridad de Maritza Núñez propone un quiebre franco de la dialéctica del sentido. En este texto, la autora se vale de la introducción de representaciones gráficas para indicar el ritmo de la trama3 y –al hacerlo– rompe algunas oposiciones tradicionales del imaginario occidental, tales como las de verdad / falsedad, palabra /imagen o dramaturgia / performatividad. Con este movimiento, la autora abre una apuesta por la proliferación y el devenir.

Los términos genéricos empleados por Núñez desde el comienzo mismo de la obra –donde refiere a la “mujer” como el personaje, a “cualquier lugar del mundo habitado por el hombre” como espacio de desarrollo de la trama o al ser humano en general como “demiurgo del horror”– parecieran contener un gesto desacralizador de la palabra, la negación del poder disociativo y organizador del discurso que –a su vez– pudiera entenderse como el principio rector de esta pieza teatral en su totalidad.

Sin duda, el gesto de reunificar los elementos aparentemente inconciliables tras una acción irreversible del discurso convierte esta escritura en un ejercicio literario, si se quiere testimonial –en tanto su pretensión de pluralidad– y abiertamente menor (Deleuze y Guattari, 1978), pues al volver sobre los genéricos para nombrar el entorno, la escritura declara su carácter colectivo, político y contracanónico, al mismo tiempo que propone la imposibilidad organizativa del espacio /tiempo por medio de la palabra.

Igualmente, la carencia de un nombre propio para el personaje es también muy reveladora. El sujeto representado no evidencia marca alguna de estabilidad, por el contrario, se define desde la ausencia de nombre, palabras propias, nacionalidad y un otro del cual diferenciarse, es decir, este personaje se construye desde la insuficiencia más absoluta de signos identitarios. De ahí que su apariencia –representada gráficamente en los grabados– sea sugerida como en constante transformación, por oposición a su discurso que podría asumirse como cualquier relato iniciático de la dramaturgia más tradicional4.

No por casualidad, la primera situación dramática presentada en la obra muestra una rehén que –como tal– se encuentra al margen de su destino, del paso convencional del tiempo y de las normas reguladoras del espacio social. Curiosamente, el texto presentado por Núñez denota cierta dependencia de este único personaje hacia el Otro: “¡No!/Padre mío, no./Padre, que no vuelva a amanecer” (Núñez 1992: 7) por oposición al grabado ilustrador de este texto, que representa un rostro sin cuerpo, sonriente, enmarcado en una enorme cabellera –cuya referencia más directa se encuentra en la representación de medusa5– y coronado con un velero evidentemente a la deriva.

Esta ruptura entre la imagen gráfica que –según la propia autora– pretende sustituir la acotación, y el texto que denota la debilidad del personaje, crea un enorme desconcierto cuyo resultado es la apelación directa a la idea de resistencia pacífica presentada una y otra vez en la escritura de esta autora. No se trata pues de un enfrentamiento constante por la “búsqueda de Libertad” anunciada en el texto, sino de un ejercicio de desestabilización desde el confinamiento, la marginalidad y el rechazo de cualquier categoría sintáctica:


Martes.
Entonces los días tenían nombre.
Lunes, viernes, domingo...
La vida era regida por el tiempo.
El tiempo era una sucesión ordenada.
Segundo, minuto, año.
Curiosos signos, carentes de significado.
La vida moraba en el tiempo.
Aquí, las manecillas son dos líneas inútiles.
En este túnel, un portazo es el único punto de apoyo.
(Núñez 1992: 11)

Después de esta proclama de arbitrariedad de los elementos organizadores del entorno, en la obra se anuncia el desplazamiento de una serie de construcciones paradigmáticas –tales como la nación, el género y la pertenencia– hacia la periferia resignificada. El grabado que acompaña el texto representa la mujer de espaldas, sin rostro y virada hacia el infinito, con lo que parece advertir un proceso de fuga que se concretará hacia el final de la escritura.

A pesar de ello, el personaje “mujer” se perfila como un constructo de umbrales, que fluctuará entre la posición de dominado y la libertad que la resistencia le proporciona. A la luz de la oscuridad se convertirá entonces en un proceso enunciativo de la diferencia que, como tal, dirá desde las contradicciones entre discurso e imagen, dominación y dominado. La ironía de estas relaciones será el puente de la resemantización. Uno de los ejemplos más claros es la situación dramática donde se representa gráficamente una mujer en cinta, con un rostro sonriente y en el texto que acompaña la imagen se afirma:

¿Quién soy?
¡No quiero vivir!
Pienso en el suicidio, en el álgido reposo.
Iba un burrito callej...
calle...
(...)
Pedacito de mí, perdóname. Viviré para secar tus párpados.
(...)
¿Adónde vamos?
¿En qué lugar me encuentro?
¿Cuánto tiempo transcurrió?
¿Quién soy?
(Núñez 1992: 13)

En este fragmento se suscitan varios desplazamientos llamativos. Por una parte, el cuestionamiento acerca de la existencia subjetiva de la mujer no está en boca de un YO normatizador del discurso, sino que –en un gesto
paradójico– pertenece al sujeto cuestionado, y esta ironía que le permite al personaje enunciar la duda de sí, obliga a que los paradigmas articuladores de la diferencia se desdibujen. Por otra parte, el texto donde el personaje duda de su existencia se muestra junto a la representación de una mujer arquetípicamente maternal, con lo cual, la falsedad y la desestabilización del arquetipo se lleva a los límites del absurdo, al tiempo que se le resta poder real al encierro al que se ha sometido al personaje.

La propuesta dramática de Maritza Núñez se inscribe, entonces, muy cerca de los límites del teatro de la crueldad6, pues si bien en A la luz de la oscuridad hay una voluntad de palabra que no permite del todo la muerte del autor / Dios, el texto se encuentra atravesado por un gesto cuestionador de ese logos primero capaz de gobernar el espacio teatral. Contrariamente a lo que se podría esperar –según la tradición occidental– de la inclusión de una forma pictórica en un acto de escritura, con estos grabados, la autora no busca adornar un texto para reforzar así las palabras del comienzo, sino dejar en evidencia las aporías del discurso (Derrida 1989).

Maritza Núñez plantea en esta escritura la producción de un espacio asignificante donde se pone en escena una subjetividad omitida hasta imposibilitar su representación. En su resistencia a la reproducción de la dialéctica del sentido, la escritora apuesta por la saturación más que por la oposición y frente al silencio, presenta el vacío; frente al encierro, la soledad más absoluta; frente a la marginación, la ignorancia por elección: “Exigirán lo que no sé. / Si lo supiera, no hablaría” (Núñez 1992: 15).

Lo curioso de esta situación dramática es que mientras el personaje recuerda el momento de su captura, las torturas y la dureza de los interrogatorios, se acompaña de un grabado donde se muestra una figura femenina en una posición absolutamente autocontemplativa, ajena a cualquier movimiento externo a su cuerpo, plegada sobre sí misma hasta el punto de negar todas las posibilidades de comunicación. La afirmación de uno de los captores, recordada por la mujer: “Conteste a mis preguntas, la necesitan en casa, no lo olvide” (Núñez 1992: 14) se vacía por completo de sentido cuando el personaje, en un gesto más de resistencia, elige no decir.

Asimismo, la representación gráfica que acompaña este texto desdobla la figura de la mujer. De ser un objeto a contemplar, comienza a ocupar –al mismo tiempo– el espacio destinado al voyeur. Plegada sobre sí misma, vigila sus acciones y, solo entonces, la condición de irrepresentabilidad que define su lugar subjetivo se desvanece progresivamente. Es decir, desde el momento de autocontemplación, el personaje comienza a construir su espacio de pertenencia, anónimo, ucrónico y limitado, pero –de igual manera– irrenunciablemente utópico.

La primera herramienta para esta nueva construcción del espacio es la negación de la historia: ni la captura, ni el sometimiento, ni las torturas existen dentro del imaginario del personaje. La negación de lo ocurrido vacía de cualquier posibilidad de significación las acciones de los opresores y, por encima de todo, desestructura las prácticas de poder. La rehén, dada su condición de encierro, se encuentra al margen del transcurrir del tiempo, mientras que los verdugos necesitan que el discurso se pronuncie en un momento determinado. La dilación en las declaraciones, junto al juego constante entre el no saber /no decir7, hace imposible el sometimiento del personaje. Por eso mismo, la mujer tan pronto asegura algo, lo vuelve equívoco:

Me hablan de personas y hechos desconocidos.
Repito incontables veces que no sé nada y ellos, implacables, responden de la
misma manera.
Todo espacio, todo recuerdo, toda memoria son violentados.
(...)
¿Cuánto tiempo pasó?
¿Fueron segundos, minutos, días los que permanecí ahí?
¿Cuánto puede durar la eternidad? (Núñez 1992: 19)

Finalmente, este gesto –que bien pudiera ser entendido como el punto de partida del proyecto utópico subyacente en A la luz de la oscuridad– se ve reforzado a lo largo de todo el monólogo con la elaboración estilística del discurso8. El discurso profundamente barroco, atravesado por representaciones quiásmicas, oxímoros y juegos de sentido contribuye a la construcción de un espacio alternativo y raro para /de ser, un lugar de devenir idóneo para permanencia de las subjetividades marginales.

La última situación dramática –que, por cierto, es la única que no aparece acompañada de un grabado que sirva de acotación– niega la corporeidad y afirma la existencia:

Ustedes se preparan para recordarle a la ciudad que existimos.
Les contestarán que no.
No te dejes convencer
Existimos.
No soy producto de tu fantasía.
Existo. (Núñez 1992: 28)

En conclusión, se podría afirmar que el ser propuesto en A la luz de la oscuridad solo es realizable en la ausencia de un cuerpo, de una construcción individual y de un lenguaje normatizado. Por eso mismo, se configura como transhistórico, transnacional e irrenunciablemente colectivo. La utopía se erige en la resistencia y da paso a un relato de identidad que promete comenzar cuando acabe la cuenta regresiva, cuando “lleguen” quienes controlan el destino del rehén y su poder sea desarticulado.

 

III. SUEÑOS DE UNA TARDE DOMINICAL O LA HISTORIA DE UNA ROSA ANTIEDÍPICA

(LA OTRA FRIDA y FRIDA juegan con sus manos produciendo
con las sombras los dos personajes del último diálogo: Las flores)
FLOR.- Yo soy una flor
y tú ¿quién eres?

LA OTRA FLOR.-Yo soy una rosa.
Seamos amigas
.
(Maritza Núñez, Sueños de una tarde dominical)

 

Siete años después del estreno de A la luz de la oscuridad, Martiza Núñez publica la obra que tal vez replique de manera más radical al lenguaje como herramienta de organización social y, en consecuencia, de homogeneización de la alteridad: Sueños de una tarde dominical (1999). En esta escritura, la autora remite al discurso plástico desde el momento mismo de la elección del título, pues con él hace referencia a un mural de Diego Rivera, “Sueño de una tarde dominical en la Alameda central”, que –por su parte– constituye una “rareza” dentro de las creaciones del autor.

Esta pintura, si bien responde a las directrices figurativas que con frecuencia se han establecido dentro de la plástica del muralista, tiene un tono claramente onírico en su contenido, se toma la licencia de inscribir en un mismo plano de ficción a la muerte, al acta de independencia de México, a una Frida Kahlo capaz de asir el equilibrio, a Emiliano Zapata, a Salinas de Gortari, a José Martí y a otro conjunto de “hacedores de la Historia oficial”. Es decir, a pesar de la apuesta por el realismo que signa la pintura de Diego Rivera, el mural que Maritza Núñez elige como soporte pictórico de su pieza teatral que roza los límites del surrealismo y deja en evidencia que la historia, las artes y la cultura son fundamentalmente construcciones verbales.

A pesar de la aparente distancia espacio /temporal que separa la figura de la escritora Maritza Núñez del personaje elegido como eje de su ficción, la pintora Frida Kahlo, con esta pieza teatral se construye un nexo que envuelve al menos tres rasgos definidores: en primer lugar, aparece el gesto disidente traducido en la permanencia voluntaria –tanto de la autora, como del personaje– en el lugar de la “rareza”, dada por su condición de extranjería, así como por la elección consciente y política de una identidad nacional otra.

En segundo término, tanto la autora como el personaje que construye proponen constantemente la insuficiencia de las herramientas tradicionales de expresión, así que las mezclan de manera indiscriminada hasta alterar –muchas veces al extremo de hacerlos desaparecer– el sentido y el uso más convencional de las mismas. Finalmente, la rebeldía que les impide, a ambas, la elección de una forma de expresión pura, obliga al espectador a una lectura paratáctica de las obras que contenga, al mismo tiempo y sin estructuras jerárquicas, todas las identidades y sus discursos generadores en torno a estas subjetividades emergentes.

Tal vez por ello, en Sueño de una tarde dominical, Núñez decide construir una Frida que (re)presente –es decir, que traiga nuevamente al presente y ponga en circulación– a la vez todos sus mitos, que acumule todos los significados posibles conglomerados sobre ella. De hecho, en esta obra aparecen cuatro –o ventualmente, seis– personajes cuya identidad habita en el nombre /rostro sin cuerpo significado de la pintora: Frida, la otra Frida, Frida niña. Ella y las dos Flores que hablan en el postludio de la obra representan en este texto la proliferación de identidades de la pintora que –en una innegable necesidad de pertenecer– se cosifica hasta ser dicha una y otra vez por quienes la rodean.

Así, Frida –bajo cualquiera de las máscaras que se le atribuyen en este texto– consigue situarse frente a todos los Otros, es decir, frente a los amos del discurso: Breton, Rivera, Trotsky, el Padre y el Hombre. Una vez que logra interpelarlos, la pintora se fuga por medio de una representación plástica que le permite, con más o menos contundencia dentro de cada escena, dejar al descubierto la falsedad de los significantes identitarios inscritos por cada YO, sobre su cuerpo.

De hecho, desde el primer diálogo de Sueños de una tarde dominical –que no por casualidad, está inserto en una escena donde no hay imagen, sino solo palabras y sonidos– se inicia el viaje, con una función remotamente épica, que permitirá la existencia del personaje Frida hacia el final de la trama. Aún más, en el preludio de Sueños de una tarde dominical, las relaciones palabra/poder y su desestabilización desde el silencio y la plasticidad del otro determinan lo que serán las escenas sucesivas, todas ellas, como se verá más adelante, con cierto grado de reiteración que tiende a acusar el carácter mecánico de los intentos normatizadores.

La acotación que acompaña el preludio, donde se pide una “Atmósfera de irrealidad” resulta por demás elocuente, sobre todo, si se tiene en cuenta que solo bajo estas condiciones le es conferida la voz al Padre de Frida, quien –además– goza de un nombre y, en consecuencia, de una identidad puramente relacional. Este personaje que dentro del imaginario de Occidente debiera ocupar el centro de la narración, en este caso, solo cuenta una breve subhistoria que no progresa, no tiene un fin claro, no supone la realización de ningún héroe y, además, resultaría poco interesante si no estuviera acompañada de los comentarios explicativos de la voz de Frida niña. Hacia el final del preludio, el padre afirma:

La Lokura era reino de espléndido colorido, sólo comparable al arco iris.
Hasta que un día, de tierras muy lejanas, llegó el Rey Sapo...
(...) Eran los suyos unos ojos extraños que parecían abarcarlo todo desde ese rostro sin edad. Y así, una mañana en que el NiñoSapo salió a pasear, posó su mirada en una hermosa doncella del país de la Lokura (...) Desde ese día, el país de la lokura cambió. Allí donde había reinado la calma...
(Núñez 2000: 22-23)

Con este punto de partida, se hace más que evidente el gesto desacralizador que atravesará todo el texto y que, desde el mismo momento en que comienza el proceso de enunciación, reduce la voz del padre a la de un contador de historias altamente explicativas y moralizantes, pero contrarias a cualquiera de los presupuestos lógicos y prospectivos de una narración épica; sin embargo, el síntoma más sedicioso de todos los que componen este preludio no está en su forma, sino en su contenido.

Aunque se trate de una narración trivializada, la historia del reino de la Lokura formalmente alude los relatos metaficcionales cuya función en la dramaturgia clásica era dar sentido a la obra teatral en su totalidad. A pesar
de ello, al contar una historia donde los mitos construidos tanto en torno a Diego Rivera, como sobre Frida Kahlo, permanecen relegados en el espacio de la leyenda, al mismo tiempo se estaría dejando en evidencia la insustancialidad de estos constructos y su condición de discursividad pura, en detrimento al carácter de “verdad histórica” que les ha dado un lugar dentro del imaginario latinoamericano.

Asimismo, al convertir a Diego –el referente más fuerte del “nombre del padre” dentro de los muchos mitos inscritos sobre el cuerpo de Frida Kahlo– en un NiñoSapo, cuya calma se alteraría ante una presencia femenina, se estaría –por una parte– resemantizando la dicotomía sujeto/objeto desde la que se ha leído incontablemente la relación de pareja de estos pintores. Por la otra, se estaría invirtiendo el lugar del poder en la dicotomía deseo humano/deseo animal que permitió la lectura de Frida dentro del campo cultural del México de la Revolución.

En otras palabras, por medio de esta pequeña fábula con que Maritza Núñez introduce la pieza teatral se anuncian esos desplazamientos de sentido  que atravesarán toda la obra, y que permitirán la emergencia final de una subjetividad reterritorializada, con una identidad construida desde la insuficiencia del lenguaje y en un espacio puramente plástico, arbitrario y voluntariamente ocupado.

Desde entonces, todas las Fridas del texto se encargarán de recuperar el resto de los estereotipos donde se ha pretendido encasillar a la pintora; en las primeras escenas de Sueños de una tarde dominical circulan alternativamente una Frida sobremexicanizada que, en un gesto profundamente irónico, trata inútilmente de confundirse con la masa que en el espacio dramático supone el público espectador; Frida, la víctima, que le canta a su marido infiel “Así tú me abandones, corazón,/no dejaré de amarte con pasión./ Te seguiré a los cielos / porque la muerte es nada ante mi amor” (Núñez 2000: 30); y Frida, la mujer fatal, construida por la voz del padre y padecida por Diego Rivera.

El correlato empleado por Maritza Núñez para expresar la disección del cuerpo de Frida Kahlo que, sin duda alguna, pretendió su domesticación, es el cuadro Unos cuantos piquetitos, obra que –al igual que Sueños de una tarde dominical– además de ser inclasificable tanto formal como genéricamente, yuxtapone la imagen y el texto para demostrar la incompetencia representativa de ambos códigos.

Este cuadro –si bien en su dimensión plástica resultaría altamente cercano a lo real en tanto deja al descubierto heridas, dolor y otras sensaciones difícilmente definibles por medio del discurso– al mostrarse al mismo tiempo y en diálogo con el lema “unos cuantos piquetitos”, se carga de una ironía que desdice la objetivación de Frida Kahlo como ente pasivo y sufriente.  Quizás por ello, cuando Maritza Núñez hace uso de esta pintura, ironiza aún más en torno a la representación de la Frida /esfinge, ilegible, portadora de un secreto e incapaz de producir ninguna sensación diferente a la lástima, ni otro relato que no sea el que construye y refuerza el imaginario correspondiente a este sentimiento.

Este intento por evidenciar la falsedad de cada uno de estos rasgos identitarios construidos sobre Frida por todos los que la rodean, se acentúa con otras referencias a cuadros e imágenes, tanto de pinturas de Kahlo como de los otros artistas plásticos reproducidos –bien sea en calidad de personaje o como recurso extratextual– dentro de esta escritura. Por ejemplo, en la “Escena V”, después de que el personaje Frida se ha posicionado frente al pensamiento monolítico, tanto de la Revolución como del canon pictórico que la legitimaba y ha concluido afirmando: “¡A pasarla bien! Porque la vida, cuates, es un relajo. Y la muerte también”, el personaje André Breton le pinta unos bigotes “evocando la Mona Lisa de Marcel Duchamp” (Núñez 2000: 71).

La elección de otra obra plásticamente osada, cuestionadora de los límites del arte y fundadora de una nueva forma de expresión no parece ser casual. Posiblemente, este discurso pictórico –por demás irreverente y contracanónico– que en el año 1919 pretendió refigurar un discurso ya establecido y proponer la desacralización absoluta de la nostalgia, esté vaciando de narraciones el cuerpo de Frida Kahlo, en cuya superficie se habían inscrito una serie de marcas distintivas de las posturas políticas –arraigadas en la falacia de la memoria colectiva– que se encontraban en boga durante la Revolución mexicana.

De igual manera, se cuela en la escena un síntoma claro de ficcionalidad: la desmitificación por medio del humor. El aire caricaturesco de la pintura de Duchamp y su reconstrucción sobre el rostro de Frida Kahlo cuestionan en un solo gesto, tanto la verdad historiográfica como la construcción mítica edificada sobre el rostro de Frida. Ambos gestos bien pudieran ser leídos como la apertura de ese t(r)opos o lugar discursivo donde se arraigará la subjetividad otra atribuida a la pintora en esta obra teatral.

De hecho, solo después de esta escena, Frida confiesa que su pintura responde a un proceso de autodesignación y que la historia que cuenta de / sobre sí misma en sus cuadros, no es más ni menos cierta –o, lo que es lo mismo: no es más, ni menos imaginaria– que el resto de los relatos que le circundan. La discusión que establece con Diego durante la escena XIV resulta muy iluminadora al respecto, aún más cuando ella le dice:

Y tú, observa la diferencia entre los rostros de los niños o de las indias que has pintado y esos rostros fríos y sin vida de tus Lenin, tus Marx y tus Stalin que pintaste para que sirvan de propaganda (...) No he pintado para ser famosa ni me he llenado la boca de teorías estúpidas como todos ustedes. He pintado porque necesitaba pintar para vivir. (Núñez 2000: 87)

Esta delimitación –por primera vez explícita en el texto– del espacio pictórico como el lugar de existencia de Frida, en tanto sujeto desterritorializado en situación de emergencia, arrastra consigo las ideas de soledad e individualidad que, por una parte, contradicen desde su postulación la intención homogeneizadora del discurso atribuido a Diego dentro de la pieza teatral y, por la otra, suponen un gesto de resistencia fácilmente extrapolable al que realiza Maritza Núñez al escribir Sueños de una tarde dominical.

En ambos casos, las creadoras optan por la construcción de textos-museos (Potvin 2004). Es decir, ambas eligen la construcción de imágenes leídas previamente por ciertas escrituras (o viceversa), que funcionan, a la vez, como espacio de exclusión y confinamiento, pero que permiten la resemantización de las representaciones gráficas y su puesta en circulación dentro de un nuevo imaginario. Tal vez esta elección se deba a que la superficie irregular, movible y polisémica de los textos museos constituye una alternativa para sostener la construcción identitaria de los sujetos en fuga.

En otras palabras, tanto la pieza teatral como las pinturas en su condición de discursos metaficcionales se erigen como una superficie espacial capaz de sustituir aquella que –según la ley del padre– no puede corresponder a estas subjetividades nomádicas, y les permite la posibilidad de recuperar un asidero identitario que, dada su condición de simulación de la simulación, no cubre, ni relega al olvido su arbitrariedad, sino –por el contrario– hace de la simulación y la elección de un semblante determinado, una posibilidad de existencia.

Este planteamiento se refuerza cuando hacia el final de la pieza, el Padre de Frida nuevamente aparece y, en su intento de anquilosar la imagen de la pintora, la fotografía junto al resto de los personajes de la obra. Rememorando el sentido de falsificación de la Mona Lisa de Duchamp, por segunda vez en la obra, una foto pasa a re-producir una pintura –en este caso el mural de Diego Rivera que le da título a la obra– y, con ello, se cierra la reflexión acerca del vínculo representativo que se inició cuando la negación por la nostalgia se dibujó sobre el rostro de Frida.

El personaje se pasea brevemente por “La piedad” y –finalmente– asume como su lugar de permanencia un espacio ficcional otro, donde juegan Frida y la Otra Frida. Ambas establecen una relación puramente fraternal, al margen del nombre del padre y, al hacerlo, quedan convertidas en sombras, es decir, hasta su corporeidad desaparece; sin embargo, tal y como lo presenta la autora, este proyecto dista mucho de negar la existencia el sujeto o la validez del valor de la semejanza.

Al contrario, el cierre del último diálogo con la exhortación de una “flor” a “otra” bien pudiera interpretarse como una propuesta utópica dialogante con la que se presenta en A la luz de la oscuridad. Al concluir con la afirmación:  “Yo soy una rosa. Seamos amigas” (Núñez 2000: 104), Maritza Núñez apuesta abiertamente por la posibilidad de un espacio futurible, en los márgenes de la lógica patriarcal, que apueste por la elección voluntaria de las anclas identitarias y por los nexos fraternales. Ahora bien, también se propone en esta obra que este espacio futurible es enunciable desde y solamente gracias a la sobreafectivización del discurso. Solo por medio de una apelación a las emociones y de la transmisión de sensaciones no reductibles a los sentimientos, ni su discurso, y solo rememorables a través de la plástica, el no lugar es alcanzado.

Quizás ello se deba a que se trata de un proyecto utópico tan “raro” como la posición autoral de Maritza Núñez, que pretende replicar tanto a los imperativos del canon junto al que se inscribió la obra plástica de Frida, como a las exigencias mínimas de pertenencia al espacio identitario que esta autora ha elegido como propio y que, en esta obra, –por medio de la desacralización de los elementos de pertenencia tradicionales– consigue ocupar voluntariamente.

 

BIBLIOGRAFÍA

a. Ficción

Núñez, Maritza. A la luz de la oscuridad, Lima: Embajada de Finlandia en Lima, 1992.
Núñez, Maritza. Sueños de una tarde dominical, Madrid: Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España, 2000.

b. Teoría y crítica

Baudrillard, Jean. Las estrategias fatales, Barcelona: Editorial Anagrama, 1984.
Deleuze, Gilles y Guattari, Felix. El anti-edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Ediciones Paidós, 1985.
Deleuze, Gilles y Guattari, Felix. Kafka por una literatura menor. México D.F.: Biblioteca Era, 1978.
Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989.
Foucault, Michel. Vigilar y castigar. México: Siglo XXI, 1999.
Ludmer, Josefina. “Las tretas del débil”. La sartén por el mango. Encuentro de escritoras latinoamericanas. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1984.
Suárez, Mariana. Entrevista a Maritza Núñez. Caracas: No editada, 1994.
Potvin, Claudine. Apuntes del curso Literatura y fotografía: palabra e imagen. Valle de Sartenejas: CILCAL- USB, 2004.
Rodríguez, Víctor. “Cine menor y performatividad queer”. Universitas Humanística 53 (Enero-junio 2002): 109-119.
Desplazamiento, t(r)opos y utopía en la dramaturgia de Maritza Núñez

 

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Notas

1 Dice Baudrillard: La anomia es lo que escapa a la jurisdicción de la ley, la anomalía es lo que escapa a la jurisdicción de la norma (La ley es una instancia, la norma es una curvatura, la ley es una trascendencia, la norma es un promedio). La anomalía interviene en un campo aleatorio, estadístico, un campo de variaciones y de modulaciones que ya no conoce margen o de aquella transgresión característica de la ley, ya que todo esto está rebajado en la ecuación estadística y operacional (Baudrillard 1984: 26). De aquí que hasta los sujetos anómicos presentados por Núñez se desarticulen en una puesta en escena aleatoria y abiertamente anómala.


2 Hablamos de “rareza” para apelar al término “queer”, entendido como la estrategia y la subjetividad resultante del proceso de producción de formas de ser al margen de las configuraciones del saber /poder. Se trata, pues, de una apuesta por la ruptura de la normatividad discursiva y de la construcción identitaria contraria a la normatividad sexual (Rodríguez 1989).

3 En una entrevista realizada a Maritza Núñez en enero de 2004, mencionó que La primera edición de A la luz de la oscuridad tuvo fotografías de Alfonso Padilla. La idea nació porque deseaba una separación visual, no la indicación usual de escenas o cuadros. Luego, aclaró que para la segunda edición desde luego hubo una búsqueda de coincidencia estética y temática. En el caso de las ilustraciones de la pintora (Maja Röj Urrutia), quienes editaban el libro, me pidieron que eligiera cuales de los cuadros que ellos tenían pensado usar para la edición le iba a cada escena a mi parecer (Suárez 2004).

4 En su dimensión puramente estructural, este monólogo narra la historia de un ser que –después de superar una serie de peripecias– puede dar por concluida su constitución subjetiva; no obstante, hay tres elementos que revelan el carácter contraépico del discurso. En primer lugar, la resistencia a la organización occidental del tiempo y el espacio; en segundo lugar, la mutabilidad del lugar identitario ocupado y, en último término, la incapacidad para obtener un espacio identitario individual de parte del personaje.

5 Aunque la imagen introducida –a manera de acotación– en el texto no presente serpientes por cabellos, existen una serie de rasgos fundamentales comunes entre la Gorgona Medusa descrita por Ovidio en la Metamorfosis y la mujer protagonista de A la luz de la oscuridad: en primer lugar, está la condición monstruosa de ambas y la rareza impuesta como castigo o mecanismo de control desde el poder; en segundo término, la capacidad de petrificar –en todos los sentidos de la expresión– a quienes se acerquen a dañarlas, haciendo uso de las habilidades que su rareza les confiere; luego, en su posicionamiento fluctuante entre lo real y la realidad, ambas tienen la capacidad de desarticular a cualquier YO que intente mirarlas de frente; finalmente, ambas funcionan como elemento protector de discursos, guerreros, secretos o dioses.

6 Más que referirnos directamente a la propuesta de Artaud, hablamos de la lectura del “teatro de la crueldad” realizada por Derrida en La escritura y la diferencia, donde afirma: La escena es teológica en tanto que esté dominada por la palabra, por una voluntad de palabra, por el designio de un logos primero que, sin pertenecer al lugar teatral, lo gobierna a distancia. La escena es teológica en tanto que su estructura comporta, siguiendo toda la tradición los elementos siguientes: un autor-creador (...) Y finalmente un público pasivo, sentado, un público de espectadores, de consumidores, de “disfrutadotes” –como dicen Nietzsche y Artaud– que asisten a un espectáculo sin verdadera profundidad ni volumen (...) (En el teatro de la crueldad, la pura visibilidad no está expuesta al “voyeurismo”) (Derrida 1989: 322-323).

7 En “Las tretas del débil”, Josefina Ludmer propone: Saber y decir, demuestra Juana, constituyen campos enfrentados para una mujer, toda simultaneidad de esas dos acciones acarrea resistencia y castigo (Ludmer 1984: 48). Sin duda, esta estrategia es extensible a otros sujetos subalternos; de hecho, el manejo lúdico del enfrentamiento entre los campos del “saber” y “decir” es atribuido en estas obras al colectivo extranjero, no identificado y/o anómalo encarnado en la protagonista del monólogo.

8 Sin duda, esta particularidad refuerza la condición de minoridad a la dramaturgia de Maritza Núñez; recordemos que para Deleuze y Guattari Las tres características de la  literatura menor son la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato-político, el dispositivo colectivo de enunciación. Lo que equivale a decir que “menor” no califica ya a ciertas literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida) (Deleuze y Guattari
1978: 31).