Conozco El mapa de Amsterdam y a su autor, Enrique Giordano, desde el año 1985, cuando fue presentado en la Librería Estudio del centro de Concepción, por unas palabras del poeta Gonzalo Rojas. Desde entonces -yo tenía 13 años y asistía por primera vez a un recital poético- ha sido un libro del que nunca he podido desprenderme. Más allá de la definitiva impresión que me produjo y de todos estos años de compañía, he logrado entender que El mapa de Amsterdam -pese a su lateralidad circunstancial- es un poemario imprescindible para el rostro disperso de la poesía chilena escrita durante algo más de tres décadas. De manera no tan paradójica, creo que su importancia radica en ser un elemento discordante dentro de ese mismo espectro, pese a su evidente condición necesaria e irremplazable. Las sucesivas lecturas han terminado por confirmarme la siguiente sospecha: hacía falta que aquello que entonces fue un objeto poético no identificado, de fugaz gravitación, viniera a intervenir las tonalidades preferenciales y las existencias presupuestas en lo que entendíamos, y entendemos aún hoy, como el panorama de la poesía chilena posterior al 11 de septiembre de 1973.

El mapa de Amsterdam ha sido hasta ahora el primer y único poemario fantasma de un emigrado del teatro y después un riguroso académico que arriba años después al ejercicio de la poesía. Se trata de un libro publicado en el exilio norteamericano por el ya legendario sello editorial Libros del Maitén, en 1985, y que solo algunos en Chile tuvimos la suerte de leer en su momento, y que ahora, gracias a Cuarto Propio, puede ser puesto por primera vez sobre el tapete, para, entre otras cosas, devolverle al autor su incuestionable lugar como poeta, un poeta cuyas palabras regresan ahora al sitio imaginario del que provienen y al que les corresponde pertenecer dialógica y críticamente, aunque sea de manera retroactiva.

El mapa de Amsterdam es un libro escrito en el exilio que debería encontrar un lugar en aquella explosión de lenguajes que, desde la edición de La nueva novela de Juan Luis Martínez, ocupó el panorama de la poesía chilena hasta el fin de la dictadura. Me refiero a libros como La bandera de Chile y Santiago Waria de Elvira Hernández, Purgatorio y Anteparaíso de Raúl Zurita, El primer libro y Albricia de Soledad Fariña, Exit de Gonzalo Muñoz, La tirana de Diego Maquieira, Aguas servidas de Carlos Cociña, Máscara negra de Marina Arrate, El hueso de la memoria y Vagido de Verónica Zondek, Zonas de emergencias de Tomás Harris, Vírgenes del Sol Inn Cabaret de Alexis Figueroa, Pie del efímero y Libro de las imágenes de Raúl Barrientos, La ciudad y Vida de Gonzalo Millán, Karra Maw´n y Primer Arqueo de Clemente Riedemann, pero también las primeras novelas de Diamela Eltit, las intervenciones e instalaciones del grupo Colectivo de Acciones de Arte (C.A.D.A.), Lotty Rosenfeld y Julio Dittborn, las fotografías de Paz Errázuriz, el pensamiento crítico de Patricio Marchant y los ensayos que desde la academia y sus alrededores plantearon una nueva escena de emergencia para las artes en ése, su contexto incivil.

La desconfianza ante las presuposiciones del género lírico en el marco general de recuperación de la voz después del trauma político, ideológico y discursivo, y la tolvanera de signos a interpretar surgida de la crueldad organizada que durante la dictadura hizo del país un "cuerpo doloroso", constituye el marco representacional común de estas obras, al mismo tiempo que la constante conciencia de la precariedad de éste en tanto medios y posibilidades de habla. En el libro de Giordano, la problemática de los códigos detona la inclusión de distintos niveles narrativos, las citas a la cultura popular, la ficcionalización de la autoría, el recurso cervantino del manuscrito encontrado, la utilización de cartas al inicio y al final del texto, al igual que cartas intercaladas, entre otras estrategias de ambigüedad autorial, que si bien no alcanzan a montar el escenario de las exequias del autor, constituyen la escena de su desaparición.

Justamente es la desaparición del autor la narración que enmarca las secciones líricas del libro. La carta inicial, supuestamente escrita por Madela, tiene el fin de solicitar a su amigo Enrique (sin el apellido, por ahora, del verdadero autor del libro), para que intermedie la publicación de los poemas del chileno Alejandro -el "autor verdadero" ficticio- con alguna editorial. La carta indica que Madela, a partir de una misteriosa postal enviada por Alejandro desde Amsterdam, tiempo después de éste desaparecer, recuerda que ella misma había guardado un manuscrito de su amigo. La carta que cierra el libro, firmada por Enrique Giordano, está dirigida al Consejo Editorial de Libros El Maitén y supuestamente acompaña el manuscrito de Alejandro con el fin de que se publique. Además, incorpora al libro los hechos aparentes de la desaparición del autor imaginario, en la ciudad de Amsterdam.

La carta es, asimismo, una poética. Cito: "Tengo muchas dudas respecto a la poesía de Alejandro. Sus textos me parecen más bien material para una telenovela. Y hay detalles que me desconciertan: por ejemplo, la anacronía de las fechas, el uso de imágenes truculentas, el abuso de las reiteraciones, etc., etc., etc. No obstante, el manuscrito me gusta y me siento totalmente identificado con él".

Sin embargo, los encuadres literarios, el juego sobre la autoría, los devaneos genéricos entre telenovela y cine negro, la conciencia desplazada que identifica los "vicios de la escritura", los raccontos, flashbacks y demás focalizaciones narrativas que envuelven y dan unidad a la obra, parecen intentar encubrir o (des)identificar, desde fuera, el desgarro del discurso amoroso, el adentro y su trizadura -una de las imágenes recurrentes de este mapa. El mapa de Amsterdam es poseedor de uno de los discursos amorosos más intensos de los que se tenga noticia, creo yo, en la poesía latinoamericana del siglo recién pasado. Pariente cercano, en este sentido, de La tortuga ecuestre de César Moro y de los mejores poemas de Xavier Villaurrutia, al igual que de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca -aunque en este caso de manera más amplia- estos fragmentos líricos, desligados de su marco de (in)admisibilidad, se presentan -sin los aspavientos de las escrituras militantes- abierta y decididamente como lírica homoerótica.

Como ningún otro en la escena de escritura de la poesía del exilio o del intraexilio de la dictadura, el libro que hoy presentamos debió ser -debería ser- un referente obligado para la toma de la voz genéricamente marcada que durante la década de los 90 realizaron algunos autores de la literatura chilena, y de las poéticas de las sexualidades que parecen indicar un espacio de insurrección mayoritario en la poesía de los últimos años; un antecedente que, superando de lejos su posición de adelanto, es en sí mismo una toma de la palabra y una consecución: El mapa de Amsterdam hizo aparecer esta diferencia en un contexto de riesgo político y no en la indiferenciación de las liberalidades ahora mayoritarias en nuestras metrópolis colonizadas.

No se trata aquí de "el amor que no puede decir su nombre". Cada uno de los capítulos del libro define por medio de un nombre propio masculino al otro amoroso, cada uno rodeado de una historia y, lo que es aún más significante, sirviendo de centro para la configuración de una cartografía urbana determinada: Miguel se corresponde con Concepción, como Patricio con Santiago, Michael con Philadelphia y Nueva York, además de los diversos cruces que en el sujeto amante suscitan sus evocaciones y narraciones.

Se trata, sin embargo, de "Ese amor que nadie comprende", sentencia que marca de esta manera la diferencia entre la pareja de amantes y la representación de los otros. La vigilancia constante de la madre de Miguel -"El mundo de tu oscura madre nos mira de reojo", "Tu madre que espía/por las puertas entreabiertas"- se extiende desde el primer capítulo hasta la figura lasciva, incestuosa y devoradora de la madre de Michael, que termina por aniquilar al hijo. El acecho de los otros, sin embargo, es una presencia que atemoriza sin cesar al sujeto, y éste proyecta su amenaza a la totalidad del mundo creado. En El mapa de Amsterdam todo parece mirarnos "de reojo".

Esta obra sobre la derrota personal y colectiva surge incómoda entre los signos de una alta cultura que se venía abajo y los entonces nuevos registros que habían de configurar el germen de los sujetos que hoy consideramos parte de la cultura popular o cultura de los mass media o cultura de la era de la imagen (ahora, más recientemente, cultura de la información). Así, en El mapa de Amsterdam podemos encontrar también un mapa de referencias y citas tanto a obras y personajes de un ámbito como de otro: Los heraldos negros de César Vallejo y Oscuro de Gonzalo Rojas, como a Maldición eterna a quien lea estas páginas o El beso de la mujer araña de Manuel Puig; el leitmotiv del libro robado de un famoso verso de Vicente Huidobro, como "el chillido incesante de Violeta Parra"; una larga cita a la teleserie chilena de los ochenta, La madrastra, de Arturo Moya Grau, como al cuento "Axolótl" de Julio Cortázar; menciones a los discos del jazzista Dave Brubeck, al pintor Amedeo Modigliani, al cineasta Michelangelo Antonioni y a la actriz Mónica Vitti; el afiche de Hiroshima Mon Amour junto a la protección paternal de Walt Withman.

Múltiples proveniencias, cuyas conflictividades se acentúan a partir de su integración a una serie de toponimias urbanas particulares que también adquieren el registro de la cultura o el aura inconmoviblemente letárgica de la representación que el libro elabora: la Plaza Perú, el Nuria, la Diagonal y la Plaza de Armas de Concepción; el Mapocho "...arrastrando pulmones y ojos reventados" de un Santiago sin mayor mitología; los encierros delirantes del sujeto entre vagones y rieles de tranvías y de metro en Philadelphia y Nueva York; cartografías que exponen su (ir)realidad en relación con el referente del Mapa de Amsterdam, figura fantasma que sostiene, entre sus recovecos, toda la obra.

Los traspasos y superposiciones imaginarios de las ciudades marcan un acá y allá, un antes y un después definitivos, un país y otro país donde, como un cáncer, sobrevive el país de origen y el nunca del todo perdido país imaginario; una época y otra donde el mapa, el Mapa de Amsterdam, se mantiene de pie como un testigo: un espacio utópico, amoroso y vital, que se va desgastando, como el tiempo que pasa y destruye los sueños del sujeto y sus acompañantes, y que va depositando en ellos el resentimiento de los años perdidos. Cito:

"me tiendes en tu pecho
000000000000como a un pájaro que tirita de frío
000000000000000000000000000000en una playa vacía

(...)
Me desgarras con toda la furia
000de esos años en vano"

"Rompes para siempre ese mapa simétrico
0000000lo descuartizas con esa furia de tantos años sin respirar"

Sin embargo, no es el mapa el que termina por deshacerse, sino los que lo contemplan. "No es el amor quien muere", escribió el poeta Luis Cernuda, "somos nosotros mismos". "El amor cuando no da vida, mata", sentimentaliza Giordano el verso del "Arte poética" de Vicente Huidobro, que sirve de leitmotiv al libro. "Aquí" y "allá", "antes" y "después", van haciendo patente la pérdida. Así, deíctico en ausencia, es también el tópico del Ubi Sunt/Dónde están, que descuella en esta escritura. Cito solo un fragmento:

"¿Qué fue de tanto amor?
¿De tantas promesas en una puerta oscura?
¿De tantos amaneceres en la Diagonal?
¿De tantas palpitaciones del corazón?"

El mapa, dada su insistencia, se transforma en el objeto de deseo, pero también en objeto de odio. Marca lo posible y lo imposible, lo que no fue pero pudo ser, la posibilidad para siempre perdida:

"(Yo en el fondo y nunca te lo dije
odiaba odiaba de veras ese mapa
y lo hubiera hecho pedazos si hubiera)"

"¿Y de qué otra manera íbamos a vivir, Miguel?
Y ahora
000000En este palacio redundante de mediocridades
viendo pasar el último tranvía de Philadelphia
cuántas veces tuve envidia
000000de la trizadura inevitable de tu cuarto"

Las ciudades que nunca acaban no son La Ciudad utópica. Sin embargo, sus representaciones son y no son El Mapa, ya que éste puede convertirse en cualquiera, sin perder su carácter tiránico: un original que desautoriza sus copias, una copia que no hace referencia a un original incorruptible, pues este original no podría ser nunca una ciudad real, sino, más bien, un sueño, un desvarío amoroso e identificatorio, en el sentido mistraliano, si se quiere, replegado en la representación y no en la referencia. Su triunfo final es, como afirmaba antes, el exterminio de los sujetos que lo contemplan y que terminan por constituirse en su semejanza. Una especie de retrato invertido de Dorian Gray; una divinidad, menor y maléfica, que posee a sus deudos por medio de la vejez y la enfermedad. Cito:

"-"El mapa del desaliento
00000se nos ha ido dibujando
00000000por todas las grietas de nuestra cara""

Al inicio del "Ante-epílogo" se intercala una breve carta que no tiene que ver solo con la construcción del marco fictivo de la obra, sino con la incorporación de otro horizonte de lectura: un amigo anónimo de Michael le devuelve el manuscrito del libro que Alejandro, el "verdadero autor" fingido, le había prestado a Michael, cuando éste se encuentra en el hospital. La enfermedad es este nuevo horizonte de lectura, una enfermedad que tiene que ver con el calvario materno de la adicción del personaje, pero que también podría relacionarse con la gran sombra del Sida. En El mapa de Amsterdam la enfermedad ocupa como un virus innominado el mundo creado y se extiende a la conciencia temporal y los registros imaginarios del sujeto enunciante como a los demás personajes y figuras. Cito:

"Philadelphia, una noche de enero cualquiera

medianoche de vómitos
madrugada de escupitajos

mediodía de excrementos
          largas esperas de amoníaco

 

las A que se abren
las I que se cierran

las consonantes que respiran
000000detrás de un vidrio roto

Los libros que mueren descuartizados
en un bar sin ventanas
........
las O que se bifurcan
las U que se transforman

la inyección que va directo a tus venas
000000las I que se cierran
el vocabulario de la muerte"

Palabras y letras, instrumentos de esta cartografía urbana, signos de la representación, conforman el "vocabulario de la muerte". Así, mapa y escritura se van convirtiendo en espejos uno sobre el otro y los códigos de representación comienzan a ejercer funciones metapoéticas. El mapa se desplaza de nivel: de constituir la forma fundamental de esta escritura logra ser su sistema de referencia constante; sus características primarias -redundancia y autorreferencia- coinciden patentemente con la escritura, su registro y su autoexamen; un férreo horizonte ontoteleológico que el sujeto escriturante intenta emular, destruir, filtrar o al menos desconocer, convirtiéndose esta obsesión y esta indolencia en la comprobación de sus poderes tácitos y explícitos. Más aún, el fracaso vital trasunta también en el fracaso de la escritura, fracaso que padece, como otro espejo de la autoría del libro, la figura de Michael-poeta. Cito:

"(..) ese mapa
00000con todos sus circunloquios
000000000000y sus redundancias"

"el tintero revienta en el cemento de la pared
la mano cae derrotada sobre la hoja en blanco

0000000000000(la pulsación rítmica del desaliento)"

En las últimas secciones del libro, la acentuación de la toponimia y las marcas temporales -las fechas que constituyen un incoherente diario de vida- ponen el acento otra vez en el libro y su mapa en tanto cartografía(s) urbana(s), pero esta vez instalando la pregunta sobre los límites de la percepción. El poema representa a ratos la tremebunda escritura del mundo -un mundo que se escribe bajo su propia mano cruel y absurda- pero al mismo tiempo parece que la escritura define el espacio representado.

Movimiento constante, tautología, ocho perfecto, Ouroboros, paradójicamente también partitura ilegible, jeroglífico, enigma destructivo: la muerte, espectro de signos omnipresentes, anida en la mirada.

La escritura del mundo se vuelve indescifrable y su lectura ciega: es decir, la interpretación se ha vuelto impotente y la comunicación ha fracasado, produciendo de esta manera la clausura de la gran metáfora del Libro-Árbol que actuó como sustrato imaginario a lo largo de El mapa de Amsterdam. Si la representación había estado asentada en la visualidad en gran parte del texto, en algunas zonas de la última mitad del libro se produce una acentuación de la presencia de lo auditivo en desmedro de la primacía de lo visual: el mapa parece configurarse finalmente de "voces". La trizadura del mapa es la falla tectónica del ojo de la representación. Cito:

"New York, 18 de marzo de 1981

Un cuerpo cae
0000000000000y se revienta en un campo de básquetbol
Los pájaros vienen a morir a Nueva York

(...)
La muerte empieza en el centro de tu mirada
Llegó el momento de vestirnos para siempre:

000000000Una sonrisa clavada en el marco de una ventana
0000000000000jeroglíficos

000000000Un corazón atrapado entre dos puertas de metal
0000000000000voces

000000000La cabeza de tu madre salta entre las ruedas de acer
0000000000000Un vidrio trizado

000000000000000Jeroglíficos de voces anónimas
0000000000000000sobre el mapa de Nueva York"

Coherente con la cerrazón del jeroglífico y la pérdida de las capacidades del lenguaje, resulta la afasia del personaje de Michael en el hospital, en una de las últimas y más desoladoras escenas del libro. Michael, el poeta, es habitado por la enfermedad del silencio; él mismo se transforma en lo ilegible. En su último encuentro, el amado no puede ser escrutado por su amante, el poeta no tiene lenguaje, el lector no sabe leer. El amor que nadie comprende se torna, desoladora y sarcásticamente, incomprensible. Cito:

"Ya no me reconoces
Sonríes, (quizás)

000000000 : y vuelves calladamente sobre tu tejido

En ese tu
000000000quinto
0000o tercer lenguaje que nadie puede comprender"

En nuestro último encuentro con El mapa de Amsterdam, dudamos si es posible dar un nombre a una escritura que genéricamente plantea muchos desafíos. He elegido leerla como una obra lírica, por el poder arrollador de su retórica y de sus imágenes. Sin embargo, también podría leerse como una novela lírica con rasgos de crónica y "diario de vida", o, si se extreman las ambigüedades genéricas, como una obra dramática camuflada -telenovela o no, como quiere el Giordano de la carta- cuyo(s) personaje(s) habla(n) en verso. No en vano es tan intensa la dramaticidad de las escenas o el enmascaramiento de los personae a lo largo de la obra. De hecho, otra obra de Enrique Giordano, el manuscrito dramático titulado Crónica de un sueño2, formalizado como melodrama musical -puesta en escena en la sala El Trolley con música de José Miguel Marambio en 1986-, podría servir de paralelo formal y temático, y pauta interpretativa de El mapa de Amsterdam, dadas sus cercanías textuales y contextuales, tal y como sucede con las obras de Federico García Lorca, poeta y dramaturgo, antepasado predilecto, literario y civil, de nuestro autor.

El mapa de Amsterdam se constituye como un universo lingüístico particular, un organismo cerrado pero comunicante, una entidad con luz propia, donde el pretendido objetivismo como toda posible metaforización son aplastados por la redundancia de los giros y las reiteraciones, sostenida por una textura rítmica siempre en tensión y por momentos apabullante, y el carácter bizarro, negro de las imágenes, elementos de una misma cartografía. La figura del mapa es una metáfora, la única de una escritura sin metáforas, un tropo atrópico de la representación y percepción humana, que adquiere la forma de una desesperanzada escritura total: escritura del mundo y mundo de la escritura condenados a la desaparición, al borramiento, a la coronación final de la incomunicación, el silencio, la página en blanco, cuya envoltura y clausura no es, como sucede en Altazor de Vicente Huidobro, el falso infinito que, al romperse, solo entrega nuevos límites; en El mapa de Amsterdam esos fines y esos límites están participados en nuestra historia colectiva, que se desmorona en la biografía particular. La narración del viaje no es aquí la Caída hacia la tumba, sino el Exilio en la tierra, el extrañamiento que imposibilita la identificación y el retorno, el fracaso de los instrumentos y procedimientos que permiten cartografiar la experiencia y otorgarle un lugar (in)accesible al sujeto, un lugar que se desfonda, lo mismo que su ojo, para dejarlo sostenido solo por el alfiler del tiempo que se estanca:

"Las cinco y media de la tarde
000000se te clavan
en el centro del esófago"

 

____________________
NOTAS

1 Texto leído como presentación de El mapa de Amsterdam de Enrique Giordano. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2005.

2 En revista Cyber Humanitatis Nº 22, otoño 2002, www.cyberhumanitatis.uchile.cl