Lo que se intentará demostrar en el presente ensayo es la fuerte presencia del psicoanálisis en la constitución del sujeto neobarroco sarduyano. Por tal razón se dará cuenta de ciertos preceptos teóricos que permitan hermanar estas dos concepciones acerca del sujeto. El análisis se focalizará en la novela Colibrí (1972), atendiendo a las diversas formas en que se expresa el discurso neobarroco-psicoanalítico al interior del mundo fictivo. La preocupación fundamental será no forzar arbitrariamente la utilización del método psicocrítico, sino ver las homologías existentes entre el texto neobarroco de Sarduy y la perspectiva teórica escogida. Lo que se propone es que es la novela misma la que, desde su código exegético, legitima ser develada desde la perspectiva elegida. De esta mathesis o cruce de saberes surgirá un tipo de sujeto que se intentará perfilar en las siguientes páginas. Según Wladimir Krysinski, la etimología de la palabra sujeto remite a la expresión subjectus, expresión que convoca una serie de sentidos que connotan la idea de sumisión. Para que este sujeto determinado se constituya en una categoría filosófica, antropológica, sociológica, etc., ha debido pasar por un conjunto de procesos ideológico-discursivos que lo convierten en sujeto activo y en agente productor de nuevas significaciones. Y es justamente el psicoanálisis una de las “teorías modernas del sujeto que circunscriben la inestabilidad y la multiplicidad de los signos que lo caracterizan. Estas teorías se complementan y sitúan al sujeto en sus relaciones con el lenguaje, con los otros y con la escritura. Acaban con las visiones totalizadoras del sujeto a favor de conjuntos de fluidos que lo definen” (277). Se pone en duda aquí la supuesta unidad fundadora del sujeto, al que se le considera como un cruce de determinaciones y perspectivas múltiples. Al interior de este contexto de pensamiento, el arte y especialmente la literatura se entienden como un territorio cruzado por discursos donde se perfila un tipo de sujeto-consecuencia de configuraciones tales como el inconsciente, la represión, el deseo, el Edipo. Pero, cabe recalcar que la práctica literaria no puede entenderse como una simple proyección de una perspectiva psicoanalítica del sujeto que se impone a la inmanencia del texto. Ello se debe a que “el discurso literario relativiza su propio alcance psicoanalítico en la medida en que es dialógico, intertextal, estético, e in-tercognitivo, es decir, está de acuerdo con los diferentes saberes: el texto literario escapa a las generalidades estables, ya sean éstas psicoanalíticas, filosóficas o sociológicas” (280).

En definitiva, lo que se propone en este ensayo es perfilar el tipo de sujeto que se desprende de Colibrí; categoría que se procesa en el despliegue de dos ámbitos de significación plenamente entrecruzados: el neobarroco y el psicoanálisis.

 

EL PSICOANÁLISIS Y EL NEOBARROCO: DOS PIEDRAS ANGULARES DEL SUJETO EN LA OBRA DE SARDUY

En la elaboración del sujeto sarduyano se destaca la influencia del psicoanálisis, especialmente del enfoque lacaneano. Ello se evidencia tanto en sus escritos teóricos como en los de ficción. Al igual que Roland Barthes1, Sarduy considera que el psicoanálisis freudiano es una ciencia que otorga un modelo de inspiración válido para una eventual ciencia del texto. En su libro Ensayos generales sobre el barroco (1987), establece la existencia dialéctica de dos tipos de discursos científicos: el de la unificación y el de la desintegración. Según sus postulados, desde Galileo hacia adelante, comienza en Occidente una obsesión científica por unificar las fuerzas físicas gravitantes en la naturaleza. Posteriormente, Newton efectuó la primera unificación, al plantear la teoría de la fuerza de gravedad que afectaba a todo lo existente. Finalmente, Einstein realizó su propio intento de unificación al proponer que tiempo y espacio dibujan una misma gravitación, constituyendo un sistema dinámico. Por otro lado, y en oposición a este tipo de pensamiento científico, tanto “la filosofía y los múltiples desarrollos de la lingüística estructural cultivaron con ahínco una fantasía opuesta a la de la ciencia: en lugar de la unificación o de la totalización, avanzaron bajo el emblema de la diseminación, la fractura y el corte insalvable” (24). En esta segunda línea de pensamiento se pulverizan los significados, los que aparecerán en otros textos, negándose la prioridad del sujeto. Se optará así por la fragmentariedad, la multiplicidad y la esquizofrenia pulverizada; síntomas de lo que Sarduy define como la era de la fractura. Estos dos discursos coexistirán y serán imbricados por un tercero que unificará los dos criterios anteriores. Este nuevo discurso está representado por el psicoanálisis freu-diano-lacaneano, entre otros sistemas de pensamiento. Desde la perspectiva de Sarduy y respecto al discurso de la unificación, al proyectar al sujeto en el matema topológico, Lacan se inserta en esta discursividad primera. Con el ejemplo del nudo borromeo, tanto lo simbólico como lo imaginario se encuentran indisolublemente unificados. Pero, por otro lado, Lacan es depositario de la corriente que prioriza la fragmentación y el corte, pues privilegia la concepción de un sujeto escindido y tachado por la ausencia y la falta. Por ausencia se entiende la no presencia de un centro estructurante del sujeto, el cual se constituye en el lugar del Otro preexistente, es decir, en el lenguaje que siempre está allí. Es en el Otro donde se halla todo lo pensado y todo lo dicho. Es el Otro de la verdad y –dado que funciona siempre e ineludiblemente como referencia– el tercer elemento en cualquier diálogo (27-29).

Según Severo Sarduy, el lenguaje barroco se define básicamente por la búsqueda siempre frustrada del objeto perdido o “ese que Freud llama el objeto parcial: seno materno, excremento, mirada y voz: a) cosa para siempre extranjera a todo lo que el hombre puede comprender, asimilar(se) del otro y de si mismo, residuo que podríamos describir como la alteridad para marcar en el concepto el aporte de Lacan, que llama a ese objeto precisamente a” (El barroco, 182). El fracaso de dicho proyecto remite a la existencia de un objeto no representable. Cabe afirmar que la constatación de ese fracaso no paraliza ni modifica el proyecto, sino que se complace en la repetición del suplemento: “Ello determina al barroco en tanto juego en oposición a la determinación de la obra clásica en cuanto trabajo” (Ensayos, 210). Esta dimensión lúdica se expresa en el despilfarro de significantes, en su ruptura con el nivel denotativo y en su condición desestructurante del sentido. Refleja la ruptura de la homogeneidad, el desequilibrio, la inarmonía y la existencia del deseo que busca llenar una carencia que por ser consustancial al hombre es imposible de saciar: “El neobarroco refleja estructu-ralmente la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico (…) y del deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia” (Ensayos, 210).

En síntesis, el proyecto neobarroco traduce el impulso de un deseo que no logra conseguir jamás su objeto, pues el objeto parcial se ha convertido, definitivamente, en el objeto perdido (El barroco, 183).

 

LENGUAJE Y PSICOANÁLISIS EN EL PENSAMIENTO DE SARDUY

Para Severo Sarduy, hablar del ser humano implica necesariamente referirse al lenguaje, pues las dos realidades son constituyentes del mismo fenómeno. La vida humana se postula como el discurso que comenzamos al nacer y que nos constituye: “A pesar de las resistencias, el hombre se adentra en el plano de la literalidad que hasta ahora se había vedado, formulando esa pregunta sobre su propio ser, sobre su humanidad que es ante todo la humanidad de la escritura” (El barroco, 247). La vida del hombre entendida como un tejido textual implicará que lo válido de una obra sea el texto y no el referente al cual apunta. La obra literaria se configura así como un mundo cerrado en donde a su interior sujeto y lenguaje son interdependien-tes. Uno, el lenguaje, constituye al otro: “Tratar del sujeto es tratar del lenguaje (…) precisar la relación o coincidencia de ambos, saber que el espacio de uno es el del otro, que en nada el lenguaje es una pura práctica inerte (…) del cual el sujeto se sirve para expresarse, sino al contrario, que éste lo constituye. La exploración del sujeto es la del lenguaje” (Escritos, 247).

Como puede desprenderse de los postulados de Sarduy, su posición en torno al sujeto y al lenguaje entra en íntima consonancia con la posición del psicoanálisis relativa a los mismos tópicos. Como es sabido, la idea de inconsciente implica un sistema de representaciones situadas entre la percepción y la conciencia. Ese lugar Otro es el espacio del lenguaje, el que preexiste al sujeto. Según Lacan, el inconsciente está estructurado y “estructurado significa mi habla, mi léxico, que es exactamente lo mismo que un lenguaje” (206-207). El psicoanalista francés postula que el lenguaje es el idioma concreto que habla la gente, siendo la palabra el único material del inconsciente. Al mismo tiempo, el inconsciente es el (no) lugar donde los significantes se despliegan marginales a cualquier ley gramatical. Es justamente en el habla del sujeto donde se localiza la represión cada vez que su discurso se interrumpe. La represión es el correlato de un discurso incapaz de decirlo todo; discurso que no se genera en el consciente, ya que todo lo consciente tiene una etapa previa inconsciente, esto es, el primado de la lengua sobre el sujeto. Ahora bien, el inconsciente plantea un problema que refiere al punto álgido de la naturaleza del lenguaje, como es la cuestión del sujeto. Su discurso se origina como un campo transindividual, donde se produce la combinación de significantes, sin que ninguna subjetividad interrumpa el fenómeno. Al estar inserto dentro de lo simbólico, el sujeto reproduce los esquemas heredados del Otro, quien lo constituye como sujeto. En este sentido, “la herencia es del significante, del cual es involuntario poseedor. Sin ella no habría ser humano entre humanos” (Gerber 100). La división del sujeto se da entre el Mismo –que cree hablar desde su yo imaginario– y el Otro, que es el poseedor de la palabra. La represión es lo que da cuenta de esta escisión en el proceso mismo de la enunciación. El sujeto se borra en dicho desarrollo, pero lo borrado reaparecerá en los quiebres del discurso, retornando lo reprimido al hacer visible contenidos que sobrepasan lo dicho. El discurso se constituye en el lugar donde radica el inconsciente; discurso del Otro que habita dividiendo al sujeto de la enunciación. La represión separa definitivamente la barra sgte / sgdo, dejando libre al significante, el que se desplazará constantemente hacia el sin sentido (Gerber 112-113). Es esta escisión la que marca, en definitiva, la diferencia entre individuo y sujeto, ya que “el sujeto no surge por un desarrollo natural preordenado y preinscrito, sino por ocupar ya y siempre un lugar en el espacio simbólico. El individuo aparece como una categoría biológica, como un polo alternativo conceptual de la especie. Mientras que el sujeto, atravesado por el significante, es una categoría psicoanalítica, su correlato es el Otro” (Braunstein 16).

 

ESCRITURA NEOBARROCA Y CRISIS MIMÉTICA EN COLIBRÍ

Según puede desprenderse del pensamiento de Sarduy, los procedimientos escriturales neobarrocos son el soporte y el lugar donde se fragua la elaboración del sujeto. Lo que se hará a continuación será mostrar cómo las reflexiones del autor en torno al sujeto neobarroco-psicoanalítico se traducen en la praxis narrativa (figura de autor, lector, narrador) que desarrolla Colibrí. Solo a partir de la descripción de este nivel de significación se podrá más adelante develar la teoría psicoanalítica inscrita en la estructura latente de Colibrí.

Desde De dónde son los cantantes (la primera de sus novelas) hasta Pájaros en la playa (la última de ellas), la escritura de Severo Sarduy se ha caracterizado por la parodia y una carnavalización que va desde la escritura a la totalidad del espacio cultural. En dicho proceso, tanto la interacción de núcleos de contenidos divergentes como la polivalencia de referenciali-dades derivan en la constitución de un espacio textual móvil y programada-mente indeterminado. La crisis del realismo alcanza en Sarduy una radicalidad que convierte el proceso de la representación en una mecánica de la simulación. La obra literaria se representa a sí misma y no a algo exterior a ella; forma de ensimismamiento escritural donde se observa la influencia de Barthes en cuanto a “confundir en una misma sustancia escrita la literatura y el pensamiento de la literatura” (Barthes, Ensayos, 127). El resultado del acto de creación es, entonces, un simulacro que cita la realidad, pero no la reproduce. En palabras de Manuel Alberca: “La escritura barroca aparenta reproducir una realidad exterior, un modelo, pero el resultado no está poseído por la pulsión mimética del parecido, sino que la recorre la intensidad del simulacro” (13). Tal procedimiento se evidencia en la escritura de Colibrí, al enfatizarse su carácter de simulación y medio de fabricación de realidad. Dicho rasgo neobarroco devalúa las intenciones de hacer de la escritura una ilusión del mundo real:

“Para hacer vivir a ustedes la ilusión y el romance de un nuevo capítulo ¿Cómo ha podido creer que ese decorado vacío, sin espesor ni soporte era la realidad?” (98-111).

En Colibrí la escritura se piensa a sí misma como un dispositivo de producción de un artificio. Se propone, en cambio, que la realidad es el resultado de la práctica escritural:

“El japonés desaparecido de esta alegórica patraña iba ocupando un sitio abusivo, en detrimento del héroe titular (121). Pero un blanco en la página: las implacables leyes del contraposto narrativo nos obligan a volver al salón” (166).

Por otro lado, y en consecuencia con la estética neobarroca, la estructura narrativa presenta un conjunto de voces que ofrecen su particular y contradictoria visión de los hechos. Todas ellas aparecen signadas por la incapacidad de regir sus discursos de un modo preciso y confiable. El discurso conjetural y dubitativo prima así por sobre el demostrativo: “¡Fue ese angustiosos entremés lo que dio al acechante Colibrí la idea del tortuoso final?” (150). En el acontecer de la anécdota, el narrador básico irá dejando traslucir que no sabe bien qué es lo que ocurre y que desconoce los móviles de los personajes. En paralelo hará explícito el hecho de estar consciente de su extravío con relación a lo que verdaderamente sucede: “Si alguien lo sabe que me lo diga. Por qué no llegaron nunca. Yo no lo sé” (171).

Los procedimientos neobarrocos utilizados en Colibrí están destinados a extremar la polisemia antimimética del libro, lo que se acentúa al rivalizar el narrador básico con los demás narradores. Según el parecer del primero, estos desvirtúan el relato con el fin de favorecer a la Regente y perjudicar a Colibrí:

“Estoy hasta la coronilla de los groseros simulacros que aquí todos –hasta la tercera narradora de estas páginas– manipulan (...) han trastocado los fondos y pasajes del relato, pulverizando así su preciosa unidad de lugar, nada más que para sacarme de quicio y de paso volver a atrapar, con esa maligna artimaña, el turulato y crédulo Colibrí” (86-99).

La batalla de escrituras llega a su tensión máxima cuando el narrador básico amenaza a “los narradores intrusos con quemar los manuscritos, para que no sigan pervirtiendo el relato” (86). Se pone en peligro allí la futura existencia de un relato que lucha por sobrevivir en medio del delirante ruido de voces narrativas.

Como puede deducirse de los ejemplos atraídos, lo que se está parodiando a través del juego escritural es en último término la figura del autor, quien se ve aquí imposibilitado de mantener el control del relato. Se parodia así el concepto realista del control autorial y se insinúa que cualquiera que asuma su conducción podrá manipularlo según la orientación de sus intereses. Llevando al extremo las posibilidades de fusión entre la ficción y la realidad, el juego autorial se enriquece con la metalepsis de autor resultante de la imbricación entre el nombre de Severo Sarduy y el personaje que lo enmascara.

“Severo, son las cleptómanas de este relato, bella fruslería, que siempre quieren tener la última palabra; hay que dejarlas, las pobres, cada loca con su tema, ya es tarde” (139).

Respecto a la figura del lector postulado, su presencia en el circuito de comunicación lo convierte en otro elemento del engranaje lúdico. Al estar incapacitado para experimentar algún tipo de certeza ante los hechos que se le presentan, queda virtualmente sometido a las diversos mensajes que lo descentran. Al mismo tiempo, al confundirse los estilos de quienes narran, se torna difícil constatar dónde está realmente el foco de enunciación. El lector entra así en una crisis cognitiva respecto a los dobles y triples mensajes que recibe en cuanto a lo que supuestamente ocurre. Esta indefensión gnoseológica se acentúa con las apelaciones directas a su participación en el acto de leer. Constantemente es aludido por una conciencia narrativa que le sugiere que por sí solo no podrá imaginar el mundo que se le describe. Queda por ello sojuzgado al mirar imperativo del narrador:

“Pero cuando digo rubio tienes que visualizar un pelo inmenso y engrifado, resplandeciente, albino más que rubio, abriéndose en cámara lenta y en volutas encadenadas, oxígeno, ozono, de lluvia, fibra de vidrio, pajuza de maíz soltando gotas finísimas, como el de un atleta victorioso emergiendo del chapuzón” (13).

La subversión que realiza Sarduy de los códigos escriturales deviene en crítica de los modos realistas de entender la obra literaria. Se rechaza, en el fondo, el concepto romántico de la obra de arte que ve en ella un reflejo acabado de la realidad. En este sentido, Sarduy “desplaza al escritor heredado del romanticismo, cuestiona a la literatura tradicional e incita la participación de un lector idóneo en el acto escriptural” (Rivero 236). Lo que se evidencia en Colibrí, como en las demás novelas de Severo Sarduy es, en definitiva, lo que se ha definido como la crisis del sujeto. Dicho argumento postmodernista entiende al sujeto como una entidad ya vaciada de algún proyecto coherente. Una de las consecuencias de esta percepción, en el ámbito de la cultura –y específicamente en el de la literatura– es justamente el cuestionamiento definitivo de la figura del autor como sujeto creador. Se trata de un tipo de colapso general que tiene repercusiones varias según los campos considerados. En palabras de Jameson: “El fin de la mónada o del yo burgués tiene por fuerza que implicar también el fin de las psicopatologías de este yo o (…) el ocaso de los afectos. Pero significa también el fin de muchas otras cosas; por ejemplo, el fin del estilo único y personal, el fin de la pincelada individual distintiva simbolizada por la progresiva primacía de la reproducción mecánica” (17). Así como en otras creaciones de la narrativa reciente, en la obra de Sarduy la figura del autor como presencia relevante se desdibuja hasta límites insospechados, integrando “la crisis del sujeto-creador y, por otra parte, se burla de la narratología que tiende a considerar la literatura como algo transparente y medible a través de algunas teorías harto conocidas. La literatura se vuelve su propio referente. Al privilegiar la textualidad, la escritura, se niega la sociabilidad o historicidad de o en los textos literarios (Lavou 78).

 

HACIA LA CONSTITUCIÓN DEL SUJETO NEOBARROCO-PSICOANALÍTICO EN COLIBRÍ

Una vez expuestos ciertos principios básicos del psicoanálisis que Severo Sarduy procesó en sus estudios de Freud y en la asistencia a los seminarios de Lacan, se está en mejores condiciones de abordar la novela Colibrí. Ello implica, en primer lugar, atender a la pulsión constructiva de la novela, pues en ella se inscribe un deseo triangular conformado por los tres personajes centrales de la trama: la Regente del burdel, el japonés y Colibrí. En paralelo, dicha figura se entrelaza con la estructura del deseo conformado por el narrador y su padre. La presencia de este último y su malestar para con su hijo escritor son indicios clave de significación psicoanalítica:

“Habráse visto –continúa– ¡Otra vez quemando papeles! ¡Qué manía la tuya, chico! Pierdes ya bastante tiempo escribiéndolos; después le das candela (…) Ya tú eres un hombre y de los Sarduy, hasta ahora no ha habido ningún pájaro. Y yo no quiero que nadie me señale en la calle. Así es que, ahora mismo vas a quemar también esas cuatro mierdas. ¡Quién ha visto a un hombre jugando con frutitas de brilladera?” (129).

Esta cita ofrece, pero a la vez oculta, una de las claves fundamentales de acceso a la novela, ya que permite visualizar dos aspectos fundamentales. El primero de ellos es la instalación de la sospecha generalizada respecto al narrador y las demás voces narrativas que pueblan el discurso. El segundo aspecto nos reenvía al tema del Edipo y a un tipo de transgresión más radical, como es la oposición a la ley del Padre. Según la teoría psicoanalítica, “el complejo de Edipo cumple una función positiva: la de desarrollar la atracción hacia el sexo opuesto” (Vásquez 19). En el caso de Colibrí, la respuesta del narrador a la acusación del padre tiene el carácter de una declaración de principios: asumir una condición homosexual que culturalmente es rechazada por los patrones culturales establecidos2 . Cabe recordar que en la teoría psiconalítica el ser hombre o mujer aparece como efecto de un significante que desde el momento que le otorga un nombre propio, le confiere una identidad sexual. Ésta es consecuencia de la identificación con el significante asignado. En el pensar psicoanalítico el orden simbólico preexiste al sujeto, ya que antes de su nacimiento existe en el deseo del Otro, ya sea como hombre o como mujer: como el lugar que ocupa en el deseo de sus padres, insertándose así en el orden del discurso.

En lo relativo a Colibrí, la presencia del padre en la cita atraída desautoriza la inclinación homosexual del narrador y la posibilidad de sublimar –en términos freudianos– la sexualidad por vía de la escritura3. Es necesario destacar que la estructura del carácter es, básicamente, el resultado del proceso de sublimación, el que se forma inconscientemente a través de los esfuerzos del superyó por restringir las fuerzas del ello, de modo tal que el yo las acepte y no se ponga en peligro su relación con el mundo exterior. En este sentido, la sublimación se forma primordialmente como una defensa contra los instintos (Thompson 73).

En consecuencia con lo mencionado, lo que hace el narrador de Colibrí, al no obedecer a su padre es, en primer lugar, reivindicar la escritura y sus posibilidades. En segundo lugar, y tal como plantea René Prieto, la orden del padre del narrador de “quemar esas cuatro mierdas” alude a las anteriores novelas de Sarduy: Gestos, De donde son los cantantes, Cobra y Maitreya. Al desobedecer al padre y no quemarlas, el narrador establece una ruptura con el proceso natural de superación del Edipo y niega –al modo de una transgresión simbólica– la figura autorial paterna (y la norma a él asociada). Es relevante recordar que, desde la perspectiva lacaneana, es a través del Edipo que se adviene a lo simbólico. En dicha segunda etapa, el padre interviene en la relación niño-madre como aquél que priva al niño del objeto de su deseo y priva a la madre del objeto del deseo. Se instaura así la ley de la prohibición o ley del padre. Si el padre es reconocido por la madre como autor de la ley, el sujeto tendrá finalmente acceso al Nombre del Padre o metáfora paternal, lo que proporciona un fundamento a la ley simbólica de la familia (Lemaire 142-144). En el caso de Colibrí, la Ley instaurada se niega a partir de la no identificación con la figura paterna: al no aceptar la Ley y desobedecer al padre, se produce la ruptura con la norma (Lemaire 140). Al no identificarse con la figura autorial, se produce la escenificación, a nivel del autor empírico, de la homosexualidad del narrador Severo Sarduy 4. Como consecuencia de esto, la única opción para la persistencia del deseo es el deseo del cuerpo materno.

En la nomenclatura psicoanalítica se postula que si el niño no acepta la ley del Padre, permanecerá identificado al falo y sujeto a su madre (Lemaire 140). En Colibrí, al negarse la identificación con la metáfora paterna, no logrará producirse la superación edípica. El deseo de ser el deseo de la madre, es decir, el falo, convierte a Colibrí, como a todo infante, en una carencia y en un no sujeto. Este acontecer deja al descubierto en el personaje la ausencia de una identidad definida y estable: es al mismo tiempo hombre, pájaro y cuerpo cósmico5. Ello incide en que no logre reconocerse en el espejo en que se mira, pues éste le devuelve una imagen transformada:

“En ese espejo, él que desde hacía tanto tiempo no se miraba en uno, corrió a mirarse Colibrí. En el primer instante: como si detrás del mercurio apareciera otro” (178).

Al desconocer su identidad frente al espejo, la novela reproduce lo que Lacan define como la primera fase del estadio del espejo: “El enfant durante la primera fase del espejo no posee conciencia de su cuerpo y no se reconoce como tal en la imagen que el espejo le devuelve. En el estadio del espejo el niño descubre prematuramente su imagen, mucho antes de lograr el dominio motor” (Bicecci 73). Posteriormente, y tal como ocurre en el proceso del enfant que Lacan describe, Colibrí reconocerá que quien está frente al espejo es él mismo: “Fue su gesto de asombro lo que a sus propios ojos lo identificó” (178). Se da cuenta en ese momento que quien está en frente es su propia imagen, es decir, descubre que él es el otro que lo mira desde el espejo. El personaje reproduce así la segunda fase del estadio del espejo, la cual “constituye el advenimiento de la subjetividad cenestésica, precedida por la fragmentación del cuerpo. El reflejo del cuerpo es saludable, por su unidad y su localización espacio-temporal. Pero también es la fase de la identificación narcisista alienante (identificación primaria): el sujeto es su doble (...) En este sentido la fase del espejo se resuelve en una ganancia: la de una representación total del cuerpo propio” (Lemaire 137). Al reconocer Colibrí que quien está en el espejo es su propia imagen, se está articulando ese otro que será más adelante. Pero esa categoría no posee aún definición, puesto que todavía es una especie de estructura en la cual el personaje está inscrito sin saberlo. A partir de la pulsión de gestación de la novela, se le impone a Colibrí una imposibilidad definitiva: la posesión materna. Ello es consecuencia de que “el objeto del deseo no es nunca alcanzable. Debe ser irremediablemente perdido para que el sujeto pueda constituirse como sujeto deseante” (Braunstein 24). Ya que es imposible la posesión materna, el personaje no se identificará con la madre, sino con la Regenta, quien, convertida en una parodia de la figura paterna, será quien represente la Ley:

“Volverás para quemar. Para destruir. Eres el único que puede introducirse en La Casona y tomar el poder sin resistencia alguna”. La Regente, con los ojos cerrados, te lo dará todo. Estaba escrito en tus cejas. Tomarás el poder. Conocerás el placer de ordenar” (158).

Colibrí ocupará su lugar en el burdel, haciéndose finalmente poseedor de la regla. Comenzará a imponer el orden y una nueva forma de purificación:

“Se acabaron, para siempre, ¿oyeron bien? –añadió vociferando a la redonda, como si lo escuchara una muchedumbre mansa–, para siempre en esta casa el alcohol y la hierba. Se acabó todo lo que corrompe y debilita” (p. 177).

El personaje se ha transformado en otro, pero degradando la normativa de la regla, al instaurarla en forma invertida. Propone, en consecuencia, que continúe la diversión transgresora:

“Hay que dar una buena lechada roja. Y poner lámparas. A ver si traen dos o tres muchachones del estuario, que bailen un poco, para que animen esto” (179).

Colibrí ha ocupado el lugar de la regenta y al desdoblarse en ella ha reactualizado la Ley, instalándose en el lugar del otro invertido. Ese otro es finalmente aquello donde radica la Ley, operándose una inversión. En este espejeo de transformaciones y metamorfosis, la identidad del sujeto se configura como una entidad inasible y básicamente inestable.

 

EL CUERPO COMO EL CAMPO DE BATALLA DEL SUJETO DESEANTE

En general, en la obra de Sarduy el cuerpo “no es solamente vehículo para narrar su autobiografía, sino también un instrumento erótico cargado de significado” (Ulloa y Ulloa 1641). Como enclave de indagación existencial y erótica es un blanco de poder en el que es transgredida la ley simbólica, con el fin de liberarlo del control que sobre él se ejerce. Pero dicho deseo fracasa en su intento por subvertir la imposición de la ley. Ya sea por la identidad genérico sexual impuesta por la condición biológica o por la represión que el contexto que lo rodea ejerce, el cuerpo se expone como un factor de inadecuación. Esto se vincula nítidamente a la teoría freudiana de la libido que plantea que la energía libidinal transcurre en tres fases en el período de la infancia: la oral, la anal y la genital. La segunda fase (la anal), que antecede a lo simbólico, se vincula particularmente con los impulsos de agresión sádica. En esta etapa, que Freud entiende como de “organización sádico anal”, no se acentúa el placer que obtiene el niño al retener y expulsar los excrementos, sino la lucha con sus padres. El niño muestra por primera vez tendencias hacia la crueldad, aspecto que forma parte del desarrollo de su constitución orgánica (Freud, Ensayos, 84). En el caso de Colibrí, la negación de la norma paterna hace que la libido quede sellada en esta fase anal, proceso que deriva en un sadismo que refleja dicha fijación (Prieto 323). El blanco de tal propensión es justamente el cuerpo de los protagonistas:

“–Vuelve al redil, los mechones rubios salpicados de coágulos y el cuerpo envenenado por las picadas, estriado por las sogas, tachado por latigazos y escupitajos” (50).

El cuerpo de Colibrí como campo de batalla y “código de los escarnios” (17) es exhibido en un espectáculo de lucha que activa una imaginería sadomasoquista: “Se había suspendido la reina, al techo, por los pies ahorcado al revés” (34). Entre las paredes del prostíbulo, Colibrí es controlado y gozado por los “lacayos del Orden”, (47) quienes intentan clausurar su vuelo, que es, a la vez, el vuelo del deseo. Su cuerpo se convierte en cuerpo-objeto al cual se reprime y cohibe. Por ello, Colibrí debe huir de la Casona, llevándose consigo la energía del lugar: “todo era lentitud, desgano, pereza y esperada siesta” (114). Con su retorno, en cambio, vuelve la alegría y el ánimo:

“Con la captura del atrevido, la Casona recuperó el alegre caos de antaño, la cumbancha continua de ayer. Era como si el cuerpo maniatado del rebelde (…) a pesar de su fragilidad y desgaste, irradiara con su fuerza aquel barracón vetusto, la palestra abandonada” (130).

Así como Colibrí es el objeto del deseo de los otros, el deseo de la Regente se escenifica también cotidianamente:

“Había comprendido que más que el deseo de los otros era el suyo el que a cada noche se teatralizaba” (42).

 

DEL SUJETO DESEANTE AL SUJETO CARENTE

Como puede apreciarse por los ejemplos atraídos, la presencia o ausencia de Colibrí se asocia al tema de la carencia, pues es la ausencia de éste lo que inaugura en los demás personajes la insoportable sensación de falta.

En el plano teórico, esta figura remite a la teoría de la falta o de la castración. Se entiende aquí que toda falta produce un movimiento que lleva al sujeto en búsqueda de un objeto. Como dice Lacan, “es la hiancia de un vacío lo que constituye el primer movimiento”6. Si la falta no existe, no surge el desplazamiento que conduce hacia el objeto, que, según Freud, está perdido para siempre. Es solo a partir de la falta que algo puede ser representable y ello faculta la aparición del sujeto como sujeto de esa falta. La pérdida del objeto lo impulsa a buscar en la realidad una representación que llene esa falta, la cual es sustituida por el fantasma de la recuperación del objeto. Lo perdido activará la demanda gobernada por el fantasma, la que ofrecerá un auxilio (como es el caso del amamantamiento), que deberá, sin embargo, faltar para que haya sujeto. La experiencia de la falta suscitará la alucinación (del pecho, por ejemplo) cuyo fracaso llevará a la representación del objeto según el incipiente principio de realidad. Será la incompletud del sujeto lo que lo llevará a esa búsqueda imposible de satisfacer. Este proceso puede ser explicado (entre otras formas), desde la experiencia del apaciguamiento, esto es, a partir de la experiencia mítica con el pecho. Desde ese primer momento quedará una huella mnémica que se asociará a la excitación producida por la necesidad. Según Freud, en la siguiente vez donde aparezca la necesidad, la pulsión intentará cargar la imagen mnémica, con el fin de producir la misma percepción que se produjo ante la primera satisfacción (Freud, La interpretación, 557). El sujeto intentará buscar en la exterioridad un objeto que coincida con esa huella mnémica de la primera experiencia del apaciguamiento. Aquella vivencia quedará como un momento mítico donde el sujeto no alcanzará jamás a satisfacerse, ya que su ausencia será imposible de llenar. Irá en búsqueda del objeto, pero se encontrará solo con cosas. Por ello su búsqueda será infinita. Se trata, en definitiva, del objeto del deseo y del deseo del Otro como deseante. Al respecto, Lacan plantea que “la cuestión del deseo es que el sujeto que se desvanece suspira por volver a hallarse gracias a una especie de encuentro con esta cosa milagrosa definida por el fantasma. En su empeño lo sostiene lo que yo llamo el objeto perdido” (Lacan 213).

En lo que concierne a Colibrí, este aparataje teórico-conceptual se despliega ficcionalmente en la sensación de agobiante carencia que sufren los demás personajes por la ausencia de Colibrí. La falta contagia todo lo representado al modo de un “vacío del que emanan todas las cosas” (108) y de “un mal obscuro, sin nombre, que los iba devastando a medida que derivaban, ya delirantes, hacia el abra” (168). La carencia define aquí un estado espiritual donde la corporeidad encuentra su finitud:

“Una súbita inercia, a veces, una lepra que les iba royendo la cara, otras, nada. La fijeza: la muerte” (108).

Mientras la falta se personifica en la Regente, el objeto del deseo encarna en Colibrí:

“La falta comenzaba a asfixiarla. Salió corriendo (...) decidió que nada dejaría transparentar su sed y su carencia de Colibrí” (55).

En Colibrí, la experiencia de la falta o carencia se torna inefable, puesto que remite a contenidos inconscientes:

“Decidió que nada dejaría trasparentar su sed y su carencia de Colibrí. Algo la trascendía, que no era traducible en el lenguaje de la vigilia” (42).

El dolor de la Regenta refleja, en última instancia, la corrosión del deseo que nunca podrá fijarse ni desaparecer. Por lo mismo reaparece acusando dicha ausencia:

“Ausencia no quiere decir olvido (…) ¿Creíste que con tu zig zag iban a librarte de un acosante deseo, que por otra parte en tu ausencia no ha hecho mas que crecer?” (65-67).

 

CONCLUSIONES

Como ha podido apreciarse, la novela Colibrí inscribe en su escritura el tema de la crisis del sujeto entendido como identidad acabada, fija y estable. Al igual que en el resto de sus obras, el sujeto-consecuencia deviene en expresión del cruce de códigos que definen su incierta constitución. Se trata de un ser en devenir que se revela, en palabras de Julio Ortega, en la escenificación un “un mapa tropical del deseo en fuga. La novela misma se hace danza, pintura, teatro, simulacro puro entre telones y dobles fondos” (Ortega 437). Así como Cobra y Cocuyo, Colibrí forma parte de un proyecto narrativo donde el mundo animal, la pulsión, el enmascaramiento y la carencia estructural forman parte del complejo abecedario neobarroco. El análisis ha intentado mostrar la pertinencia de una cierta parte del arsenal teórico psicoanalítico que el autor incorpora conscientemente en su trabajo creativo. Lo que queda del texto es la negación de todo significado previo o independiente al propio discurso textual. Texto fijado y reiterativo, en que solo queda la deriva del cuerpo y la ausencia de sentido. Sin embargo, dicho vacío no es inseparable del proyecto escritural neobarroco donde el vacío no significa inmovilidad sino actividad generatriz que pone en marcha un movimiento que trata de iluminar la escisión del principio de no dualidad. El sujeto que emerge de la lectura de Colibrí es, en definitiva, consecuencia de una intención programada que piensa desde dos ámbitos privilegiados de significación, como son el neobarroco y el psicoanálisis; soportes teóricos en los que se gestiona de manera siempre inquietante el sujeto sarduyano.

 

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NOTAS

1 “Yo entiendo científico, no en el sentido de una cientificidad que se proteje tras una especie de saber cuyo sujeto sería de algún modo absoluto. Me refiero a los análisis de la ciencia hechos por Lacan, por Althusser y Julia Kristeva. Hay una ciencia del texto, porque el texto no es captado por una subjetividad de tipo impresionista, sino a través de una ciencia de lo real de tipo marxista y de una ciencia del sujeto de tipo freudiano. Es en esta medida que hay una ciencia del texto” (La teoría, 12-13).

2  Cabe destacar que la mencionada situación narrativa conlleva claros rasgos autobiográficos de Sarduy, puesto que él nunca negó su condición de homosexual. Suposición al respecto, como la significación textual comprometida, reivindican los planteamientos de Freud en cuanto a no considerar la homosexualidad como una perversión. Según Freud, esto queda demostrado en el hecho de que la inversión se presenta en personas que no presentan anormalidades y que se caracterizan por sus condiciones intelectuales y éticas. Al mismo tiempo, Freud remite al estudio histórico y señala que la inversión fue una manifestación frecuente en los momentos cúlmines de civilizaciones pasadas (Freud, Ensayos, 33-34).

3 Según Freud, “los historiadores de la civilización coinciden en aceptar que este proceso, en que las fuerzas instintivas sexuales son desviadas de sus fines sexuales y orientadas hacia otros distintos –proceso al que se le da el nombre de sublimación– proporciona poderosos elementos para todas las funciones culturales” (Freud, Ensayos, 66-67).

4 Según René Prieto, “la voz del padre en Colibrí debe verse en todo momento como una alusión a la norma impuesta por la autoridad durante el desarrollo psíquico” (Prieto, 319).

5 En el caso de Colibrí, el personaje se instaura como una metáfora del cosmos. Encarna, según palabras del mismo autor, a “un ángel de la Nasa que se desplaza alrededor de la Tierra a la vez inmóvil y veloz, como una imagen pura, sin espesor ni peso, como una transparencia de aluminio cuyo brillo cegante dialoga con el sol. Es este ángel de la Nasa, ángel retozón de la jiribilla (...) el hombre colibrí el que vuela fijo con un fondo de estrellas, el que brilla sin peso, lunar, y cristalizado, un puro reflejo y una densidad de pájaro a la vez” (“A la sombra del Arecibo”, 42).

6 Citado por Orvañanos, 174.

 

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