Mucho se ha insistido, lo mismo en las escuelas que en los discursos gritones, en el sentido del cóndor, y se ha dicho poco de su compañero heráldico. El pobre huemul… Yo confieso mi escaso amor al cóndor, que, al fin, es solamente un buitre.

Gabriela Mistral “Menos cóndor y más huemul”

 

 

 

 

REPRESENTACIÓN DE LO NACIONAL

La narrativa de la nación experimenta a comienzos del siglo XX –con respecto al siglo XIX– grandes variaciones en el ámbito de los personajes, espacio, motivos, temas y lenguaje. Para examinar estos cambios consideramos un corpus poético y narrativo que incluye las obras que concitaron mayor atención en los lectores y crítica de la época. Nos referimos a los poemarios Del mar a la montaña (1903) de Diego Dublé Urrutia; Alma criolla (1903) de Antonio Orrego Barros; Hacia allá (1905) de Víctor Domingo Silva; Canciones de Arauco (1908) de Samuel Lillo y Alma Chilena (1911) de Carlos Pezoa Véliz1. Y en narrativa, a Juana Lucero (1902) de Augusto D’Halmar; Pueblo chico (1903) de Manuel J. Ortiz; Sub-terra (1904) y Sub-sole (1907) de Baldomero Lillo; Páginas chilenas (1907) de Joaquín Díaz Garcés; Escenas de la vida campesina (1909) de Rafael Maluenda; Casa grande (1908) de Luis Orrego Luco; Hogar Chileno (1910) de Senén Palacios; Cuesta arriba (1910) de Emilio Rodríguez Mendoza; El tapete verde (1910) de Francisco Hederra; Cuentos del Maule (1912) y Cuna de cóndores (1918) de Mariano Latorre; Días de campo (1916) de Federico Gana; La hechizada (1916) de Fernando Santiván; El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello; Alsino (1920) de Pedro Prado y Alhué (1928) de José Santos González Vera2.

PERSONAJES EN FUNCIÓN DE PAÍS

En la literatura del siglo XIX, el país equivale, en gran medida, al “vecindario decente”, a la elite o a quienes aspiraban a serlo. En la obra de Blest Gana, el más importante novelista del siglo XIX, el campo es un lugar de recreo para santiaguinos en vacaciones. En algunas novelas costumbristas, como La montaña (1897) de Carlos Silva Vildósola, el campo aparece con signos de pintoresquismo, desde una mirada citadina. Solo después de 1900, el campo adquiere vitalidad literaria por sí mismo, como naturaleza y conformador de vida, aislado de la ciudad.

En las primeras décadas del siglo, el espectro de personajes de otros sectores sociales y étnicos que se incorpora a la literatura es amplio y variado. Personajes vinculados al campo y a la ruralidad, pero también a espacios de miseria y marginalidad urbana o a condiciones laborales abyectas, como las que se dan en las minas de carbón o en la pampa. Son personajes permeados, salvo excepciones, por una mirada afín a los sectores medios (la necesidad de preservar la vida rural o indígena pero también de “educarla”) o de elite (la nostalgia por el campo, por el vasallaje y por los antiguos valores de la sangre y de la tierra)3. Las excepciones son Sub-terra y Sub-sole de Baldomero Lillo, la lírica de Carlos Pezoa Véliz y Alhué de Gónzalez Vera, obras en que la óptica se instala sin mediaciones en lo popular, ya sea como registro realista de condiciones laborales o de vida, en el caso de Lillo, o como lo popular intercultural en un registro lírico innovador, en Pezoa Véliz, o como lo popular mítico y trascendente, en González Vera.

No es casual que del corpus de obras mencionadas, éstas sean estéticamente –por el grado de mimesis integral que logran– las más significativas. En el resto predomina más bien una mirada mesocrática o de elite con connotaciones nacionalistas, que busca rescatar particularidades culturales y realzar el componente de tradición vernácula, con el objeto de reinsertar esas particularidades en la narrativa de la nación. El crítico Domingo Melfi, reconociendo este propósito, se refirió a varios de estos autores con un calificativo que probablemente hoy sonaría peyorativo: los llamó “chile-nistas”4.

Las estrategias de representación de lo nacional son variadas. Una de ellas se logra mediante la diversidad de oficios o actividades que pueblan el mundo de la ficción. En el mundo rural: el carretero, el peón, el capataz, el maestro de fragua, el peón de riego, el cuatrero, el amansador, el arriero, la cantora, el bodeguero, el puestero (en la Patagonia), el patrón, la criada, el curandero; en el mundo del tren: el palanquero, el maquinista, el conductor, el carrilano, el inspector, el fogonero; en la costa y en el río: el balsero, el cargador o guanaye, el lanchero, el arponero, el marinero, el pescador, el remero, el botero, el fletero; en las minas y en la pampa: el barretero, el minero, el oficinista, el fondero, el tornero, el desrripiador, el bodeguero, el calderero, el pirquinero, el enganchador; y en la urbe: el obrero, el organillero, el cura, el preceptor, el artista, la prostituta, el peluquero, el tony, la lavandera, el barrendero, el destapador de acequias, el monaguillo, el policía, la planchadora, el conductor de carros, el sereno, el pintor, el zapatero; y así, suma y sigue. Se trata de una variedad de personajes que a menudo carecen de nombre propio y a los que se menta únicamente por su función, personajes que conformando un paisaje humano y social diverso, hacen patente el mundo del trabajo, pero que como tales no tienen voz. En los casos en que el personaje tiene un nombre propio, el narrador omnisciente con frecuencia interviene, estableciendo un vínculo con la nación con el objeto de realzar la chilenidad5.

Otra estrategia es la utilización de personajes y situaciones en que se hace patente la dimensión de lo nacional popular. En el poema “La procesión de San Pedro y bendición del mar, en Talcahuano” de Diego Dublé Urrutia6, se describe con gran colorido un espectáculo de religiosidad popular pleno de energía social: la procesión que acompaña a la imagen de San Pedro, patrono de los pescadores, recorriendo las calles de Talcahuano y luego, con embarcaciones, la bahía.

“Y al son de la campana que allá repica, / corre el clamor en olas por la ribera, / desde los muelles viejos a Villarrica, / llenando con sus ecos la tierra entera. / Y suena un cañonazo y otro responde, / y con el himno patrio que ya despunta, / mil tiros disparados, quién sabe dónde, / todas las cabelleras ponen de punta”.

Todos participan de la procesión: el señor cura, Ño Peiro, la turba, el borrachín, la Nicolasa y Rosa la paticoja, cuatro seminaristas y un prebendado, el “fletero viejo”, el “morado obispo” y los monaguillos. Es una cofradía que sobrepasa con creces el marco de la catolicidad, una energía social diversa; una chilenidad en clave de integración. En el tono del poema se hace patente la emocionalidad de lo nacional y del país entero:

“Nadie falta ni teme la mar inquieta /ni el temporal advierte que se avecina,/desde el ricacho orondo, que va en goleta,/hasta la Rosa Coja, que vio la Ruina”.

También se convoca lo nacional popular en “El dieciocho en la aldea”, poema de Víctor Domingo Silva7, en que junto a símbolos tradicionales y a tópicos de chilenidad se presenta un cuadro con huasos, veteranos del regimiento Tacna, rotos dicharacheros, alegres y festivos, con un pueblo que está de gala: “la aldea entera vibra y suda de orgullo”. Idéntica intención de amplitud social se encuentra en “Las sandillas y las sandías”, incluido en Páginas Chilenas (1907) de Joaquín Díaz Garcés, texto en que a la sandía se la personaliza y se la sigue en su recorrido por el mundo popular y por el vecindario decente, dos mundos que pasan a ser uno solo, unidos por la fruta símbolo del verano y del campo chileno.

 

EL HUASO Y EL ROTO

Otra instancia de representación de lo nacional son los estereotipos literarios concebidos como signos de identidad. Las figuras del huaso y del roto, personajes emblemáticos e iconos de lo nacional. En el ensayismo de las primeras décadas, tanto el roto como el huaso fueron concebidos como síntesis o símbolos de la raza, o como base étnica o sociológica de la na-ción8. El roto fue mitificado como estereotipo vinculado a la Guerra del Pacífico: sufrido e inconstante; prudente, aventurero; valiente y osado; gran soldado, con ribetes de picardía y tristeza; a la vez generoso, desprendido y pendenciero. En la portada de la primera edición de Páginas Chilenas de Díaz Garcés, aparece la figura de un roto típico, con ojotas, sombrero de paja y poncho al hombro, figura híbrida de campo y urbe. Jorge Délano creó a fines de la década del veinte un roto con prosapia: Juan Verdejo Larraín. Edwards Bello en la novela El roto (1920) deconstruyó e ironizó al personaje, convirtiéndolo en un roto prostibulario y miserable, criticando de paso el clima nacionalista en que se había llevado a cabo su mitifica-ción. El huaso fue el símbolo del mundo rural, defendido por los criollistas como el que mejor representaba la idiosincrasia y el particularismo nacional. Incluso se dio una discusión entre quienes postulaban para ese sitial al roto y quienes, al huaso. Se discutió también si la chilenidad residía de preferencia en el campo o en la ciudad. Hubo autores que concebían al huaso como una variable del roto y otros, por el contrario, percibían al roto como una variable del huaso. Según Benjamín Vicuña Subercaseaux, “el roto chileno se divide en dos grandes porciones. Una de estas hace una vida sedentaria y feliz en los campos; es el huaso. La otra es nómade y sufre todos los contratiempos y todas las diferencias de nuestras clases obreras… el roto es bajo, delgado, de rostro oscuro, feo, de apariencia raquítica… Pero desconfiemos de esa apariencia… es uno de los hombres más fuertes de la humanidad… pasa por el mejor soldado del mundo. Su vida histórica ha sido la guerra”. Las mismas tesis e ideas se encuentran en la obra de Nicolás Palacios, quien concibe al roto como reserva de la raza y antípoda del petimetre y del aristócrata santiaguino9.

Mariano Latorre, padre del criollismo, señaló que “durante mucho tiempo se tomó al roto como representante típico de la raza chilena. Sin embargo, el roto no es sino un accidente de nuestra raza. El huaso es su perma-nencia…”10 La preferencia de Latorre y de los criollistas por el huaso como prototipo de la identidad chilena se inscribe en la escenificación de un tiempo histórico nacional en clave de integración. La vinculación del huaso con los caballos, con el rodeo y con las destrezas del campo, vestimenta de origen andaluz, cordobés e incaico, e incluso, en ocasiones, su lenguaje, son atributos tanto del patrón como del peón. El huaso, en la realidad como en la ficción es –a diferencia del roto– un personaje transclase, un canal no de confrontación sino de hibridaje social, de intercambio de visiones de mundo y de valores11. En los relatos y novelas el huaso, como arquetipo literario se concretiza en distintas versiones: el huaso ladino, el huaso montañés, el huaso costino, el huaso leal, etc. A veces, el huaso tiene rasgos del roto, y se manifiesta una hibridez huaso-roto; es el caso, por ejemplo, de “Juan Neira”, relato de Joaquín Díaz Garces12. El roto y el huaso, en cualquiera de sus variantes y características, ponen de manifiesto –como iconos de la chilenidad– el carácter patriarcal y la marcada parcialidad sexogenérica que caracteriza al nacionalismo.

La figura del bandolero o bandido también aparece en numerosos relatos de los autores mencionados. La crítica ha vinculado la presencia de bandidos en la literatura vernacular a la influencia de autores como Bret Harte, Tolstoy, Gorki, Turgeniev y Zola; autores en que aparecen vagabundos, mujiks, obreros expoliados, prostitutas, labradores castigados por el látigo de la autocracia, aventureros del oro, criminales o campesinos perseguidos por la justicia. El naturalismo, como sensibilidad literaria de vigencia internacional, incidió, qué duda cabe, en la literatura local; hay testimonios que documentan la importancia que tuvieron en Chile autores como Bret Harte o la literatura rusa y Zola. En los relatos de Latorre o Maluenda, además de la exaltación del valor individual necesario para sobrevivir, los bandidos son personajes que usan la jerga huasa, también son sufridos, valientes y circunspectos, como el roto, en ocasiones portan rasgos étnicos ancestrales. En el cuento “Risquera vana” de Mariano Latorre, el narrador, apegado a la conciencia del fugitivo, despliega su jerga y describe la cordillera con sus riscos y quebradas, con su mirar de “ojillos de peuco”; comentando la valentía del bandido, el narrador acota: “en su naturaleza casi animal dormía en germen el individualismo bravío de los araucanos”13. Se trata, por ende, de bandidos con una carga de identidad. “Quilapán” de Baldomero Lillo14, pero también, sobre todo en la lírica, en un registro idealista, como ocurre en Canciones de Arauco (1908), poemario de Samuel Lillo. El relato de Baldomero Lillo resalta la lucha y la dignidad de Quilapán, campesino pobre que defiende su parcela de tierra contra la rapiña de su vecino, Don Cosme, hacendado y caudillo blanco. Es un cuento de denuncia social con un tratamiento narrativo escueto pero muy bien logrado, en que el vínculo entre Quilapán y su terruño está narrado con una paleta de tinte expresionista y de gran eficacia estética.

En la sección “La voz de la raza” del poemario Del mar a la montaña (1903), Diego Dublé Urrutia introduce la conciencia indígena como voz de una comunidad perdida que hay que reintegrar a la identidad de la nación. Uno de los seudónimos que utilizó Carlos Pezoa Véliz fue “Juan Mauro Bío-bío (poeta araucano)”. Su lira popular “Lamentos del cacique Huilá en la muerte de su esposa Cisnella” lleva una nota entre paréntesis “Traducción del araucano”; el contenido de la lira apunta a la diferencia étnica como uno de los componentes de la nacionalidad15.

Samuel Lillo, en el poema “El último cacique”, percibe al cacique Nahuel como el último vestigio de una raza amenazada por la modernidad. Idealizado en términos de dignidad, pundonor, altivez y belleza, el cacique es también portador de una identidad diacrónica que viene desde Caupolicán:

“No se han mojado sus manos / con los sudores villanos / del hacha o del azadón; / sino con la empuñadura /de la lanza o con la dura / rienda de su bridón”.

En el poema “El rey de Nahuelbuta”, el felino destronado por el avance del mundo moderno es una suerte de alter ego del destino de la raza araucana. Nada idealizada es, en cambio, la visión del mundo mapuche en el poema “El reino de la selva”, en que la voz del poeta se instala en una muchacha hija de una cautiva y un indio, que termina por acomodarse al mundo indígena a costa de perder su inocencia. El eco y la simpatía que despertó Canciones de Arauco (1908) entre los mapuches y sus descendientes llevó a que en 1916 el libro apareciera en una edición traducida al mapudungun por el profesor Manuel Manquilef, la que circuló profusamente en las reducciones indígenas de la Frontera16. Huaso, roto, bandido e indígena son, por ende, tipos literarios interrelacionados con presencia en la narrativa y en la poesía, figuras que representan, en distintos niveles, la continuidad histórica y la identidad de la nación.

 

DOS NOVELAS NACIONALISTAS

En la construcción y tematización de personajes de sectores medios y altos también se advierte una estrategia de representación y realce de lo nacional. Con respecto al mundo de los sectores medios, dos novelas del centenario exhiben una estrategia más que nacional, francamente nacionalista. Se trata de Cuesta Arriba (1910) de Emilio Rodríguez Mendoza y Hogar Chileno (1910) de Senén Palacios. En el prólogo de Cuesta Arriba, Rodríguez Mendoza presenta a León Rield II, protagonista de la novela, como portador de las ideas del Centenario:

“acumulamos en él –dice el autor– todo un programa de ideas… se siente atraído por lo práctico… por la reforma de las instituciones y costumbres pero conserva los atavismos raciales… es un admirador del pueblo yankee… un estudioso de las necesidades del país… que fustiga a quienes importan modelos”.

El autor señala que se ha propuesto un “libro-escuela”, pero advierte que no se deben pedir para la sociedad chilena cambios inorgánicos ni saltos, “no desearíamos –dice– pedir el advenimiento de estados sociales que no pueden venir normalmente… saltando sobre los que han debido precederlos”. Se trata de un protagonista que obedece a las ideas de Encina, de Nicolás Palacios y de Alejandro Venegas, también a las ideas de Gustave Le Bon. León Rield II es ingeniero, partidario del saber práctico y del trabajo, enemigo de la oratoria y de la palabrería. En su formación, su maestro, que es una suerte de alter ego de Encina y Venegas, le habla del “falso progreso de estuco y tijera... del golpazo de bolsa o del estacazo salitrero... de costumbres importadas” y suntuarias “que no pueden ser las que se necesitan en un país en pleno vigor de juventud”. Contrastan estas enseñanzas con Champán, un personaje afrancesado, que representa todo lo que su maestro critica. Frente al tema de la educación “tenemos –pensaba el pro-tagonista– la instrucción que forma Champanes, oradores, versicultores y académicos de toda especie… carecemos en cambio de la buena escuela primaria, amoldada a las peculiaridades de cada zona”. Se trata de una novela de tesis que articula, en boca de un hijo de inmigrante y de la clase media, el pensamiento nacionalista que hemos revisado en los capítulos anteriores, una obra que desde el punto de vista literario carece de valor pero que en su época, sin embargo, llamó la atención.

Hogar chileno, la novela de Senén Palacios, fue finalista en el concurso del Centenario17. Don Pedro García y Doña Rosa son los titulares de un hogar de provincia que el narrador describe como “modesto, laborioso y honrado, en el cual resplandece la sencillez... hogar… modelo de lo que son nuestras familias chilenas, de ese medio social que no tiene el honor de figurar en la aristocracia, pero que vive más feliz y es infinitamente más virtuoso, más trabajador y de mejores costumbres”. Rodolfo y Laura son hijos de ese hogar pletórico de chilenidad. Rodolfo es partidario del modelo anglosajón, de la educación práctica y útil frente a una tradición latina que produce “pedantes inútiles”. La novela reproduce la polémica educacional del nacionalismo educativo. A su vez, Laura desecha a un aristócrata “pedante” que la pretende, inclinándose por un esforzado estudiante de medicina, de provincia. Senén Palacios salpica este escenario virtuoso con estampas canónicas de la chilenidad: trillas, el cerro Santa Lucía, la estatua de Pedro de Valdivia; también con burdas acotaciones narrativas de corte nacionalista: “Laura medio recostada en su asiento, veía desfilar el panorama incomparable del suelo de Chile, del cual dijo el poeta: Y tu campo de flores bordado/es la copia feliz del Edén”. Hogar Chileno es “una de las mejores novelas que se han publicado en Chile, y acaso en toda la América Hispana”. Así la calificó Valentín Letelier, siendo Rector de la Universidad de Chile. ¿Cómo explicarse que un lector y pensador culto, como lo fue Valentín Letelier, que vivió en Alemania y conoció la mejor literatura europea de la época, alabe de manera tan exagerada a una obra que carece de todo mérito estético y que es, para un lector contemporáneo, un verdadero bodrio literario? El nacionalismo puede ser irracional y nublar la vista. Como señaló Borges “mentalmente el nazismo no es otra cosa que la exacerbación de un prejuicio que sufren todos los hombres: la certidumbre que su patria, su lengua, su religión, su sangre, son superiores a las de los otros”.

 

OLIGARQUÍA EN CONTRAPUNTO

En algunas obras del corpus elegido, los personajes de sectores altos representan a la oligarquía y a los males de la belle époque criolla; de esta manera resultan funcionales a la representación de lo nacional a través de una estrategia de contrapunto. En Casa grande (1908), la excelente novela de Luis Orrego Luco, en las antípodas de personajes aristócratas y afrancesados, aparentadores y corruptos, como son Emilio Sanders y Angel Heredia, se encuentra Leopoldo Ruiz, un personaje campechano, trabajador, admirador de las empanadas de horno, del arrollado, de las humitas, personaje que representa al Chile rústico y campestre de antaño: “¡ni por nada –ex-clama– me iría a Europa!” Esta estrategia compositiva, en que se contrasta una sociabilidad de la apariencia y otra de los valores auténticos, está presente también en Juana Lucero (1902) de Augusto D’Halmar y en El tapete verde (1910) de Francisco Hederra.

En los distintos personajes que hemos examinado, y en la estrategia de composición que los anima, se busca la delimitación y singularización de un determinado patrimonio simbólico al que se percibe como eje de la cultura y del imaginario nacional. Patrimonio que radica de preferencia en una identidad campesina y masculina de la nación, en una identidad no oligárquica. La ecuación “vecindario decente” o “clases dominantes” igual “nacional”, está definitivamente fracturada.

 

ESPACIOS TEÑIDOS

El ingrediente naturalista implica que los distintos personajes no son solo importantes como individuos sino que están espacializados y representan sectores de la sociedad y, por lo tanto, espacios geográficos, vale decir, espacios teñidos por la idiosincrasia. Mariano Latorre sostenía que la peculiar geografía del país, desde el desierto hasta Tierra del Fuego, y desde la cordillera hasta el mar, debía determinar la variedad de tipos y de sicologías literarias. Latorre, como casi todos los criollistas, actuaba en la configuración de sus personajes desde afuera hacia adentro. De allí que es posible advertir en su obra un tránsito de ida y vuelta entre espacios y personajes. Los espacios tienen tanto una dimensión macro (la cordillera de Nahuelbuta, la cordillera de la Costa y de los Andes, Malleco, el golfo de Arauco, Lebu, la Patagonia, la zona del Maule, la pampa, etc…), como una dimensión micro (riscos, quebradas, vegas, precipicios, esteros, potreros, la huerta, el socavón de la mina, el borde río, etc…). Están además habitados por una flora y fauna variopinta en su nomenclatura local (en lugar de los universales pájaros y árboles de la literatura decimonónica, los particulares jilgueros, tiuques, tencas, queltehues, loicas, boldos, sauces, álamos, espinos, maquis, mañios, pataguas, peumos, avellanos, litres, copihues y murtilla). Espacio, flora y fauna alimentan un imaginario de nación que integra a nuevos sectores sociales y étnicos, como también a nuevos lugares geográficos.

Interesa señalar tres aspectos que conciernen al espacio y a la representación de lo nacional. El primero se refiere a la “estética del rincón”, en la que confluyen aspectos propiamente estéticos con aspectos identitarios. Mariano Latorre señaló “ahondar en el rincón es la única manera de ser entendido por el mundo… literariamente la aldea bien descrita es la conquista de lo universal” 18. “Pinta tu aldea y pintarás el mundo” fue consigna estética vigente en la época. Pero el motivo del rincón tiene también el valor de lo propio, implica el supuesto de que existe un específico cultural chileno, y que la literatura debe hacerse cargo de él. El poema “La voz de la raza”, de Diego Dublé Urrutia, que encabeza su poemario Del mar a la montaña (1903), se abre con un ofrecimiento europeo: “¿España? ¿Francia? ¿Roma?”, ante esta posibilidad el sujeto de la enunciación responde con un muy decidido “¡No, no!” Ante la alternativa de vivir “europeamente” en las orillas del Sena o del Rhin, el poeta prefiere su acequia nativa:

“Pequeño como un grano de arena, sueño, espero, / perdido aquí,
en el fondo de mi nativo estero”.

Este contrapunto entre el nido y el viejo mundo se va a desarrollar a lo largo de las ocho estrofas del texto. Ya en sus primeros versos, en Veinte años (1898), Dublé Urrutia introdujo el motivo del nido, imagen del terruño nativo, del origen. En el poema “La tierra”, refiriéndose a la localidad de Angol, el sujeto de la enunciación dice: “amo esas tierras porque en ellas duermen / los mejores recuerdos de mi vida”. A pesar de que “los vuelos distantes y las celestes galas”, vale decir, la ensoñación modernista y París, le están vedados, en su lugar el hablante lírico proclama “¡soñemos con los nidos apartados, que en el sueño también se baten alas!” La altura estética que logra Dublé Urrutia en este verso está alimentada por una dimensión ética, por la defensa y la dignidad de la “¡cuna amada!”, del nido, lo que resulta siempre posible en el plano del sueño y del quehacer poético. Tras esta perspectiva subyace una concepción dual de la cultura chilena y latinoamericana, en que, por una parte, habría un componente endógeno que se valora, y por otra, uno exógeno que se pone en un nivel inferior, contraponiendo así lo local y lo foráneo, lo propio y lo ajeno, lo chileno y lo europeo.

El segundo aspecto que interesa destacar apunta a la vinculación del espacio con la memoria colectiva, con una identidad diacrónica y sincrónica. El espacio, y en ocasiones un elemento de la flora o de la fauna, se convierte en muchos poemas en una instancia que interactúa con la trama y con los personajes. En Dublé Urrutia la cordillera de Nahuelbuta no es solo un fenómeno del relieve. Es también, como señala el título de un poema, una “Selva patria”: una “montaña secreta y muda” que “aun guarda el eco indiano”, testimonio lacerante de una comunidad perdida, que tuvo “en Ercilla su primer y grande amor” y que conserva “la herencia tibia / de la indiana madre Fresia /y el intrépido Valdivia”. En el poema “El lanzamiento”, la naturaleza se conduele con la suerte del viejo patriarca campesino, que ha sido arrojado de su tierra. El poema suscita un sentimiento cuasi-místico de continuidad histórica, en que la naturaleza, las alusiones a Ercilla, Fresia y Lautaro pasan a integrar una cadena de reencarnaciones que se proyectan a través del tiempo, resaltando, como es propio del nacionalis-mo19, una especie de inmortalidad: la memoria de la nación está viva y tiñe el espacio circundante.

En la novela Hogar Chileno (1910), cuyo autor era hermano de Nicolás Palacios, en un largo aparte descriptivo y ensayístico, el espino es presentado como árbol símbolo del roto, personalizado como síntesis de la nación:

“solo en medio del potrero, agarrado al suelo con profundas raíces, estaba el viejo espino secular, arisco y fiero; … empecinado en no soltar aquella tierra que es suya, que lo vió nacer y que ama entrañablemente… Asemejase a un anciano irritado, de complexión recia y temple heroico, de cabeza hirsuta y seño sombrío, que mira de través, con las crenchas a la diabla, sin que los mas fuertes temporales lo dobleguen… mira con odio y de soslayo a los demás árboles que no son originarios del Chile, a quienes considera como extranjeros intrusos que han venido a usurparle sus campos. No puede comprender que los hijos del país como el quillay, el lingüe, el maitén, la luma, el peumo, el boldo, el avellano, que dan sombra, que dan leña, que dan frutos, que tienen presencia, hayan sido suplantados por esos intrusos que sólo tienen follaje ornamental como los cipreses y eucaliptos… Él no tiene una figura aventajada, ni presume de bonito… pero no se compara con el sauce afeminado ni con el álamo emperifollado… Es el señor del Mapocho, como el roble, su vecino, es el araucano señor del Bío-bío… En su nudoso y firme leño las hachas se mellan… da brasas que llevan calor por muchas horas… curtido por el viento… endurecido en lucha porfiada por agarrarse al suelo y conservar su dominio. Hay algo en la naturaleza íntima de este soberbio ejemplar de nuestra flora, que me hace pensar en ese otro ejemplar altivo de nuestro pueblo: el roto. Creo que ambos encarnan el alma de la nación”.

En La hechizada (1916), de Fernando Santiván, los campos de rulo son fuente de energía espiritual; refiriéndose al “verde follaje de los mañios”, el narrador dice que son “como lanzas araucanas”. En “La muerte del árbol”, poema de Samuel Lillo, hay árboles sensibles, que doblan su ramaje en homenaje a un “vencido luchador”, a un árbol teñido por la tradición y que persiste en ser. En el primer capítulo de la novela Juana Lucero (1902) de Augusto D’Halmar, se presenta un suburbio en el barrio Yungay, lugar en que crece la protagonista (la obra era parte de una trilogía que se proponía denunciar “los vicios de Chile”). Así inicia el narrador la descripción: “en la esquina opuesta, de un lacio trapo tricolor goteaba el agua, y mientras por la calle un hombre iba encendiendo a la carrera los faroles, en la pieza la penumbra aumentaba”. El “trapo tricolor”, es símil de la bandera, apunta al país, al que se lo percibe como “lacio” “y goteando”. En el siglo XIX este uso era frecuente; se decía, por ejemplo “se levantaron contra el señor Manuel Montt, el trapo tricolor y el trapo rojo, el patriotismo y las ideas liberales”20. Por otra parte, la contradicción entre los faroles y la pieza en penumbra, entre oscuridad y luz, entre apariencia y realidad apunta a una semanticidad que alcanza un rango estructural en la novela. En los sectores dominantes y en la “jeunesse dorée” del barrio Yungay, predominan los valores externos de individuos “que hincan una rodilla en el pañuelito perfumado, que cuidan de remangar el pantalón para que se luzca el calcetín de seda negra y filete rojo”. Son los tipos que se burlan del Chile auténtico, del huaso que habla en jerga campesina, y “que con su poncho tricolor, amén de su pañuelo de hierbas en la cabeza, se golpea a puñadas el pecho”. En la casa de los Caracuel se celebra la batalla de Yungay, “Cantemos la gloria del triunfo marcial /que el pueblo chileno /obtuvo en Yungay”, sin embargo en el barrio Yungay se imponen no los valores del pueblo sino de los afrancesados, de la “jeunesse dorée” que se rige por los códigos de la apariencia. Bajo la seda y el oropel subyace la miseria física y moral, situación que el “lacio trapo tricolor” hace extensiva al país. La descripción inicial conlleva por ende un simbolismo nacionalista que tiñe (con carácter de denuncia) a todo el espacio representado en la novela.

También en los cuentos de Baldomero Lillo, en los cuadros mineros de Sub-terra, hay un tratamiento simbólico del espacio, del adentro y del afuera, de la oscuridad de la mina y de la luz exterior, de la muerte y de la vida. El espacio, y en ocasiones elementos de la flora y la fauna, se presentan teñidos por la historia, por la compenetración con la vida de quienes lo habitan o rodean, por la voz de un sujeto de la enunciación que se aferra a la emocionalidad del purismo cultural o de un narrador en el que opera la nostalgia, el recuerdo o la denuncia social.

El tercer aspecto que nos interesa resaltar es la dignificación estética del campo, del paisaje rural, desde la costa hasta la montaña, dignificación vinculada al enaltecimiento de lo propio. El campo para la sensibilidad criollista encarna lo más peculiar de la vida chilena, es un lugar en el que se conservan –en palabras de Lautaro Yankas– costumbres y hábitos que todavía no han sido arrasados por la modernidad21. Tal como ocurrió en la plástica con los pintores Juan Francisco González, Pedro Luna y Alfredo Helsby, la paleta descriptiva del campo se enriquece y contribuye a enaltecerlo estéticamente, por sí mismo. Piénsese por ejemplo en el cromatismo de corte impresionista del poema “Tarde de invierno” de Samuel Lillo, cuya primera estrofa reproducimos:

“Pardea de lejos la viña en la falda /cual mancha de siena en el verde esmeralda, /sus troncos torcidos / parecen enormes reptiles dor-midos./Abajo en el valle, sombríos y mudos / los álamos alzan sus brazos desnudos/y sobre los bordes de los canalones,/ inclinan sus frentes los sauces llorones. / Tan solo interrumpen la gama sombría / en aquella tarde desolada y fría, /tras de los tapiales, con su áureo color, /los grandes manchones de aromos en flor”.

Además de poemas logrados como el de Lillo, abundan las estampas campestres que buscan fijar un cierto tipo de paisaje o actividad como la trilla o el rodeo, también descripciones del campo en un registro nostálgico y depurado, o con un tono de evocación, como el que se encuentra en Días de campo (1916) de Federico Gana. En Alsino (1920) la novela de Pedro Prado, el paisaje del valle central alimenta el vuelo místíco y espiritual del niño protagonista; es un punto de unión con lo universal, de allí que la crítica haya señalado la presencia en esta novela de un criollismo cósmico, en que confluyen identidad campesina con espiritualismo y simbolismo. En algunos autores, como Mariano Latorre, hay un tratamiento realista de la ruralidad precedida por investigación previa de ese espacio; en otros, como Rafael Maluenda, encontramos una idealización casi pastoral del campo, un tratamiento nostálgico afín a la mirada del patrón. También verdaderas tarjetas postales campesinas. Se trata, sin embargo, del campo mirado con distintas ópticas y desde distintos registros estéticos, pero cuya valoración se inscribe en la idea de dignificar la reserva patrimonial de lo que se consideraba más propio y auténtico del país.

El campo conlleva también, por contraste con la ciudad –en la que reside lo moderno y la decadencia– una valoración moral. La literatura –decía Mariano Latorre– debe alimentarse con los fondos de nuestra raza y nuestro paisaje. El único gran tema y motivo de la literatura chilena era, para Latorre, Chile. “La literatura que no habla sobre su paisaje y sus caracteres, no existe”, decía. Se trata de una perspectiva que supone que en nuestras diversas maneras de ser, y en las creencias y costumbres heredadas hay virtudes inherentes y exclusivas que poseen un mérito superior. Es lo que hemos llamado el específico cultural chileno, del cual el paisaje agrario sería uno de sus ingredientes fundamentales.

Refiriéndose a este “específico cultural chileno”, y a la modernización, Ramón Laval se preguntaba en 1910:

“¿Qué cosas propias nos quedarán dentro de poco? En tiempo no lejano –respondía– cuanto tenemos de peculiar desaparecerá y nuestro pueblo se confundirá con los demás pueblos sin que cosa alguna le distinga de otros. El llamado progreso moderno consiste en la uniformación de las ideas, de las expresiones, de los hábitos, de los trajes y hasta de las caras”22.

 

MOTIVOS Y TEMAS

Entendemos por motivo literario una estructura significativa que se repite con el desarrollo de una obra o de un conjunto de obras, estructura que puede expresarse tanto en imágenes como en ideas. Ya nos hemos referido a los motivos del “nido”, del “rincón” y de la “comunidad perdida” en Dublé Urrutia, Samuel Lillo y Mariano Latorre. También al motivo de la “apariencia y realidad”, que cumple la función de resaltar a nuevos sectores sociales en una perspectiva antioligárquica. Nos interesa referirnos, en este acápite, a dos motivos de vasta presencia en el corpus de las obras que estamos revisando: “modernidad y tradición” e “injusticia social”. Con respecto a la realidad histórica en que se asientan estos motivos, en otra oportunidad hemos abordado la modernización que en los más diversos órdenes experimentó el país a fines del siglo XIX y comienzos del XX; también la visibilidad que adquirió en ese proceso la “cuestión social” y la preocupación discursiva por las condiciones de trabajo, higiene, vivienda, mortalidad infantil y alcoholismo23.

 

TRADICIÓN Y MODERNIDAD

El motivo “tradición versus modernidad” lo encontramos tematizado, en relación conflictiva y dialéctica, en la poesía de Víctor Domingo Silva, Diego Dublé Urrutia, Carlos Pezoa Véliz y Samuel Lillo; también en la narrativa de Maluenda, Latorre y González Vera, entre otros. En varios de ellos el tema tiene un sustento de experiencia biográfica. Víctor Domingo Silva, Dublé Urrutia y Samuel Lillo crecieron y se educaron en provincia (Coquimbo, Angol y Lota, respectivamente) y provienen de sectores medios24. Víctor Domingo Silva se traslada desde el Norte Chico a Valparaíso en 1902, en un contexto de acelerada modernización del país, en que conviven el alumbrado público, los primeros teléfonos, la masificación de la zarzuela y el folletín, con la presencia de nuevos sectores sociales que se expresan en la efervescencia popular, ácrata y estudiantil, esa efervescencia rebelde y humanitaria que vocifera el cortocircuito entre el conventillo, la cuestión social y la belle époque criolla. Hacia allá (1905), su primer libro, incluye un conjunto de poemas que pueden agruparse como “paisajes urbanos”, poemas que representan la vertiente más temprana y, a nuestro juicio, la más interesante de su poesía25.

“Mirando al río” es un poema largo en que el sujeto de la enunciación parte de una situación básica que se mantiene a lo largo de todo el texto: la meditación y diálogo nocturno del hablante con el río, en las orillas del Mapocho. Hay tres momentos en el diálogo: un primer momento que invoca la etapa premoderna del río, que abarca desde lo precolombino hasta el siglo XIX, en que la corriente deambulaba libremente por la tradición y el campo:

“Tú sueñas con el tesoro /de tus días primitivos /… los días lejanos / en que eras libre, y solías / correr con ansias bravías / desde la selva a los llanos; /en que los robles ancianos / te daban sus cabelleras / y por sobre tus riberas / las tribus de hombres desnudos / ataban con recios nudos / sus lanzas a sus banderas”.

Un segundo momento es el hoy, un presente de decadencia en que el río encajonado atraviesa por la gran ciudad, por la modernización y sus desbordes:

“Estás como emparedado, / sobre tu cauce empedrado, /y gritas y te querellas / y aúllas a las estrellas / como un perro encadenado!” “Por tus ahorcadas riberas / pasean hoy las rameras / su lujuria hambrienta y triste”;… “En el temor que te azora / tu vida entera se apaga / y parece que te halaga / arrastrar por entre ruinas / fetideces mortecinas /y podredumbres de llaga /… Bajan hasta ti indiscretos / los clamores del suburbio. / Flotan por tu lecho turbio / andrajos, vísceras, fetos… / Hierve en torno / la ciudad como una araña / torva, cruel, inquieta, huraña… / Tú pasas. Recoges todas / sus pasiones, juegos, modas: / sus caprichos inauditos,/ sus infames apetitos / y sus ternuras beodas!”

Finalmente, hay un mañana de esperanza, un tiempo de integración entre naturaleza y sociedad, entre campo y ciudad:

“Otros hombres y otras breñas / te abrirán mejor sendero… / ¡Alégrate, pues! No llores… / Da paso a tus alegrías, / que ya vendrán nuevos días, / nuevos vientos, nuevas flores... / Este hervidero de horrores / en que la virtud encalla, / ya no será una batalla; / ni tu corriente rastrera / se irá llevando hacia fuera / la lepra de la canalla”.

En el poema “Trágame”, que pertenece al mismo conjunto, el sujeto de la enunciación viaja en tren del campo a la ciudad:

“Voy hacia el Puerto. Por una noche dejaré el aire / de las campiñas y el sol alegre que es como un padre /…Por una noche ... Cambiaré el sueño / por los insomnios espeluznantes; / mis caminatas y mis paseos hacia los valles / o las colinas, el loco júbilo de los insectos y de las aves, / el libre vuelo de mis quimeras / y el eco alegre de mis cantares / por la rabiosa cháchara imbécil que congestiona plazas y calles”.

En la llegada a Valparaíso, ante el espectro nocturno del Puerto (“augusto y abominable”) el sujeto, en una relación de atracción y rechazo “con el doliente valor de un mártír”, cierra el puño y en los versos finales se entrega a la experiencia de la modernidad, y exclama “¡Trágame! ¡Trágame!” Son poemas en que la ruralidad y el campo –como reserva de la tradición– aparecen signados positivamente, en contraste con la decadencia de la urbe. Son poemas en que se encuentra una escenificación del tiempo histórico nacional en clave de integración. Poemas en que emerge también una visión ambigua de la modernidad (y de la ciudad como su expresión más tajante). Algunos versos “adoran la extraña y multiforme alma de los enjambres urbanos”; pero otros constatan el “espectáculo siniestro… de la ciudad, que vive tragándose ella misma los hijos que concibe”, engulliendo “a lo más florido de la carne plebeya”, con que “escribe, siglo a siglo, su trágica epopeya”. Ciudad que es “maga” y “esfinge” a la vez, creadora de movimiento y de nueva vida, pero también monstruo, que bajo la cara humana esconde, como la esfinge, garras de león. El viaje a la urbe es, entonces, el paseo por una experiencia vital contradictoria, en que predomina una visión negativa de la vida moderna que le confiere unidad a sus poemas urbanos, poemas en que la redención y la integración social aparecen como importante subtema. Como en la mayoría de los autores de la época, la moralidad provinciana aparece enaltecida en contraste con la decadencia urbana.

 

LA COMUNIDAD PERDIDA

En “Selva patria”26 de Diego Dublé Urrutia, la situación básica está conformada por la interpelación del sujeto a una montaña, habitada en el pasado por la etnia mapuche:

“Montaña secreta y muda / que nos albergas, te adoro / terca así, y así desnuda; / tu alma hirsuta es un tesoro”.

El tesoro es la memoria de esa comunidad perdida que conformaron en el pasado la etnia y el espacio que la circundó, memoria que reivindica el acerbo indígena y que aún late en la montaña. El “canto” de la selva montañosa es descrito como una “trompeta evocadora” que remece a un hoy, a un presente ignominioso que la voz poética califica de “madriguera de raposas”. El poema, sin embargo, concluye con la esperanza de un mañana en que la naturaleza y la sociedad se puedan reintegrar conformando una nueva comunidad:

“¡Pero vendrá, Selva obscura,/ vendrá el que forja el abismo /para endulzar tu amargura; / trueno será su mutismo / lluvia abrílea en campo yermo / su palabra; miel, su lloro; / libro abierto al ojo enfermo / de la turba su alma de oro”.

El uso de la mayúscula y el título del poema, “Selva Patria”, signan la “montaña hirsuta” con una referencia a la nación. En “El último cacique”27 reaparece el tema de la comunidad perdida, de un ayer que ya no es, de un hoy en que los desbordes de la modernidad limitan y exilian a quienes como el cacique Nahuel conforman “los vestigios de la raza”:

“Hoy está solo, otro ambiente / en torno suyo, se siente / un extraño en su país, y cortan su libertad / ya un túnel, ya una ciudad / que ve de pronto surgir”.

Pero también, tal como en los otros poemas, hay un mañana, una esperanza de integración en una modernidad alternativa, en una nueva nación en “donde no turba el tren/el reposo del guerrero”. Incluso una nación en que se produce –como apunta la última estrofa– un entendimiento dialéctico entre Nahuel y el tren, entre el vestigio de la raza y el icono de la modernidad:

“Y de lo alto de la sierra / (Nahuel) lanza su grito de guerra, / semejante a un somatén; / al que responde en el llano, / como otro clarín lejano, / el ronco grito de un tren”.

“Alma Chilena”28 de Carlos Pezoa Véliz, considerado uno de sus tres “poemas nacionales”, es un largo poema narrativo en que el autor aborda con una poética híbrida e intercultural (incrustaciones modernistas, elementos de poesía popular y criollista)29 la relación entre modernidad y tradición. De partida, el propio título del poema apunta, en la medida en que supone un “alma” de la nación, a una permanencia de la chilenidad, a una idiosincrasia del pasado que a pesar de los cambios y desbordes de la vida moderna, seguirá estando presente en el futuro. Las primeras 11 estrofas nos presentan el puerto de Valparaíso de noche, como una ciudad febril que descansa:

“La inmensa ciudad, el puerto / el que echa hombres, trigo, granza / a la Europa o al desierto, / la inmensa ciudad, el puerto /descansa.

Descansa su mar, su informe / movimiento, sus herrajes / su humo, su alcohol, su enorme / carne, su alma multiforme, / sus músculos, sus blindajes”.

El poema de Pezoa presenta al Puerto con extraordinaria plasticidad como un mundo de acero, de luz eléctrica, de grúas, faros y barcos, como una inmensa urbe que en la noche “se reconcentra y se abisma”; pero también como un espacio en que afloran los desbordes de la vida moderna: una ciudad de la que “mana tristeza” y pobreza, con noches en que surgen “ladrones y bellacos”, alcohol y miseria, pero sobre todo indiferencia. Por allí circula una mujer sin hogar que deambula en la noche porteña, el hablante dice que está hundida en la malquerencia del orgullo y “en la enorme indiferencia de un puerto que afiebra el oro”.

La comunidad perdida está conformada por un grupo de obreros que trabajan de noche reparando un barco en el dique, por los marginados, por los que mantienen vestigios de la tradición y de la idiosincrasia rural en medio de un bastión de modernidad:

“Son los rotos de alto rango. /¿Son de dónde? Nadie sabe:/uno recuerda que en Tango / hundió el cuchillo hasta el mango /por cierto asuntillo grave…

Ahí está el “nariz de luma” / que hoy es tiemple de la Ulalia. (¿Y este rubiote que fuma? / Fue el hijo de un bichicuma / que importaron de la Australia.)

Y el maipino Juan María,/Juan José, Pancho Cabrera,/huasos que fueron un día,/hoy ya en la secretaría/de un centro de Unión obrera”.

Pezoa Véliz utiliza un léxico híbrido, con anglicismos y chilenismos, para presentarnos un mundo popular más vivo y diverso, sin estereotipos, un mundo que viene de la ruralidad pero que se ha vitalizado. Se restablece así la posibilidad de un mañana, de una comunidad que contrariamente al hoy signado por la indiferencia, actuará en base a consideraciones de solidaridad, de un futuro en que tal vez será posible reintegrar modernidad y tradición, tal como se advierte en las últimas estrofas del poema:

“¿Importaba un pan? ¿Acaso/no era hermano el desvalido? /Brazo de pobre era brazo / de Juan, de Pedro, si al paso / había un pobre caído.

Que, desde Ercilla a hoy, casa/no hay de aventuras o éxodos/en que, misérrimo o craso,/el pan del indio o del huaso/dejaba de ser de todos”

En la poesía de Pezoa, la tensión entre campo y ciudad, entre tradición y modernidad es más fluida y dialéctica que en otros autores. En “Alma chilena”, por otra parte, la integración entre una comunidad perdida y una que se reencuentra, se da no solo en el plano del contenido, sino también en el plano de la forma. Se trata de una poesía con una fuerte carga identitaria, permeada por lo popular, pero una identidad en movimiento, no fosilizada, que se despliega con verosimilitud en el propio curso del poema y que no obedece por tanto a una preconcepción abstracta, o a un purismo cultural que separa lo campesino y popular de otros entornos sociales. La voz del poeta tiene en Pezoa Véliz una relación amorosa y no conmiserativa del mundo popular, al que percibe como reserva de la nación, pero con una mirada abierta y generosa en que los inmigrantes también tienen su espacio. En esa perspectiva cabe hablar de la mimesis integral del sujeto y del objeto que distingue a su obra, y de la constitución –a partir de su eficacia poética– de un imaginario de la nación menos ideológico y más verosímil.

En los narradores emblemáticos del criollismo, Rafael Maluenda y Mariano Latorre, la tematización del conflicto tradición y modernidad es bastante más tajante y maniqueísta que en la poesía de Pezoa Véliz. En “Ño Pancho”30, cuento de Maluenda, el narrador se focaliza –con simpatía y parcialidad– en la actitud de un viejo campesino contrario a la modernización del agro, que añora el tiempo en que todo se hacía con el esfuerzo de los brazos. Su nieto, en cambio, que estudió agricultura, es partidario de los cultivos intensivos, de abonos artificiales, del uso de maquinaria y de la industrialización del agro. Finalmente, Ño Pancho, aprovechando la soledad de la noche, las embiste contra la caldera y los émbolos de una cosechadora, en un acto suicida en que termina quemado, mientras la máquina resopla y llena “la noche con su pesado jadear”.

Mariano Latorre, en el cuento “Sandías ribereñas”, establece un paralelismo entre Rosario, la muchacha campesina arisca que proviene de una zona de rulo en la ribera del río Maule, y una sandía que crece y se cultiva en ese mismo espacio. Ambas, la muchacha y la sandía, van a dar a Talca, a la ciudad moderna, al consumo, ambas maduran y corren el riesgo de podrirse en el proceso. En el caso de la muchacha, su degradación la lleva a un prostíbulo, en el que pierde –como la sandía cuando madura en exceso– la frescura inicial. La ciudad y la vida moderna atentan contra los valores de la autenticidad rural. Modernización equivale para Maluenda y Latorre a carencia de tradición, a decadencia moral, a daño del patrimonio rural, vale decir, daño a lo que ambos consideran la espina dorsal de la particularidad de la nación.

Con mayor sutileza y calidad literaria que Latorre, José Santos González Vera recrea, a través de viñetas, en Alhué (1928), la vida de una aldea dormida, premoderna, en que el tiempo no transcurre. Alhué es un pueblo rural que vive una atmósfera que trasciende espiritualidad, un mundo sin tiempo en que los vivos y los muertos resultan por momentos indistinguibles, una aldea que prefigura la Comala de Juan Rulfo. “Un pueblo –dice el narrador– donde para vivir no es menester el esfuerzo, ni nadie se pregunta para qué vive, ni la inquietud halla albergue”. Alhué es una suerte de utopía rural. Allí no existe el porvenir, se carece de toda instancia teleológica “los días no traían angustias –dice el narrador– pero tampoco eran portadores de mensajes alegres. Llegaban y se extinguían sin ningún suceso. Y los meses, por su índole más abstracta y arbitraria, se hubiera creído que transcurrían de noche”. Desde lo no moderno, desde una utopía rural, se presagia lo moderno, pero sin que se exhiba –al modo de Latorre y Maluenda– como una antinomia; “para el pueblo –dice el narrador– los hombres del tren formaban la humanidad desconocida, pero latente”. Para González Vera, el regionalismo también implica una forma de respuesta a los embates modernizadores y al polo urbano, pero de un modo más sutil y creativo que para los criollistas más emblemáticos.

 

INJUSTICIA SOCIAL

El motivo de la “injusticia social” también tiene, como señalamos, una amplia presencia en la literatura del período, tanto en la poesía como en la narrativa. El sujeto de la enunciación con conciencia y responsabilidad social está presente en todos los poetas que hemos mencionado, en algunos casos hilvanado con el tema de la tradición y la modernidad. En “El lanza-miento”31, poema de Diego Dublé Urrutia, tras la expulsión del viejo campesino que debe abandonar el terruño en que vivió toda su vida, subyace un rasgo propio de la vida moderna: la tierra “no es del labriego” que la trabaja, “sino del que la compra”. La transacción del agro está entonces en la base de la injusticia. Se trata, empero, de una denuncia que no pretende incentivar la confrontación, sino más bien conmover y persuadir al lector. En el poema “Las minas” del mismo Dublé Urrutia, se describen extensamente las condiciones de vida y de trabajo infrahumanas de los mineros del carbón, luego se hace un llamado a la fraternidad y a la justicia:

“De ahí que alguna mano caritativa y sana / tenga que abrir los ojos a la miseria humana;/mostrar sus pobres ropas a los demás mortales, / desenterrar del tiempo la clave de sus males, / romper la venda de oro que cubre tantos ojos / y echar simientes nuevas en ruinas y rastrojos”.

En narrativa, el motivo de la “injusticia social” aparece en Juana Lucero (1904) de Augusto D’Halmar, en Sub-terra y Sub-sole de Baldomero Lillo, y en Vidas mínimas (1923) de González Vera, entre otras obras. En Baldo-mero Lillo, el cuadro de opresión obrera en las minas de carbón busca producir conmiseración en el lector32. En sus cuentos aparecen patrones explotadores y obreros incapaces de combatir esa explotación. El pesimismo determinista es clave. De allí que la transformación revolucionaria de la injusticia que se presenta no es una alternativa. Incluso en un cuento como Quilapán, se produce al nivel del expresionismo simbólico una integración del protagonista con la tierra, en una escena que por otro lado tiene todas las características de un linchamiento. Importa tener en cuenta estos rasgos que diferencian la literatura social de las primeras décadas con la que se producirá en torno a la generación del 38, literatura ésta última que implica una escenificación del tiempo histórico distinta, en que el cambio y la revolución están presentes.

Cabe colegir de todo lo dicho hasta aquí que motivos, personajes y espacios de la literatura de las primeras décadas contribuyen a una nueva imagen de la nación. A la conformación de este imaginario concurren una serie de estrategias que buscan perfilar un específico cultural chileno, privilegiando con óptica nacionalista al campo y a la ruralidad. Estas estrategias coexisten con una mirada crítica de la experiencia de la modernidad, visualizando para el “mañana” una modernidad alternativa.

 

LENGUAJE DE CHILE

En la concepción del romanticismo alemán, la nación es, más que una comunidad política, una idiosincrasia, una comunidad de lenguaje y de costumbres. “Cada lenguaje –escribió el teólogo y romántico alemán Friedrich Schleiermacher– es un modo particular de pensamiento, y aquello que es cogitado en una lengua jamás puede ser repetido cabalmente en otra”. Esta visión culturalista que vincula nación con lenguaje tuvo preponderancia en el ensayismo, en la literatura o en la investigación académica de las primeras décadas del siglo XX en Chile. Varios factores incidieron en ello. Por una parte, la vigencia de una concepción naturalista de la literatura, que la percibía como una instancia de conocimiento o registro de la realidad, concepción que alimentó al criollismo y al costumbrismo. Por otra, la presencia en Chile, desde fines del siglo XIX, de pedagogos alemanes con formación filológica que realizaron y promovieron estudios de folclore, de poesía popular, de la lengua y el habla local. Entre ellos, de modo muy destacado, Rodolfo Lenz. Finalmente, un ideario nacionalista que buscaba poner de relieve la singularidad chilena. En este contexto se dio, en el plano literario, un rescate del habla campesina y popular y una ampliación de la lengua nacional.

Antonio Orrego Barros (1880-1974), autor de Alma criolla (1903), fue tal vez el primer poeta culto capitalino que publicó un poemario completo, imitando léxica y onomatopéyicamente el habla campesina, rescatando así las marcas de la oralidad en la escritura. Aprovechó para ello sus estudios de folclore y de lenguaje con Rodolfo Lenz. A diferencia de otros criollistas que intercalan en la norma culta que utiliza el narrador el habla de personajes campesinos o populares, recurriendo a las comillas, Orrego Barros escribió Alma criolla y la obra teatral La marejá (1909) en habla –como decía él mismo– huasa. Mariano Latorre también recurrió al estudio del habla huasa, pero utilizando, al modo naturalista: observación y documentación. Latorre realizaba investigaciones de terreno anotando los modos, la entonación y el léxico campesino, para luego utilizar sus observaciones en cuentos y novelas. Algunas de sus obras tienen un glosario final. Orrego, Díaz Garcés, Latorre y Maluenda eran escritores citadinos, profesores universitarios, funcionarios públicos o periodistas, sumergidos en los problemas de la clase media urbana, que iban a la biblioteca a estudiar la obra de Lenz o salían los fines de semana o en vacaciones al campo, armados de lápiz y cuaderno, con el propósito de inventariar las costumbres y formas de hablar, o datos de flora y fauna. Había en ellos, por ende, una suerte de disociación entre su experiencia personal urbana y la escritura que empleaban. Los criollistas buscaban dignificar el lenguaje campesino, pero este propósito –sobre todo en los nombrados– era una operación con cierto grado de artificialidad, lo que se percibe en una lengua plena de chilenismos, pero algo rígida y carente de frescura.

En sus obras se constata la utilización de una serie de marcas de la oralidad traspasadas a la escritura. Mecanismos que se repiten y que van creando estereotipos que se suponen miméticos con respecto al habla campesina. Por ejemplo la elición de la “d” intervocálica: “hablao” por “hablado”, “molío” por “molido”, “cuidao” por “cuidado”, “ayuarla” por “ayudarla”; la aspiración de la “d” inicial : “on” y “oña” por “don” y doña”; la velarización de la fricativa inicial: “jue” por “fue”; “juiste” por “fuiste”, “juego” por “fuego”; la velarización de una oclusiva inicial: “gueno” por “bueno” etc. Se trata de mecanismos que se reiteran y crean un dialecto campesino estándar y artificial, un dialecto gráfico, de vista y no de oído. En general, las narraciones criollistas recurren a la norma culta de la época, el lenguaje campesino se coloca en boca de personajes, marcando la diferencia con el recurso de las comillas. La estandarización se manifiesta en el hecho de que no se advierte en estas obras individualidad expresiva; el habla campesina de un niño o de un anciano, de un huaso de la costa o de la montaña, son todas iguales o casi iguales. Esta carencia de particularidad expresiva que ignora diferencias de género, de edad o de lugar geográfico del hablante nos lleva a la hipótesis de un dialecto campesino artificial, estandarizado, que funciona sobre todo como una marca de chilenidad, pero que no se corresponde con el lenguaje y los modismos que realmente se usaban en el campo.

Muy distinto es el caso de Carlos Pezoa Véliz, en cuya obra se advierte un lenguaje en que hay términos populares, urbanos y campesinos, pero utilizados en un contexto intercultural adecuado a la situación discursiva del poema. Por ejemplo, en “Alma chilena” hay expresiones de origen popular (“nariz de luma”), mezcladas con chilenismos de origen mapuche como “pehual” (cincha para el caballo) o con un léxico urbano marginal que incluye desde anglicismos e incrustaciones modernistas hasta lenguaje coa. Se dice de un personaje que es un “bichicuma” (de “beach comber”) y de otro que es un “cuke” (de cook, cocinero). Se trata de un habla intercultural adecuada al puerto de Valparaíso, a un mundo en que conviven poetas populares con trabajadores de origen campesino, personajes urbano marginales con emigrantes pobres y ricos, en suma, un habla popular no artificialmente aislada sino en que se resemantizan lenguajes y palabras de otros sectores sociales. Un lenguaje no estandarizado que obedece a una mimesis más verosímil. También hay autores como Federico Gana, que recurren a un lenguaje depurado y culto para describir el campo, o autores como Baldomero Lillo, en cuyos cuentos no hay un rescate del habla popular del bajo pueblo o de los mineros, ni se advierte tampoco la búsqueda de “color local”.

Por otra parte, en novelas como Juan Lucero (1902) de D‘Halmar, o Casa grande (1908) de Orrego Luco, o El tapete verde (1910) de Francisco Hederra, los sectores altos, los Emilio Sanders o los Heredias y los Max Blanco, utilizan un habla plagada de anglicismos y galicismos; hablan de la “high life”, del “lunch”, del “sport”, del “flirt”, de la “mise en scene”, de “dernier cri”, del “hall”, de la “creme”, palabras que connotan una desnacionalización y un arribismo cosmopolita de los hablantes, propio de los estratos altos y de la sociabilidad elegante de la época.

En suma, el corpus de obras que señalamos al inicio contribuye a ampliar la lengua nacional, utilizando con mayor o menor eficacia imitaciones de hablas campesinas en una suerte de dialecto que funciona como marca de chilenidad, hablas que no tenían –salvo en la lira popular– presencia en la literatura culta del siglo XIX. Se trata de una estrategia de representación de lo nacional, que fusiona la oralidad (o lo que se supone como tal) con la escritura, ampliando así la comunidad lingüística y extendiéndola en el plano literario a una comunidad de la nación de fuerte connotación rural.

 

MAGISTERIO CRÍTICO

En las primeras décadas del siglo, se produce una institucionalización y profesionalización de la crítica literaria como actividad distinta y regular. Son años en que la crítica de mayor visibilidad ejerce un rol magisterial en el perfil y canonización de una literatura nacional. Nos referimos, entre otros, a Emilio Vaisse, Armando Donoso e Ignacio Silva.

Emilio Vaisse (1860-1935), sacerdote francés avecindado en Chile, colaboró con El Mercurio desde 1906 hasta 1930, y fue el primer critico oficial de periódico, inaugurando un espacio crítico regular, que más tarde sería continuado por Alone y por Ignacio Valente. Admirador de Charles Maurras y de la monarquía, ejerció un magisterio crítico y pedagógico en pro del regionalismo y del nacionalismo literario con el seudónimo bíblico de Omer Emeth (“yo soy el que dice la verdad”). A través de su columna fustigó duramente a los autores que se inclinaban por “tendencias extranjerizantes”. A “Los Diez” los calificó como decadentes; no es casual que Pedro Prado haya recurrido en Alsino (1920) a una envoltura criollista para precisamente ir más allá de esa dimensión vernácula. Omer Emeth frente al grupo de Los Diez les opone como modelo a Víctor Domingo Silva33 . Refiriéndose al libro Las mejores poesías de Víctor Domingo Silva, lo contrapone a los que “escriben en jerga esotérica”, y dice, es el poeta “de la Raza, de la Bandera, del Pueblo, de la Juventud y del Niño. ¡Con qué lirismo canta a su raza!”34

Espíritu conservador y enciclopedista35, Omer Emeth calificó algunos aspectos del modernismo como próximos a la pornografía. Fue enemigo acérrimo de las vanguardias: “el romanticismo –escribía en 1927– ha ido a parar en simbolismo, el simbolismo en decadentismo, el decadentismo en futurismo, el futurismo en dadaísmo, el dadaísmo en superrrealismo y éste en la nada pura y simple, en el cero literario, en la necedad”36. Como crítico, patrocinó y consagró a los escritores criollistas, regionalistas o mundo-novistas, entre otros a los prosistas Federico Gana, Mariano Latorre, Fernando Santiván, Eduardo Barrios, Rafael Maluenda, Ernesto Montenegro, Joaquín Díaz Garcés, y a los poetas Samuel Lillo, Diego Dublé Urrutia, Carlos Pezoa Véliz y Víctor Domingo Silva. En 1921, Emilio Vaisse junto a Julio Vicuña Cifuentes organizan un concurso de novela en El Mercurio. La convocatoria, redactada por Vaisse, busca establecer una literatura canónica de lo nacional: “Los temas y su desarrollo deberán –dice– ser tales que puedan encarnar el espíritu nacional, de suerte que se pueda decir que se incorporan por su esencia y no solamente por la nacionalidad de los autores, a la literatura chilena”37.

Armando Donoso (1886-1946) es otro crítico importante; nacido en Talca se instala en Santiago en 1909, luego de una estadía en Alemania. Entre 1912 y 1916, a pesar de tener ideas liberales, colaboró en el Diario Ilustrado, donde tuvo a su cargo la sección los “Jueves Literarios”, en la que llevó a cabo una encuesta acerca de si la literatura chilena debía perseguir un fin de chilenidad, y sobre los escritores nacionales más leídos. Realizó notas críticas sobre literatura europea y chilena. Colaboró como redactor en diversos periódicos y revistas, en La Mañana de Santiago (1913-14), en La Nación (1917-18) en El Mercurio de Santiago (1913-1946), del que llegó a ser subdirector, y El Sur de Concepción (1929-31), y en las revistas Selecta (1911-1912), Pluma y Lápiz (1912), donde tuvo a su cargo la sección “Al margen de los libros”; en Zig-Zag (1910-1918), de la que fue Director Literario (1914), y en Pacífico Magazine (1916-1917)38. Fue uno de los críticos y comentaristas literarios más prolíficos e influyentes de su época; además publicó estudios que tuvieron gran repercusión en el ámbito literario, entre otros, el libro Los nuevos (1913). A diferencia de Emilio Vaisse, su postura frente al modernismo fue más templada, defendió a Rubén Darío y a un modernismo nacionalista, pero no a los excesos modernistas. A través de sus reseñas y críticas ejerció un prolongado magisterio nacionalista y americanista, propiciando una literatura auténtica y original”39.

Además de los críticos literarios reconocidos como tales, varios pedagogos, escritores y críticos ocasionales promovieron una estética vernacular. En 1907, el profesor Julio Saavedra dictó una conferencia con el título Nuestro Idioma Patrio, en que abogó por “la expansión del alma chilena a través de la literatura y el lenguaje”. La educación nacional –dijo– a través del ramo de Idioma Patrio debe prestigiar la literatura y el dialecto chilenos, fomentando por medio de tolerancias linguísticas y de un criterio más respetuoso, el libre desarrollo del idioma nacional”40.

Misael Correa, en la revista Sucesos (1919), señala como parámetro que la literatura “debe perpetrar los tipos de una raza y la mentalidad de una época”, alejándose de los poetas “que imitan copian o se encajonan servilmente en el último modelo europeo”. Mariano Latorre, rescatando a Carlos Pezoa Véliz y Carlos Acuña, los califica de “poetas verdaderos” que “sin contagiarse de bohemios parisinos, cantaron el alma de la raza... no sólo recuerdo del campo o su visión objetiva ... es algo más, es la interpretación sicológica de los aspectos del pueblo chileno”41. Los antologadores de Selva lírica (1917), el estudio y antología de poesía más importante de las primeras décadas, Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya42, refiriéndose a Samuel Lillo, Diego Dublé Urrutia, Carlos Pezoa Véliz, Víctor Domingo Silva y Antonio Orrego Barros, los destacan porque “se desentienden de las teorías francesas, porque sienten bullir las venas de su sangre de chilenos e impulsados por un virtuoso amor a la patria, evocan las tradiciones heroicas de nuestra raza, psicologan los gestos nobles y altivos de nuestro pueblo y encauzan en sus poemas macizos y armoniosos la alegría y la pena de los sufridos moradores de las pampas, las minas” y los campos.

En 1910, Ignacio Silva publicó el primer estudio o recopilación más o menos sistemática de autores chilenos hasta la fecha: La novela en Chile. La obra se divide en tres partes; la primera alude a novelas de autores chilenos, la segunda reseña cuentos y artículos que el autor llama “de costumbres”, la tercera es un índice de autores y nombres. El autor se propone mostrar que “poseemos una literatura propia y peculiar de nuestro ambiente”. Los conceptos clave son “literatura propia” y “literatura nacional”, se lamenta de la copia de la literatura europea, el nacionalismo es la concepción subyacente de su análisis y recopilación.

En un par de comentarios críticos, la idea de una literatura auténticamente chilena aparece más como un desiderátum que como una realidad, incluso hay expresiones que tienden a negar la hegemonía y vigencia del nacionalismo literario43. La mejor prueba de esta hegemonía está, sin embargo, intertextualizada en la propia literatura. En La sombra inquieta (1915), novela de Hernán Díaz Arrieta, de hálito modernista, cuando Magdalena, la musa que inspira al narrador, alaba Páginas chilenas de Joaquín Díaz, el narrador se sorprende y le dice: “¿Se ha convertido usted a la literatura nacional? ¿Desde cuándo?” La sorpresa y la pregunta del joven narrador (que en la novela exhibe una sensibilidad de corte espiritual y antinaturalista) implica que el nacionalismo literario era percibido entonces como una sensibilidad dominante y canónica. Como contrapunto, en la novela de Joaquín Edwards Bello, El roto (1920), hay, como ya señalamos, una deconstrucción irónica del nacionalismo predominante. Por último, en Alsino (1920), de Pedro Prado, la instalación de un contenido simbolista en un molde vernacular, con el objeto de trascender el criollismo e ir más allá de él, constituye también una clara manifestación de las preferencias del período, y de cómo algunos escritores que, como Pedro Prado, se identificaban más bien con las pulsiones vanguardistas o simbolistas, tuvieron que recurrir a la estética vigente.

A mayor abundancia, dos encuestas ratifican el predominio del nacionalismo literario en la época; una llevada a cabo por El Diario Ilustrado, en 1913, y otra por la revista Zig-Zag, en 1918, dedicada específicamente a la poesía. En esta última, Daniel de la Vega, vate que aborda la nostalgia por el terruño y la provincia con una estética tardorromántica, alcanza el primer lugar, seguido de Víctor Domingo Silva; ambos más que doblan en votos a Gabriela Mistral. En cuanto a Huidobro y de Rhoka, que ya habían publicado poemas, ni siquiera figuran en las preferencias.

Del conjunto de diarios y revistas que hemos examinado se colige, entonces, que en las primeras décadas la crítica y los comentarios literarios valoran y destacan a los poetas y narradores vernaculares. A sus obras se las califica de “obras nacionales”, que “rescatan los tipos y el alma del pueblo”, “que tienen un sonido auténtico a patria y chilenidad”, que “cantan al paisaje local y a la provincia”, que “están imbuidas de amor a la patria”, que “llevan el sello de la tierra y de la raza”, “son chilenas hasta la médula” y en ellas hay una “intuición del alma nacional”, son “poetas –se dice– auténticamente chilenos, para quienes Chile existe realmente”. Se trata de comentarios exaltados, algo retóricos en la adjetivación, permeados ellos mismos de los tópicos y clichés propios del nacionalismo. Sin embargo, este magisterio crítico contribuyó a crear una literatura canónica, consagrando una narrativa de la nación con autores y modelos, resignificando en la ruralidad y lo popular la identidad y el imaginario nacional.

 

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NOTAS

1 La antología Selva Lírica (1917) considera estas obras como las principales de la “tendencia auténticamente chilena”, tendencia que Julio Molina y Juan Agustín Araya, los editores, valoran por sobre otras. Mariano Latorre consideraba a Dublé Urrutia padre del costumbrismo chileno. Samuel Lillo y Victor Domingo Silva fueron galardonados en concursos vinculados al Centenario. Pezoa Véliz fue realzado como uno “de nuestros mejores líricos”. De Víctor Domingo Silva se dice en Selva Lírica: “Es la figura más popular de los escritores y poetas. El pueblo le admira y le adora, la juventud intelectual le aclama con delirio”. En una encuesta de preferencias poéticas realizada por Zig-Zag, en 1918, V. D. Silva ocupa el segundo lugar después de Daniel de la Vega; ambos doblan en votos a Gabriela Mistral; en cuanto a De Rhoka y Huidobro, que ya habían publicado, ni siquiera figuran.

2 La novela de D‘Halmar dio inicio a una trilogía sobre los vicios de Chile (que el autor dejó inconclusa). Baldomero Lillo fue reconocido como eximio narrador realista. Casa grande vendió cerca de 20.000 ejemplares en 1908. Los libros de Díaz Garcés, Ortiz, Maluenda, Latorre, Santiván, Gana y González Vera fueron aplaudidos por la crítica, recibieron premios y estímulos. Hogar Chileno fue finalista en el Concurso del Centenario. La novela de Edwards Bello causó revuelo en su época.

3 Alejandro Venegas en Sinceridad. Chile íntimo (1910), afirma que los hacendados chilenos son contrarios a la modernidad, constituyen –dice– el sector más tradicional de la sociedad, contrarios a la agricultura intensiva y mecanizada, usan las haciendas para préstamos y especulación.

4 Domingo Melfi, El viaje literario, Santiago, Chile, 1945.        

5 En el relato “La bofetada” de Rafael Maluenda, cuando Clarisa, una joven campesina, toma la guitarra y canta, el narrador acota “era el suyo uno de esos cantares de la tierra que copian la tristura del alma nacional”. Rafael Maluenda, Escenas de la vida campesina, Santiago, 1909.        

6 Del mar a la montaña, Santiago, 1903, op. cit.

7 Incluido en Mejores poesías, 1918.

8 Entre otros, Benjamín Vicuña Subercaseaux, Un país nuevo. Cartas sobre Chile, París, 1903; Nicolás Palacios, Raza Chilena, Valparaíso, 1904;          Alberto Cabero, Chile y los chilenos, Santiago, 1926; Mariano Latorre, “Letras chilenas: dos discursos”, Atenea 155, Concepción, 1938; Mariano Latorre, La literatura de Chile, Bs. Aires, 1941; Mariano Latorre, “Algunas preguntas que no me han hecho sobre el criollismo”, Anales U. de Chile, 100, Santiago, 1955.        

9 Un país nuevo. Cartas sobre Chile, op. cit.

10 Mariano Latorre, “El huaso y el roto”, entrevista manuscrita realizada en 1941, archivo Mariano Latorre, Sección Referencias Críticas, Biblioteca Nacional, Chile. En “Letras chilenas: dos discursos”, Atenea 155, Concepción, mayo, 1938.        

11 Ver al respecto María Rosa Stabili, El sentimiento aristocrático, Santiago, 2003.        

12 Ño Neira es en su habla y quehaceres habituales un huaso, pero con algunas características del roto: fue sargento del Buin en la Guerra del Pacífico, donde recibió un sablazo en la nuca y tres balazos en el cuerpo.

13 Mariano Latorre, Cuna de cóndores, Santiago, 1918.        

14 En Sub-sole, Santiago, 1907.        

15 Luis Hachim Lara, Carlos Pezoa Véliz. Alma chilena de la poesía, Valparaíso, 2005.        

16 Información de Enrique Volpi, en “Prólogo” Samuel Lillo, Canciones de Arauco, Santiago, 1996.        

17 Valentín Letelier fue uno de los miembros del jurado.

18 Mariano Latorre, “Algunas preguntas que no me han hecho sobre el criollismo”, Anales U. de Chile 100, Santiago, 1955.

19 Benedict Anderson, op. cit., vincula el nacionalismo a la religión, en la medida en que en este último se puede trascender la mortalidad humana.

20 “Trapo tricolor” es metáfora de la patria o de patriotismo, el adjetivo lacio se refiere al carácter alicaído.

21 Lautaro Yankas, “Dilucidación del criollismo” Atenea 360, Concepción, 1955.        

22 Ramón Laval, Cuentos chilenos de nunca acabar, Santiago, 1910.        

23 Véase Historia de las ideas y de la cultura en Chile, Tomo II y III, pp. 150-173 y 33-65, respectivamente.

24 “Los tres concursos literarios más importantes de principios de siglo –aquél que tuvo lugar con ocasión de la fundación de Zig-Zag, el del Centenario y el de los Juegos Florales de 1914– consagran en diferentes géneros a auténticos representantes de las clases medias –Baldomero Lillo, Fernando Santiván y Gabriela Mistral, respectivamente– todos ellos, además, provincianos, como la mayoría de los escritores que se inician en las letras en ese período”. Gonzalo Catalán y J. J. Brunner, Cinco estudios sobre cultura y sociedad, Santiago, 1985.        

25 En comparación con poemas posteriores de corte patriótico, versos cívicos y de acento tribunicio. Véase antología de Victor Domingo Silva, Paisajes del Centenario. Selección, introducción y notas de Bernardo Subercaseaux, Santiago, 1997.        

26 Diego Dublé Urrutia, Del mar a la montaña, Santiago, 1903.        

27 Samuel Lillo, Canciones de Arauco, Santiago, 1908.        

28 Carlos Pezoa Véliz, Alma Chilena, Santiago-Valparaíso, 1912. En textos citados conservamos chilenismos y algunas palabras del coa, pero cambiamos la “i” latina por “y” griega cuando corresponde.

29 Luis Hachim Lara, en Carlos Pezoa Véliz, Alma chilena de la poesía, op. cit., señala como rasgo distintivo de su poesía el carácter de interacción cultural que se da en ella.

30 Rafael Maluenda, Escenas de la vida campesina, Santiago, 1909.

31 Diego Dublé Urrutia, Del mar a la montaña, Santiago, 2003.

32 “En las minas de carbón las condiciones de trabajo eran extremadamente duras y riesgosas. Los mineros tenían que internarse por túneles estrechos, inseguros, mal olientes y húmedos, bajo el mar, expuestos a los derrumbes y al gas grisú, los cuales causaban decenas de muertos al año. Los turnos de trabajo eran de 14 horas y los salarios, escuálidos”. Felipe Portales, Los mitos de la democracia chilena. Desde la conquista hasta 1925, Santiago, 2004.        

33 El Mercurio, Santiago, 30 diciembre 1912.        

34 El Mercurio, Santiago, 2 septiembre 1918.        

35 Creóy dirigiódesde 1922 la sección “Averiguador universal” en El Mercurio, de Santiago. En 1911 encabezó una campaña en la revista La familia, criticando el uso de ciertas prendas femeninas que consideraba inmorales.

36 El Mercurio, 11-12-1927.        

37 El Mercurio, 11-12-1927.

38 El Mercurio, 2-6-1921.        

39 Los nuevos, Santiago, 1913. Percibióel momento del centenario como un instante de renovación espiritual; “nuestra cultura –dijo– es ya lo suficientemente respetable para que prosigamos perdiéndonos en inútiles tanteos de snobs ni menos en olímpicos arrestos de pontífices didactizantes... nuestra literatura debe forzosamente desenvolverse dentro del horizonte del terruño, si aspira a cierta grandeza original... la razón de nuestro arte es una razón de Independencia y de vigor de raza... un sentido de orientación autóctono se impone en nuestra literatura”.

40 Julio Saavedra, Conferencia dada en la U. de Chile el 31 de julio de 1907, Revista de la Asociación Nacional de Educación, Santiago, 1907.

41 Mariano Latorre, “Chile a través de los poetas chilenos”, Zig-Zag 1078, Santiago, 1925.        

42 Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya, Selva lírica, edición facsimilar, Santiago, 1995.        

43 Iris Echeverría, que participa de una postura contrahegemónica, en una entrevista con Amanda Labarca sostiene que prefiere escribir en francés, que aborrece el español, al que percibe como el idioma de una sociedad que la constriñe y limita en su calidad de mujer, lo llama “el idioma de la cocinera”. Inés Echeverría. Alma femenina y mujer moderna. Iris, Antología. Selección, estudio y notas de Bernardo Subercaseaux, Santiago, 2001.