En 1952, Ricardo Pozas, antropólogo mexicano, publica Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil. Me interesan aquí dos aspectos de la textualidad de este libro, ambos tributarios de una historia literaria y cultural posterior que los involucra, los hace visible y les confiere al mismo tiempo un significado preciso. No los destaco para detenerme en ellos, sino para desde ellos y a través de ellos comenzar a entrar, ya con un primer principio de orientación, en el horizonte de los que serán temas centrales de mi intervención. El primero de estos aspectos está asociado al orden narrativo del libro de Pozas. Un orden articulado en torno a tres ejes fundamentales: 1) un narrador en primera persona, es decir, un narrador-testigo, 2) un narrador-testigo protagonista también de la historia narrada y 3) una historia narrada cuya función consiste en desplegar ante el lector determinadas formas de vida social y cultural, definidas, como prácticas de vida cotidiana y en una de sus dimensiones principales, por el modo específico de su inserción en la estructura de poder dominante en la sociedad de que se trata.

El orden discursivo así configurado aparecerá, retrospectivamente, como el punto de partida (punto de partida, pero no instancia "reductora") de una modalidad narrativa de amplia difusión en América Latina a lo largo de las décadas del 60, del 70 y del 80. Me refiero a la narración o narrativa testimonial. A su difusión, y en parte también al estímulo de su producción (más adelante hablaré del rol que en este sentido jugaron las condiciones políticas de enunciación), contribuyó la intensa recepción crítica de la que paralelamente fue siendo objeto a partir de la década del 60, sobre todo desde la academia estadounidense. En cierta medida, esta crítica, la estadounidense, impuso los "modelos" de análisis o de lectura, incluso una terminología de empleo recurrente (la del "subalterno", la de "la voz del otro", la del "hacer hablar", etc.), que, en sus niveles de elaboración menos originales, a ratos decayó en una verdadera jerga (algo que ha tendido a repetirse, además, cada vez que un fenómeno cultural latinoamericano emergente ha sido "administrado" por la crítica académica de inspiración estadounidense)1. Ya hacia fines de la década del 80 y comienzos de la del 90 se publicaban compilaciones de estudios sobre narración testimonial2.

El segundo aspecto de la textualidad del libro de Pozas, como objeto crítico también visible retrospectivamente, se refiere a un elemento conceptual de su título o, más exactamente, de su subtítulo: Biografía de un tzotzil. El subtítulo identifica, como se ve, de manera explícita, el género discursivo del relato que el lector se prepara a leer: se dice de él que es una "biografía" (la de Juan Pérez Jolote). Una identificación, sin embargo, completamente impropia. Porque si por "biografía" se entiende el género discursivo donde alguien, con sus propias palabras (y sobre la base de sus propias experiencias o investigaciones), hace el relato (y el retrato) de una vida que no es la suya sino la de otro, relato por lo tanto donde sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado (o narrador y personaje narrado) son distintos, entonces el relato de este libro no es una "biografía"3. Estamos pues frente a una identificación del género engañosa. Pero si el relato que leemos no responde al género de la "biografía", responde en cambio, y con toda evidencia, al de la "autobiografía", un género donde, tal como aquí, y para empezar, sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado son el mismo. En efecto, el relato que contiene el libro de Pozas no es más que el que Juan Pérez Jolote hace, con sus propias palabras, de su vida como miembro de la etnia tzotzil, una de las tantas que conviven dentro de la sociedad mexicana del siglo xx.

Sin duda, la autobiografía de Pérez Jolote está muy lejos de la forma "clásica" del género (a la manera, por ejemplo, de San Agustín o de Rousseau), es decir, la de un relato originariamente escrito, proyectado y resuelto como decisión independiente de su autor, cuyo nombre figura como tal en la portada del libro que lo publica. El relato autobiográfico de Pérez Jolote, por el contrario, es de origen oral y, además, es un relato "editado" por otro (como lo serán casi todos los que desde entonces irán constituyendo el cuerpo de la narración testimonial latinoamericana) y es su editor, Ricardo Pozas desde luego, quien ocupa, en un gesto no libre de ambigüedad, el lugar del autor. El trabajo de Pozas como editor se basa en las respuestas de Pérez Jolote a sus preguntas (dentro del juego de intercambio verbal característico del género de la entrevista), preguntas finalmente eliminadas por el editor, mientras las respuestas son sometidas por él a un determinado "reordenamiento" narrativo.

Ahora bien, estos deslizamientos o desajustes conceptuales perceptibles desde el subtítulo del libro de Pozas (que postula una biografía donde el relato instala una autobiografía) o desde el nombre de autor consignado en la portada (reductible, sin embargo, al de editor), me parecen figuras tempranas de toda una historia posterior regida por confusiones conceptuales en torno a identidades de género discursivo asociadas a la narrativa testimonial, confusiones alimentadas y renovadas tanto por los editores-autores de esta narrativa (en prólogos y títulos de libros) como por la recepción crítica. Pero en el centro de estas confusiones estará, haciendo posible en gran medida las demás, quiero decir, creando el campo de su ocurrencia, el concepto mismo de testimonio, nunca definido, pero sí supuesto detrás de atribuciones de identidad genérica que lo implican. Esto sucede cuando relatos autobiográficos similares al de Pérez Jolote pasen a ser reconocidos generalizadamente (no ya como "biografías" sino) como realizaciones de un "género nuevo": el "género testimonio", sin dar cuenta desde qué concepto de género se razona, es decir, sin preguntarse si el testimonio exhibe condiciones discursivas que lo habiliten como género, o si, por el contrario, tales condiciones sencillamente no se dan4.

La narrativa testimonial contemporánea registra un vasto corpus de libros publicados desde 1951 en adelante, es decir, desde Juan Pérez Jolote, su iniciador. Un número considerable son de la década de 1980, entre ellos algunos de cita casi ritual. Sin embargo, dentro de ese registro, aquellos libros cuyos títulos insisten en su retorno como objeto de análisis en los textos de la recepción crítica, y por lo que podrían considerarse como formando parte de una suerte de "canon" de la narración testimonial contemporánea, forman un grupo reducido. De ellos puede decirse, por lo pronto, que si retornan, si insisten, es porque de alguna manera son leídos como realizaciones privilegiadas, en algún sentido, del modelo de relato testimonial introducido inauguralmente por el libro de Pozas, y de las variaciones, aperturas y transformaciones que el modelo experimenta en las décadas siguientes. No voy a citarlos aquí a todos. Salo a algunos (de entre los imprescindibles). Además de Juan Pérez Jolote, los siguientes: Biografió de un cimarrón, 1967, de Miguel Barnet, Si me permiten hablar.. . Testimonio de Domitila, 1977, de Moema Viezzer, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, 1983, de Ornar Cabezas (el único, en este grupo, no "editado" por alguien distinto al que enuncia o narra, por lo mismo el más próximo de todos a la autobiografía "clásica") y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, 1985, de Elizabeth Burgos, un libro, este último, de difusión y recepción (abierta también a la polémica, centrada en la discutida veracidad de algunos hechos narrados) multiplicadas con el otorgamiento en 1992 del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú.

Me gustaría agregar a esta breve lista un libro de fines de la década del 80: El Padre Mío, de Diamela Eltit. El relato oral que recoge (en una serie de grabaciones) es de la primera mitad de esa década, pero el libro fue publicado en 1989. Si bien fundamental (y, por lo que iré diciendo, único) en la historia de la narrativa testimonial, no produjo en su momento el mismo interés que después, especialmente en la actualidad. Tal vez porque las condiciones sociales, culturales y políticas desde las que leemos hoy (las de una modernidad tardía, o también, las de la "globalización" o de la "posmodernidad"), son particularmente favorables a una percepción más nítida de ciertas figuras de sentido propiciadas por este libro. En torno a él y a ellas girarán las reflexiones siguientes.

A mi modo de ver, El Padre Mío instala una frontera fuerte, un límite mayor, en la historia de la narrativa testimonial, tal como ésta se había generado sobre todo desde la Revolución Cubana, es decir, a partir de matrices de producción textual articuladas a condiciones políticas de enunciación derivadas de la Guerra Fría, y, dentro de su marco polarizado, solidarias de los movimientos de liberación social y de lucha frente al poder establecido y a sus instrumentos, los regímenes represivos (dictaduras militares muchos de ellos). Ahora bien, dentro de este contexto el libro de Eltit irrumpe con una palabra inesperada, y desconcertante a primera vista, que se pone de inmediato en una relación de ruptura profunda con el curso de la narrativa testimonial. "Testimonio soy yo", dice el narrador-personaje de este libro. No dice "Testigo soy yo" o "Testimonio doy yo". La expresión "Testimonio soy yo" desplaza y asimila los términos "testigo" y "testimonio", y al hacerlo, invita al lector a "leer" como testimonio no solo la palabra dicha (su forma, su contenido), sino también la identidad particular de quien la dice. Por ahora, me basta anticipar que estamos frente a una palabra y a un sujeto de la enunciación que se exhiben en un estado manifiestamente catastrófico. Como si uno de los polos del conflicto de la Guerra Fría, el polo del poder (el del capitalismo y sus agentes represivos locales), hubiese arrasado con el otro, su oponente, su obstáculo, quebrando toda resistencia, desintegrándola. Y como si, justamente por eso, la palabra que se nos dirige desde las páginas de este libro fuese, en tanto testimonio, una palabra postrera, y como si aquel que la dice fuese, en cuanto testigo, un sobreviviente, pero ninguno de los dos, ni el testimonio ni el testigo, ilesos. Por el contrario. En efecto, las páginas de El Padre Mío ofrecen un narrador-personaje y una narración que, por sí mismos, o sea, por su propia forma o modo de presentarse, instalan el paisaje de una ruina generalizada: ruina del sujeto, ruina del discurso, en definitiva, ruina del relato testimonial.

Pero, desde luego, estas ruinas (la del sujeto, del discurso, del relato) no se cierran sobre sí mismas, es decir, no son naturalmente la sepultura del significado. Siguen siendo significantes, aunque de una manera imprevisible y con una intensidad perturbadora: desde su paisaje textual roto y desolado, por entre restos y fragmentos, a través de los intersticios, se abren a su lectura (a su construcción) ricas figuras de sentido. Figuras de sentido que no son sino figuras de una verdad de gran capacidad iluminadora desde el punto de vista del saber sobre el mundo cultural y cotidiano moderno que habitamos, y en particular sobre su arte y su literatura. Me propongo examinar aquí la naturaleza de esta verdad a la luz de algunas de sus figuras.

Si bien remiten a instancias discursivas diferenciables, todas estas figuras se dan con un significado que las entrelaza. Unas surgen asociadas al sujeto de la enunciación, a su identidad (social, cultural, psicológica), y el foco de su verdad introduce al lector en el saber acerca de mm pérdida, una más de las tantas pérdidas de viejas y nobles formas o dimensiones de lo "humano", consumidas por el desarrollo del capitalismo o, lo que es igual, por el de la sociedad burguesa y su vocación depredadora (pérdidas que desde hoy nos resultan de una visibilidad trágica, ya no nostálgica). Las otras figuras de la verdad se despliegan, a su vez, en torno al discurso mismo y a su índole. Ellas le permiten al lector acceder a una imagen desgarrada (pero tampoco ciega o cerrada sobre sí misma) del estado actual de la literatura moderna entendida como escritura de la lucidez del deseo utópico. La problemática específica que ponen en juego, en uno y en otro caso, tales figuras de sentido, circula, latente o explícita, como contexto o tema, por los núcleos más vivos del pensamiento contemporáneo de la cultura y la literatura. Me refiero, entre otros, a los trabajos de Benjamin, Levinas, Foucault, Agamben. Intentaré dar cuenta de esas figuras en términos muy mínimos, pero por lo menos hábiles para sugerir una lógica. Y ojalá también, por esta vía, contribuya a establecer en los medios de la recepción crítica de los textos de Eltit, una idea hasta ahora lejos todavía de una aceptación generalizada: la de que libros como El Padre Mío, El infarto del alma, o el más reciente, Puño y letra, contienen elementos valiosos para construir una poética coherente con la inferible de las novelas de esta escritora. Más aún: por lo menos a la luz de El Padre Mío y de El infarto del alma, se trata, en ciertos aspectos, de una poética incluso mucho más radical.

Quisiera volver por un momento a la tradición contemporánea de la narración testimonial latinoamericana abierta por Juan Pérez Jolote, y detenerme brevemente en ciertos antecedentes de su historia, necesarios para fijar con más exactitud la clase de relación en que se sitúa El Padre Mío, y comenzar de esta manera a dar cuenta crítica de los dos órdenes de figuras de sentido, como figuras de una verdad, propuestos como tema central de estas reflexiones. Una pregunta puede servir para ubicarnos en su perspectiva. La siguiente: en los libros del canon testimonial latinoamericano antes citados, ¿quiénes son, qué identidad tienen, socialmente hablando, los sujetos de la enunciación, es decir, los que en ellos narran sus propias vidas, y cuál es la marca (la diferencia) de la inscripción social de sus prácticas de vida desde el punto de vista de una sociedad concebida, en ambos casos, como campo recorrido y tensionado por relaciones de poder? Juan Pérez Jolote (ya lo dije) es un indio de la etnia tzotzil, una minoría marginal dentro de la sociedad mexicana. Esteban Montejo (en el libro de Barnet), un negro cubano que vivió buena parte de su larga vida oculto en la montaña huyendo de la esclavitud. Domitila (en el libro de Viezzer), una india boliviana y dirigente de sindicatos mineros. Ornar Cabezas (autor del libro que contiene su relato autobiográfico), un joven estudiante que ingresa al Frente Sandinista de Liberación en Nicaragua. YRigoberta Menchú (en el libro de Burgos), una india quiche de Guatemala que desempeña roles de defensa de su cultura y de denuncia de la represión interna.

En todos estos casos se trata de sujetos populares (de clases populares), cuyas prácticas de vida cotidiana se insertan bajo el modo de la subordinación (que supone su complemento, el de la dominación) dentro de una estructura social de poder. Pero hay diferencias importantes en el plano del sujeto cuando se examinan sus prácticas desde una perspectiva histórica. En Juan Pérez Jolote5 y en Esteban Montejo, esas prácticas de vidas, que pueden de alguna manera entenderse como de resistencia frente al poder (cualquiera sean las formas que éste adopte en cada caso) no están presididas por pautas políticamente estructuradas: son prácticas más o menos espontáneas, intuitivas todavía, sin una fundamentación en principios y metas conscientes. No ocurre así en los tres casos restantes: Domitila Barrios, Ornar Cabezas y Rigoberta Menchú son sujetos eminentemente políticos: en las prácticas de vida de las que dan testimonio la resistencia toma la forma de una lucha consciente y comunitaria, de una activa intervención para el cambio en la estructura del poder. Son dirigentes sindicales, miembros de movimientos de emancipación, líderes de la defensa de la cultura indígena y los derechos humanos. El paso de la mera resistencia a la militancia tiene que ver sin duda con importantes cambios en las condiciones políticas de la enunciación del testimonio. Más allá de relaciones más bien episódicas de Juan Pérez Jolote con la Revolución Mexicana de 1910, o de Esteban Montejo con las luchas por la independencia de Cuba de fines del siglo xix, sus vidas no tuvieron referentes comparables, como modelos de liberación, a los de Domitila Barrios, Ornar Cabezas y Rigoberta Menchú: la Revolución Cubana de 1959, la Revolución Argelina y su triunfo en 1962, la guerra de liberación de Vietnam y la intervención de Estados Unidos en 1962, el Mayo francés de 1968, la Unidad Popular en Chile en 1970.

Los autores de los libros de mi corpus testimonial de referencia, sobre todo Moema Viezzer y Elizabeth Burgos, pero también Miguel Barnet, e implícitamente asimismo Ornar Cabezas, presentan, en los prólogos, las vidas narradas en los relatos testimoniales que publican como vidas "ejemplares". La misma ejemplandad de estas vidas se confunde con la ejemplaridad simétrica atribuida a su relato. No solo los autores de estos libros subrayaban esa ejemplaridad: también lo hacía la crítica de esta modalidad narrativa. Incluso se escribió un manual con instrucciones para construir testimonios ejemplares6. Más aún: allí donde hay vidas ejemplares, los relatos que las testimonian, junto con absorber esa ejemplaridad y apropiarse de ella por contagio de semejanza, se vuelven de inmediato portadores de una verdad. Una verdad como efecto de la ejemplaridad, dependiente de ella por lo tanto. Ahora bien, la categoría de lo ejemplar, como aquello digno de ser imitado, solo puede darse dentro de una concepción finalista, teleológica, de una vida social y de mayorías sojuzgadas por el poder, es decir, sometidas a la dominación y la exclusión que el poder por sí mismo introduce, y solo puede concretarse a la luz de modelos superiores de vida, verdaderos arquetipos, ya política y éticamente "sacralizados", que encarnan tal concepción y señalan la dirección y el modo de su cumplimiento: el camino es el de la liberación, y el modo, el de la Revolución. En las décadas del 60, del 70 y la primera mitad de la del 80, la resistencia frente al poder y la lucha liberadora en América Latina y los países del tercer mundo tiene ya su galería de modelos revolucionarios arquetípicos: el Che Guevara, Fidel Castro, Ho Chi Min, y en la arqueología latinoamericana del modelo: César Sandino, José Martí.

La categoría de lo ejemplar, en el sentido dicho, tiene su historia, y no cabe duda de que el antecedente histórico más claro de la ejemplaridad de la narrativa testimonial latinoamericana en el siglo xx, y de su verdad política, es la literatura de los exempla de la época del cristianismo medieval. Las vidas ejemplares, y la verdad religiosa de su relato, responden a las mismas coordenadas: una concepción finalista, en este caso la "salvación" del hombre "caído" por el pecado original, y un modelo arquetípico de vidas ejemplares, es decir, de vidas concebidas como prácticas que cotidianamente labran el camino de la salvación, modelo que no es otro, obviamente, que Cristo7. En ambos casos, en los exempla y en la narrativa testimonial, la verdad de la narración es un efecto de la ejemplaridad de las vidas narradas. Pero, como la ejemplaridad, a su vez, es función, en un caso, de la salvación, y en el otro, de la revolución, si se produce el cierre de estos dos horizontes, el de la salvación y el de la revolución, la ejemplaridad perdería necesariamente pie, sostén, volviéndose imposible, mientras que la verdad de la narración, la verdad del testimonio, se cerraría sobre sí misma y dejaría ya de iluminar. Es lo que, con el fin de la revolución como utopía viva, le ha ocurrido, en gran medida, a la literatura testimonial latinoamericana, sobre todo, y desde luego, a aquellos relatos de vidas militantemente ejemplares (pienso en los libros de Moema Viezzer, Ornar Cabezas y Elizabeth Burgos). Menos afectados, justamente por ser más rebeldes a su reducción ejemplar, han resultado el libro de Ricardo Pozas y, especialmente, el de Miguel Barnet

Dentro de este cuadro, ¿cómo se relaciona con los otros el libro de Diamela Eltit? ¿Dónde se sitúa su narrador-personaje desde el punto de vista del poder, de la dominación-exclusión, de las vidas "ejemplares"? ¿De qué verdad puede ser tributaria su narración testimonial? El sujeto que aquí enuncia y se enuncia presenta un rasgo esencial de identidad que lo pone, ya, en una relación a la vez de singularidad absoluta y de ruptura total con los sujetos de los libros precedentes: se trata de un loco. Es un loco el que enuncia. Sin embargo, este loco comparte con los sujetos anteriores otros rasgos de identidad social y algunas condiciones de enunciación. Por lo pronto, es también, y a su manera, un excluido dentro de un sistema de dominación, una exclusión que en su caso comienza por darse bajo la forma de una marginalidad y de pobreza extrema: vive en las afueras de una comuna de Santiago (Conchalí), frente al campo, habitando un espacio imposible de llamar "casa", al aire libre, entre arbustos que le sirven de percha, con utensilios básicos. Eltit estuvo con él, oyéndolo8, tres veces: en 1983, 84 y 85. Es entonces, de acuerdo a estos años, también, igual que los anteriores, un sujeto que enuncia desde el interior del marco de la Guerra Fría. Pero con una diferencia decisiva: lo hace (así conjetura el lector) como si esta Guerra Fría hubiese ya concluido, con el triunfo del capitalismo, en su escenario chileno con la imposición total del poder cuyo instrumento fue la dictadura militar que irrumpe en 1973, y como si la expresión viva del resultado final fuesen este loco y su habla estallada. En otras palabras, lo que había anticipado como paisaje instalado por la enunciación del libro de Eltit: la ruina del sujeto, del discurso, del relato mismo.

Esta ruina comienza a hacerse visible con una ausencia: quien habla carece de un nombre propio que lo identifique. Eltit lo "nombra" usando la filiación parental que el mismo sujeto usa insistentemente, el "Padre Mío", pero con un referente siempre inestable. A veces es él, a veces se deduce que nombra al otro, al "poder", aunque al final el lector concluye que en ambos casos es el nombre del poder que ha clavado en él su insignia victoriosa, tomando posesión de él, despojándolo de él mismo y ocupando su lugar. La ruina se extiende también a la palabra del sujeto como palabra del tiempo sucesivo: no podemos decir ya que esta palabra sea la palabra constitutiva de un "relato". Aun cuando habla de sí mismo y todo lo que dice sugiere el hablar autobiográfico, no hay en lo que dice un transcurso, una sucesión de hechos o circunstancias que permitan establecer alguna continuidad temporal. De manera que si antes me referí al contenido del libro de Eltit en términos de un "relato", y si continúo haciéndolo, solo ha sido y será a título de "licencia". Por lo pronto (más adelante veremos este no relato desde otro ángulo), es obvio: estamos ante la palabra de un loco, un esquizofrénico, sorprendido por Eltit, en cada uno de sus encuentros, en un estado de delirio. Desde el punto de vista del habla, un delirio el suyo a nivel sintagmático: las palabras elegidas son correctas en sí mismas, como formas léxicas, pero las combina de acuerdo a un código a primera vista "salvaje", precipitando al discurso en su ruina. Es posible sin embargo, mediante ciertas operaciones metadiscursivas, o códigos de emergencia, construir algunas figuras de sentido, o desde la identidad del sujeto, o desde el interior del discurso mismo, o desde el lugar donde el discurso como forma entra (con su publicación) en relación con contextos culturales y literarios. Ya lo advertí: mi análisis se ocupa de estas figuras.

Dije que con la disolución del horizonte de la Revolución, dejan de tener sostén las vidas ejemplares, y la verdad del testimonio literario de estas vidas se marchita. Pero el discurso del Padre Mío, también desde una exclusión social, también desde una marginalidad, vuelve a instalar sin embargo la verdad en el testimonio. Pero ya no la verdad de unas vidas ejemplares (la del Padre Mío es una vida "fuera del juego"), sino, simplemente, la verdad del loco. De larga tradición la verdad del loco. Las sociedades arcaicas y antiguas, incluso hasta la Edad Media, la conocieron: el hombre leía en la palabra descarriada del loco, en lo que decía sin decir, o diciéndolo desde claves herméticas, su propia verdad, la verdad de sus límites, de las zonas oscuras que lo envuelven. En el teatro y la novela del siglo xvn, el loco parece despedirse, diciendo una vez más su verdad: locos de palabra luminosa fueron el Rey Lear de Shakespeare y Don Quijote de Cervantes. La reaparición del loco, con su verdad, en el libro de Eltit, desata precisamente la evocación de su pérdida. A la figura de esta pérdida y a sus implicaciones voy a referirme a continuación.

Como lo ha dicho tantas veces Foucault, la sociedad burguesa sacará al loco de sus espacios tradicionales, en los que se movía como un signo misterioso, a veces incluso un signo de lo sagrado, y lo convertirá solo en el objeto de una disciplina, de una ciencia, la psiquiatría, y así, enmudeciéndolo, borrándolo como palabra de la diferencia, de la "otredad", para reducirlo a la simple condición de sujeto "enfermo", a mero objeto de técnicas y fármacos que buscan curarlo y restituirlo a la sociedad del trabajo y la producción. Hemos perdido pues la locura y su palabra como experiencia, como saber humano, con lo cual la vida en nuestra sociedad pierde también espesor, densidad. Es difícil pensar esta pérdida sin pensar de inmediato en otras pérdidas que la sociedad burguesa ha ido produciendo y decretando. Por ejemplo, esa pérdida de la que hablaba Benjamin con su dura lucidez: la del "aura" de las cosas9, que al esfumarse, las deja vacías, deshabitadas. Foucault emplea, para referirse a la pérdida de la locura como saber del hombre sobre sí mismo, palabras muy similares a las que emplea Benjamin para referirse a la pérdida del aura y el empobrecimiento consiguiente de las cosas. Dice Foucault (representando como futuro lo que es un presente): "Tal vez un día ya no se sabrá muy bien lo que pudo ser la locura", y así, con su ausencia, con su retiro, "se marchitará la imagen viva de la razón". Y agrega: ya no será posible "ponernos a la escucha de voces que, llegadas de muy lejos, nos dicen en la mayor cercanía lo que somos"10. Este juego entre lejanía (de donde vienen las voces) y cercanía (la de su escucha, allí donde las voces depositan la verdad "de lo que somos") parece remodular, a propósito de la locura, el juego paralelo que Benjamin había introducido a propósito del aura de las cosas. Decía Benjamin: el aura es "la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)"11. El aura y la locura abren el horizonte de una lejanía, y es ese horizonte el que hace posible la cercanía de la verdad como "imagen viva", de las cosas y de la razón.

Pero, ¿a qué responde la reaparición aquí, en el libro de Eltit, del loco? ¿Será que no hemos perdido del todo todavía, en América Latina, una relación menos mediatizada por la psiquiatría y los fármacos con el loco y la locura? ¿Será que aún puede circular por calles y caminos, como antes, y que podemos leernos en él, en su locura, en su palabra? Tal vez subsistan condiciones para una limitada supervivencia en algunas situaciones. Pero, en cualquier caso, el loco ha vuelto, de mano de Diamela Eltit, y, "como en los mejores tiempos", para dar, a su manera, claro, testimonio ("testimonio soy yo", decía él mismo), y para decir en su testimonio, también a su manera, la verdad, otra verdad, una verdad, diría, a la altura de los tiempos... Roger Bastide hablaba de dos modos de definirse el ser "social" del loco. Uno: "no se es loco sino en relación con una sociedad dada", la que dice cuándo y cómo se es loco. Segundo modo: si Benveniste podía decir que la enunciación "introduce al que habla en su habla"12, Bastide nos recuerda que en el habla del loco es también "la sociedad la que se introduce"13. La verdad del loco es, pues, en primer lugar, social, pero lo es en un sentido rigurosamente histórico, asociada a una sociedad concreta y a un estado dentro de su desarrollo.

¿Qué sociedad es la que se introduce en el habla del Padre Mío, y a la construcción de qué otras figuras de su verdad tenemos acceso oyéndolo testimoniar? "Es Chile", dice Diamela Eltit en su hermoso prólogo14. Sí, en el discurso de este loco hay signos que retornan, insistentes, repitiendo el mismo significante o con variaciones, o sumando otros a la misma zona de sentido, pero todos, en su juego abierto, ponen, en primer lugar, ante los ojos del lector la identidad inconfundible de una sociedad, la chilena, "patológicamente" jerarquizada, "enfermizamente" burocrática, sin duda la más kafkiana, por eso mismo, de las sociedades modernas latinoamericanas. Pero la verdad de este loco, la que asoma por entre las roturas de sus "hablas", sin dejar de estar anclada en la sociedad chilena y de remitir a ella, va más allá de ella, o mejor, desde ella ilumina fenómenos, o más universales, o que son inherentes a la sociedad y a la cultura modernas en sus fases tardías. Entre los primeros está, por ejemplo, la cuestión del poder.

Tal como lo aborda Eltit en su prólogo, el léxico dislocado y la sintaxis a la deriva del Padre Mío pueden leerse como una metáfora "literal" del efecto último, "terminal", sobre el sujeto y su palabra, del ejercicio de un poder absoluto y criminal, el de la dictadura militar chilena, en plena actividad en los primeros años de la década de 1980, cuando se grabaron las "hablas". Pero de los fragmentos del discurso del loco donde aparece comprometido el poder, surge otro rasgo de la verdad sobre el poder, uno menos episódico, más esencial al poder como tal, que toca a su naturaleza. Como si el Padre Mío hubiese sido lector de Foucault... Porque en su delirio pareciera dramatizar (poner en escena) una afirmación del filósofo francés acerca de que el poder no tiene titulares. Decía Foucault sobre el poder: "Nadie, hablando con propiedad, es su titular y, sin embargo, se ejerce en determinada dirección, con unos a un lado y los otros en el otro; no sabemos quién lo tiene exactamente, pero sabemos quién no lo tiene"15. Y el Padre Mío, como si hiciera una ilustración "pedagógica" del pensamiento de Foucault, enuncia de pronto justamente en cadena "nombres" de quienes (adivina el lector) están del lado del poder, y los dice como si fueran nombres intercambiables, o como si a la lista pudieran agregarse otros: "El mismo señor Pinochet es el señor Colvin, es el mismo jugador William Marín de Audax Italiano, el mismo. El es el señor Colvin, el señor Luengo, el rey Jorge, uno de ellos, el retirado, ya que ustedes lo vieron en bote en el Hospital Siquiátrico".

Finalmente, quiero focalizar y comentar otra figura de la verdad de este loco "lúcido" a pesar de sí mismo. Una en virtud de la cual entra en el juego de la lectura el mundo del arte, de la literatura. Ésta ya no se deja construir solo en o desde el interior del discurso, sino en y desde una zona fronteriza: allí donde el discurso se pone en relación con la clase de libro que lo contiene y lo hace circular. Supongámoslo: Diamela Eltit pudo haber grabado las "hablas" del Padre Mío, haberlas transcrito y entregado, por ejemplo, a un médico psiquiatra prestigioso, para que las estudiara. No estaríamos entonces hablando aquí de ellas, ni en los términos en que lo hacemos. Pero felizmente hizo otra cosa. Las publicó como libro, y, más exactamente, como un libro que lleva en la portada su nombre de "autora", y destinado a lectores de literatura, que reconocen en ese nombre de la portada el de la autora de otros libros, novelas la mayoría. Estas dos circunstancias, es decir, el nombre de Eltit como autora de literatura en la portada y un público de lectores de literatura como destinatario, comprometen a la literatura (y al arte) en el discurso del loco, o mejor aún, la comprometen en una verdad sobre ella, sobre su curso, que el discurso del loco hace por sí mismo visible de un modo absolutamente radical.

¿Qué verdad sería ésta? Su figura, para empezar, evidentemente histórica, tiene que ver con la pérdida del loco y su locura. Ya decía antes, citando a Foucault: desde el siglo xvii, la sociedad burguesa va expulsando la locura como experiencia, como saber del hombre sobre sí mismo, y recluyendo al loco en lugares institucionales de encierro, reducido a la condición de enfermo y, en nuestros días, habitante de hospitales donde "la farmacología ha transformado ya las salas de los violentos en grandes acuarios tibios"16. Pero lo ausente, lo perdido, ¿lo reprimido en términos freudianos?, ha encontrado una manera curiosa de retornar. Desde el siglo xix, con Mallarmé, la literatura ha venido asumiendo el lenguaje de la locura, sobre todo con las vanguardias y, dentro de ellas, con escritores como AntoninArtaud. Esto significa, como nos obliga a recordarlo y a reactualizarlo el libro de Eltit, primero, otro modo de producción de sentido, uno que no solo rompe con el código de la comunicación cotidiana o habitual, sino que vuelve imposible (por falsos) el sujeto unitario y el relato lineal. A esta imposibilidad se refería, poco antes de morir, en una entrevista, el poeta chileno Gonzalo Millán. Lo decisivo en la poesía desde la década de 1960, para Millán, "es la importancia que adquiere la espacialidad sobre la temporalidad. La poesía ya no es lineal, no está basada en un personaje ni en un sujeto"17. El desplazamiento de la temporalidad a la espacialidad y el fin de la linealidad es una dominante en todo el arte desde las vanguardias, y desde luego en el arte narrativo. Justamente es lo que, de modo revelador, hace visible el libro de Eltit. Por eso es que, en un momento anterior, dije que en el curso de la narrativa testimonial latinoamericana, El Padre Mío introducía una frontera en varios planos, entre ellos el plano del relato: con él no hay ya relato, la continuidad temporal da paso a la fragmentación y a la espacialidad, principios por lo demás constitutivos del discurso del loco. Esta apropiación, o absorción, de la locura por parte de la literatura, debería verse como una forma sintomática de resistencia frente a una palabra y a unas codificaciones de la vida cotidiana regidas por la racionalidad burguesa, por la lógica de la mercancía. La más radical de las resistencias, y en su grado extremo, la más pura. Roger Bastide decía que, en el arte, "no hay otra solución más que el absurdo", el lenguaje de los locos, la resistencia de lo sagrado que activa, y concluía diciendo: "No podemos sino admirar esta solución desesperada, la única auténtica, porque los otros núcleos, surrealismo, dadaísmo, pintura abstracta o concretismo en literatura, no son sino soluciones hipócritas, los juegos sin peligro de la locura, jugados por burgueses o candidatos a la burguesía (y juegos que "rentan") comprometidos, por tanto, en el sistema de la productividad comercial"18.

Leer, pues, la palabra de este loco de Diamela Eltit, el Padre Mío, y hacerlo en un libro puesto en circulación como libro literario por una autora de literatura, y destinado a receptores de literatura, y hacer la lectura en un momento de la historia de la modernidad como el nuestro, es tener, como lectores, el privilegio de participar en el despliegue inducido de una figura más de la verdad: la de que la auténtica literatura, hoy, acosados por la seducción ya casi "porno" del bestseller, de la estética de la mercancía, es la que asume en plenitud la lengua de la locura, y que esta locura tal vez sea no solo el único lenguaje verdadero, sino, por eso mismo, el lugar desde donde podemos empezar a articular una nueva verdad, la de otras relaciones humanas y sociales, una que rompa la lógica de la mercancía, de la racionalización de la vida cotidiana, de la estética disolvente (en términos éticos) del puro espectáculo.

 

NOTAS

* En una primera versión, este texto fue leído como ponencia en el Coloquio Internacional de Críticos y Escritores en Homenaje a Diamela Eltit, organizado por la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile y realizado entre el 17 y el 19 de octubre de 2006.

1 No es ocioso preguntarse por la función que cumplen, desde el punto de vista del poder político, cultural y económico de Estados Unidos de América Latina, estas periódicas oleadas de crítica cultural y literaria originadas en la academia estadounidense, cuyos conceptos y términos rápidamente se apoderan de los discursos críticos y teóricos locales. Los centros de "estudios culturales" que en los últimos años han proliferado en las universidades latinoamericanas son espacios de conceptualización mayoritariamente articulados a paradigmas que remiten a la academia de Estados Unidos, de la que además forman parte en gran número intelectuales de origen latinoamericano, o en la que se han formado.

2 Anoto tres: Rene Jara y Hernán Vidal (comp.), Testimonio y literatura (Minneapolis, Institut for the Study of Ideologies and Literature, 1986),          Jorge Narváez (ed.), La invención de la memoria (Santiago de Chile: Pehuén Editores, 1988),          John Beverly y Hugo Achugar, "La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa" (Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, N° 36, segundo semestre de 1992, número monográfico).        

3 Una definición detallada de lo que, dentro de la teoría de los géneros contemporánea, se entiende por biografía, la ofrece Leon Edel, Vidas ajenas. Traducción de Evangelina Nuño de la Selva. México: Fondo de Cultura Económica, 1990.        

4 Sobre qué sea el testimonio dentro de la problemática de los géneros, véase mi ensayo "Género y discurso: el problema del testimonio". En mi libro La escritura de al lado. Géneros referenciales. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2001: 17-33.        

5 Ricardo Pozas, el autor de Juan Pérez Jolote, examina en un libro posterior, escrito junto con su mujer, Isabel H. de Pozas, el lugar del indio en las clases sociales mexicanas: Los indios en las clases sociales de México. México: Siglo XXI Editores, 1971.        

6 Margaret Randall escribió un manual, para uso de los Sandinistas, con el título de ¿Qué es y cómo se hace un testimonio? El carácter ejemplar del testimonio es una de las premisas del manual. Aparece recogido en la compilación de John Beverly y Hugo Achugar, "La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa". En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Lima. Año XVIII, N° 36, 2o semestre de 1992. 21-45.        

7 Sobre los "exempla" medievales, Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina. Traducción de Margit Frenk Alatorre y Antonio Alatorre. T. I. México: Fondo de Cultura Económica, 1955. 91-96.        

8 No podría decirse con propiedad, a la luz del estado mental del que habla, que oyéndolo (y grabándolo) como parte del desarrollo de una "entrevista". Pero en más de una ocasión el enunciador da a entender que "habla" para quienes tiene al frente (Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld) y que se han dirigido a él.

9 Por ejemplo, en "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica". En Discursos interrumpidos I. Traducción de Jesús Aguirre. Buenos Aires: Taurus, 1989. 15-57.        

10 Michel Foucault. "La locura, la ausencia de obra". En Entre filosofía y literatura. Obras Esenciales, Vol. I. Traducción de Miguel Morey. Barcelona: Ediciones Paidós, 1999. 269 y 270.        

11 Walter Benjamin, op. cit, p. 24.

12 "El aparato formal de la enunciación". En su libro Problemas de lingüística general II. Traducción de Juan Almela. México: Siglo XXI Editores, 1978. 85.        

13 Roger Bastide, "El "loco" y la sociedad". En Sociología de las enfermedades mentales. Traducción de Armando Suárez. México: Siglo XXI Editores, 1965. 313 y 323.        

14 "Presentación". Prólogo & EI Padre Mío. Santiago: Francisco Zegers Editor, 1989. 9-18.        

15 Michel Foucault, "Un diálogo sobre el poder". En op. cit, p. 15.

16 Michel Foucault, "La locura, la ausencia de obra". En op. cit, p. 277.

17 Pedro Pablo Guerrero. "La mirada lúcida de Millán". Entrevista. En Revista de Libros de El Mercurio. Santiago. Domingo 22 de octubre de 2006 /N° 911, P- 13.        

18 Roger Bastide, op. cit, p. 329.