La guitarra trabajadora.
El oficio del cantor popular y su hibridación a la canción de protesta.
Nicolás Román González[1]
Víctor Jara redefine el rol del canto popular, insertando sus saberes en la canción de protesta más cercana de los modelos urbanos, masivos y modernos de expresión política. Bajo esa figura, se considerarán dos factores que afectan el modelo del cantor en su obra: uno de ellos es la figuración mediática (en especial su producción discográfica) y el otro es la redefinición del quehacer político en el paso del cantor al cantante. Ya que este último, se acoge a la transformación del folklore urbano al alero del pensamiento de izquierda desarrollado por los artistas de la Nueva Canción chilena. De ese modo, el saber tradicional del cantor influenciado por diversos factores modernizadores, considerados en su sentido lato (urbanización, industrialización y masificación), se mantiene y se transforma en la obra de Víctor Jara.
La definición del saber del cantor popular y su posterior ingerencia en la obra de Víctor Jara permite establecer que no necesariamente existe un paso lineal del cantor al cantante, sino que existe un espacio difuso donde interactúan diversos factores que constituyen una nueva performance de los saberes tradicionales junto con las agencia de modernización descritas por la industria cultural.
Hoy es su
canto un azadón
que le abre surcos al vivir,
a la justicia en su raíz
y a los raudales de su voz.
En su divina compresión
luces brotaban del cantor.
Cantores que
reflexionan
Violeta Parra[2]
Víctor Jara lograría articular de manera innovadora las tensiones entre tradición y modernidad, vividas en la década del 50’ en la disputa entre el Neofolklore y la Nueva Canción. Y en particular, la hibridación de la figura de los cantores y cantoras populares con la figura del cantante, convirtiéndose así, en una fuente de inspiración para la superación de los desgarros impuestos por la modernización y la industrialización. Sus estrategias tienen por resultado la auratización de la enunciación de la canción popular, desarrollando la hibridación del arte y la técnica, y la estética y la política.
Dentro de una perspectiva más general, en el contexto de Chile de la segunda mitad del siglo XX hubo una bullente vida política y social marcada por las migraciones campesinas y la industrialización urbana. Tema que será desarrollado más adelante, no obstante, es importante destacar que esos migrantes fueron portadores de una cultura que viajó con ellos. En el interior de esos ingentes movimientos humanos llegaron a las ciudades cuequeros, payadores, cantores a lo humano y a lo divino, que entregaron sus versos en poblaciones y villas arrabaleras[3]. Ya en la década del 50’ la pionera labor de Violeta Parra y el conjunto Cuncumén[4] marcó el inicio de diferentes movimientos relacionados a las composiciones folklóricas, tanto en la recolección, en la creación y su transformación en protesta.
En ese contexto, Víctor Jara aclara su poética, tal como dijera junto con Violeta Parra, con los versos y cantos de su “guitarra trabajadora” como se afirma en su canción “Manifiesto” (1973). Como se recalcaba anteriormente, las composiciones de Víctor Jara mediarán las tensiones que existen entre el oficio del cantor y el cantante, y en particular, el cantante de protesta o de canción comprometida. De ese modo, el autor del “Derecho de vivir en paz” se encajará en esa encrucijada, que de una u otra manera viene a encarnar los dilemas de nuestro continente en su vaivén entre tradición y modernidad, ser masivos o populares, urbanos o rurales, o en su defecto musical para lo que nos convoca: ser cantores o cantantes.
Las posiciones anteriores que reflejan el antagonismo que disputa la continuidad de la comunicación aurática, puesto que el cantor encarna en la cultura tradicional un rol relacionado con la perduración de la tradición y su aura, a diferencia del cantante, inspirado en la industria del divertimento.
Sin embargo, la hibridación de roles ocurre cuando en las letras de un cantante se oyen las palabras del cantor. Víctor Jara gracias a su formación dialógica, de cantos artesanales y artes profesionales, logra conquistar esa disimilitud en la teoría, que se vuelve afinidad en la práctica. Su paso por las aulas abiertas de la tierra, oyendo cantores junto con su madre, o recopilando versos por el campo[5], dotan a su interacción con los medios técnicos de una densidad inusitada, que desafía los formatos importados de la técnica y el arte, ya que entre ellos no existe maridaje posible sin la disolución del aura.
Víctor Jara asumió las contradicciones de la modernización sin ahogar las locuciones tradicionales en sus versos, por lo que en cada plaza de cantante habilitada, dispuso la palabra del cantor afinada. Pero ese trayecto, de ningún modo es lineal, sino que tiene sus contrapuntos, por lo que se hace necesario matizar cada cabo de esta dialéctica no resuelta.
Para ser más certeros, se indicará que respecto de Víctor Jara existe una dispersa y fragmentada bibliografía, donde se lo incluye como cantante político o en su relación a la Nueva Canción Chilena. Existen otros escritos también que establecen su vínculo con la UP, pero hay pocas contribuciones que rastreen su mirada particular de la tradición de los cantores, puesto que parece pesar mucho más su proximidad con el rubro de los cantantes.
No obstante lo anterior, por separado los temas, entre cantores y cantantes existe una bibliografía, si bien no acabada, voluminosa. Aunque pareciera hay un sesgo impuesto en la concepción de lo popular; que escinde lo tradicional por un lado y lo masivo por el otro. Esto quiere expresar, que existen dos alcances disociados respecto del fenómeno poético musical que repercute en la obra de Víctor Jara, por lo tanto, la reconciliación de ambas perspectivas se debe hacer con esfuerzo y con cautela. Entre los alcances no sesgados sobre música popular está Rodrigo Torres (1996) quien construye un enfoque que considera lo tradicional como una de las dimensiones constituyentes de la obra de Víctor Jara. En ese sentido, este aporte es fundamental a la hora de esquematizar el trabajo de quienes asumieron la tradición y la proyectaron en tiempos de modernización.
Por lo demás, se deben indicar los alcances de la tradición en la articulación de la modernidad en la canción popular. Este propósito, sigue la línea de autores como Juan Pablo González (2009), Claudio Rolle (2009) o el antes citado Rodrigo Torres (1996), quienes de una u otra manera han matizado la articulación política y la pretensión de canto colectivo, de intención nacional, que logró la Nueva Canción Chilena.
De todos modos, para sumarse a esas perspectivas, es seductora la formación de Víctor Jara en el campo cultural, debido a que propone una mezcla de la tradición de los saberes populares, con su formación ilustrada en las artes profesionales. Por ende, el cuadro es complejo cuando se aúna la influencia de la infancia campesina de Víctor Jara con los viajes a Los Ángeles (E.U.A.) y Londres en el año 1968 en plena efusión hippie, por denotar una de las tantas influencias del autor de “Plegaria a un labrador”. Además, Víctor Jara, en la línea de Violeta Parra, fueron creadores que conocían la veta profunda de la canción tradicional inmersos en la vorágine del mundo moderno. Por lo tanto, es necesario y saludable mezclar los antecedentes de cantores y cantantes para entrever los resultados fructíferos y auspiciosos de aquel encuentro.
Recapitulando, para entregar claridad en las inquietudes respecto de la aproximación a Víctor Jara, se ha establecido que su obra está relacionada con el mundo de los cantores tradicionales y los cantantes profesionales, desafiando la estabilidad de una y otra noción. Por lo que lo planteado, tiene tres propósitos, el primero es evaluar las asimilaciones y disimilaciones entre los supuestos compartimentos estancos de tradición y modernidad, y el segundo, es establecer un puente en las miradas bibliográficas del tema, que se han alejado unas de otras, haciendo que la tradición y la modernidad sigan una marcha indiferente, donde lo popular es lo masivo, o sea solo la radio, y lo tradicional es lo festivo, es decir la cueca. Por último, el tercer propósito, es confirmar la premisa general de la renovación del aura, que confirma la vitalidad y expansión del verso vivo del cantor en medio de la escena del cantante.
Para lograr la bisagra propuesta anteriormente se expondrá de manera breve dos miradas existentes en la bibliografía consultada frente a este tema. Considerando que estas han esbozado posiciones analíticas que difieren en el tratamiento de la música y poesía popular, donde tradición y modernidad son dos realidades diferentes, sin contacto ni polución. Aunque, obviamente se considera a este aislamiento como una matriz general, debido a que existen aportes, destacados anteriormente como los de Juan Pablo González[6] (1997) y los de Rodrigo Torres (1985, 1996), que logran congeniar lo popular, sea este masivo o tradicional, o bien su intersección.
Volviendo al tema central. Respecto de “cantores” existe una bibliografía que resume los saberes de los cultores del canto tradicional como una constelación de aportes congregados por medio de la tarea laboriosa de diversos investigadores. Dentro de los investigadores destacados se encuentran Patricia Chavarría, directora del Archivo Artistas del Acero, con su libro De los cogollos y del viento (2009). La copiosa bibliografía de cantores y cultura tradicional legada por Fidel Sepúlveda, destacando su libro póstumo Canto a lo poeta (2009). Los alcances del Canto a lo Poeta hecho por Francisco Astorga, en su artículo Canto a lo poeta (2000) y por último por referir un libro clásico, está Flor de canto a lo humano (1974) de Juan Uribe Echeverría.
En general, la mirada presente en estos textos recaba los profundos vínculos que existen entre la tradición y la religión popular. El cristianismo festivo que se vive con guitarra, dándoles la alabanza a la Virgen y a los Santos, cantando una misa a la chilena o Cantando a lo Divino. A su vez, la visión festiva de la cueca, el repentismo y el Canto a lo Humano, retratan una picaresca, irónica, mordaz, sufridora y alegre; donde no existen trabas para cantar, llorar y gozar. De hecho, está última dimensión la ha trabajado Maximiliano Salinas (2005) en reiteradas ocasiones en su producción bibliográfica.
Por otro lado, la función aurática del cantor deviene de su relación con la palabra. El verbo es donde se halla el ser y donde comienza la creación. En ese sentido, junto con Fidel Sepúlveda (2009) se puede aseverar que la poesía es como la hermenéutica del ser, sin la palabra poética no existe una conciencia de la identidad del campesino que se traslada desde el campo a la ciudad. La poesía llena el lugar de esa nostalgia con re-lecturas poéticas de la Biblia, reinterpretando la vida de Jesucristo, la Gloria, Jerusalén, creando una Biblia criolla y oral. En esas escrituras y relecturas, el individuo encarna la precariedad, recibe esta relación como ayuda al prójimo, figura principal de la cristiandad. En ese sentido, la palabra estará siempre en función del otro, y de ese modo, el cantor traerá al presente esa palabra inveterada y tradicional con toda su carga de aura y redención.
Con el paso de de los años y la migración de los cultores a las ciudades, esa Biblia criolla estuvo en contacto con realidades contrastantes de las relaciones comunitarias campesinas. En las ciudades de la modernización nacional, desde mediados del siglo XIX, los pobres fueron discriminados, ocultados y condenados a vivir en la marginación social[7]. Por lo que la palabra del cantor estuvo ahí para ejercer la denuncia, resarcir la comunidad y reescribir la tradición, hibridando su contenido ritual con la secularización imperante en el teatro de la urbe. Así, en las primeras decenas del siglo pasado la imprenta jugó un rol clave para que posterior ese rol lo jugará la radio y el estudio de grabación.
De todos modos, las relaciones de los cultores de folklore, adentrados los 50’ se relacionan con los flujos de la industria cultural relacionada a la música popular. Abriendo este círculo de referencias, hacia la música popular, se incluyen ahí los trabajos de Juan Pablo González y Claudio Rolle del año 2009 que en su Historia social de la música popular en Chile 1950-1970, hacen una detenida revisión de los diversos acontecimientos relacionados con la música popular de masas y su desarrollo ligado a cambios políticos, sociales y culturales. A ello, se suman los trabajos individuales de Claudio Rolle, que siguen la línea de la Nueva Canción Chilena como expresión política y artística. Destacamos su artículo “De Yo canto la diferencia a que lindo es ser voluntario. Cultura de denuncia y propuesta de construcción de una nueva sociedad (1963-1973)” (2005) y su ponencia: “La ‘Nueva Canción Chilena’ el proyecto popular y la campaña presidencial y gobierno de Salvador Allende” (2000). Por último, sumándose a esa línea se encuentran también las tesis dirigidas por el profesor Claudio Rolle: Yo no canto por cantar... Nueva Canción chilena y Figura del cantautor (2006) de Hilenia Inostroza y No hay revolución sin canciones. Auge y quiebre de la Nueva Canción Chilena 1969-1973 (2006) de César Sanhueza. La mirada de estos trabajos expone la relación que existe entre la canción política chilena con el empoderamiento popular sostenido que se vive durante el siglo XX, que tiene por culminación la asunción del Gobierno de la UP en 1970.
Dentro de esa perspectiva, el aura de la palabra será recompuesta al cantar dichas y quebrantos como lo haría Violeta Parra. El verso del cantor hará del canto de todos su propio canto, recuperando la huella inveterada de esa función de la palabra tradicional. El verso en esa dimensión es sabio, por lo que no basta con reiterar acordes y tonadas para convocar el aura. La importancia de esta última se recupera cuando el canto debe quebrar el presente infranqueable, para acunar en el seno de la palabra del pasado la angustia por el futuro: “Tu canto es río, sol y viento, pájaro que alumbra, la paz” (Jara, 1971). Así canta Víctor Jara en “Vamos por ancho camino”, con el reposo del canto, frente a la adversidad de la historia. No es una postal, porque si vamos por ancho camino no estamos diciendo que cantamos a arroyuelos a la sombra de los arrayanes. Por la tanto, la gravidez de la tradición encontró su centro y proyectó su fruto: “reventando los silencios” (Jara, 1971).
Por otro lado, entre cantores tradicionales y cantantes profesionales se puede establecer un puente a través del trabajo de Fabio Salas La primavera terrestre. Cartografías del rock chileno y la Nueva Canción Chilena (2003), que en su introducción a la Nueva Canción Chilena, se exponen como antecedentes de la misma a los cantores de guitarrón, los cuequeros y la lira popular, como un caudal discontinuo de expresiones populares de corte contestatario:
Según el músico e investigador Osvaldo Rodríguez Musso, los orígenes de la NCCH hay que buscarlos en los precedentes musicales de Violeta Parra y el Conjunto Cuncumén a partir de la década del cincuenta. Pero si hubiera que remitirse a un trasfondo histórico éste residiría, según Rodríguez, en las formas remotas de poesía y canto populares como la copla, la décima, la tonada y la cueca, heredadas desde la Colonia e la antigua tradición oral y literaria del romancero español. A esto se agregaría a fines del siglo XIX, la lira popular, que llegaría a constituir un claro referente literario para la música folklórica chilena. (Salas, 2003: 55)
Así, en voz del “Gitano” Rodríguez, Salas hace que la tradición discontinúa de los populares recobre su hilo secreto, recuperándose la palabra en la cueca de la Nueva Canción Chilena. Ahí cantan todos: los cuequeros, los payadores, la Violeta Parra y la Margot Loyola; lo siguen el Ángel Parra y el Víctor Jara. Todos han recobrado el espíritu colectivo del canto popular, así el presente se abre y convoca la sabiduría sufridora y refranera del campesino y el obrero pobre.
Por otro lado, la profusa exposición de esta bibliografía pretende ilustrar que existe un debate por darse respecto de los conflictos entre tradición y modernidad desde el oficio poético-musical, ya que pareciese que con las bofetadas neoliberales lo popular es masivo y lo tradicional es festivo, estando la discusión cerrada frente a los hibridismos y mestizajes que describen la realidad de nuestro continente.
“Aquí se encajó mi canto, como dijera Violeta”.
El canto tradicional abarca solamente escenas ritualizadas de la vida religiosa, resumiendo el fervor popular, sino que también se relaciona con la fluidez de los vínculos afectivos de una comunidad establecida por medio de los vínculos de la oralidad. El refranero, el romancero, el repentismo, etc., resumen un sinfín de prácticas espontáneas y sedimentadas en la memoria social de los sujetos populares que se constituyen su marco para convivir. Ese acervo cultural está relacionado a la vida campesina y a la vida urbana, y dice más del dinamismo de la vida cotidiana que de la inmovilización de una tradición por medio de una institución. Además, dentro de las fiestas, hay unas relacionadas a la producción y otras relacionadas con los ritos de pasaje, en particular estos últimos siguen cultivándose en las ciudades, describiendo un modo de ser de los pobres en la alegría.
En el canto tradicional, la canción se une a la fiesta y el llanto, y es así como Víctor Jara en La población (1972) introduce la canción “Sacando pecho y brazo”, una cueca festiva que canta “cómo los rotitos están extrañando a los ricachones tomándose los terrenos”. En el mismo disco, el nombre de la población, “Herminda de la Victoria”, es la canción dedicada a la niña que muere al momento de ingresar de noche a los terrenos privados al poniente de Santiago en Las Barrancas.
Ahí se canta a la muerte de la niña pequeña que pasa directo a la gloria como en el verso de angelito en el Canto a lo Poeta[8]. La risa vuelve en Canto por travesura (1973), donde se estrena la picaresca popular con cuecas y tonadas del folklore chileno que demuestran la picardía frente a los temas amorosos y sexuales, en especial la canción “La beata” (1966) recopilada por Víctor Jara, la que fue fuertemente criticada por la Iglesia, ya que: “estaba la beata un día, enferma de mal de amor, él que tenía la culpa era el fraile confesor, chiribiri biri biri, chiri biri biri bom, a la beata le gustaba con el fraile la cuestión” (Jara). Además, en ese disco del 73’ Víctor Jara incluye adivinanzas, brindis, cuecas y la participación en el arpa de Santos Rubio, legendario guitarronero de Pirque.
De todos modos, la deuda con la figura de los cantores, Víctor Jara la demuestra cuando se lo fuerza a identificarse con las canciones de protesta, especialmente las de versión estadounidense de fines de los sesenta, la que conoció directamente en su viaje a Los Ángeles para promocionar las obras del ITUCH[9] junto con Guillermo Núñez[10]. Joan Jara, en su texto testimonial Víctor, un canto inconcluso (2008), expone que su esposo le refería que los jóvenes universitarios estadounidenses eran receptivos, aunque no necesariamente lúcidos: “A Víctor le pareció que políticamente eran muy ingenuos [los hippies] y que nunca harían una revolución, ni siquiera la de las ‘flores’, ya que las drogas se ocuparían de eso, desactivando lo que podría haber sido un poderoso movimiento de rebelión” (Jara, 2008: 117). Contrariamente, el punto de vista es diferente cuando la referencia es a los cantores de folk norteamericanos y no a los hippies:
Mira, hubo un momento, no cierto, en Europa, en Estado Unidos, cuando surge el término protesta, de una juventud que traía la experiencia de la segunda Guerra Mundial. Y surge, ponte tú, Pete Seeger, Joan Báez, Bob Dylan, y, bueno que, cantan una canción pacifista, que cantan una canción esencialmente que critica y denuncia esta sociedad que los ha llevado –me entiendes tú- a casi a la ruina moral. (Jara, 1973: en línea)
Con estas palabras Víctor Jara comprende su relación con un canto de expresión más político, y se hermana con él, aunque sus referencias se volcarán hacia Latinoamérica, la que está viviendo su propio proceso de conciencia y descubrimiento de sus raíces: “Desde luego, eran muy admirados Pete Seeger, Malvina Reynolds y otros que se habían opuesto a la guerra de Vietnam, pero el movimiento chileno de la canción per se tenía sus raíces en su propia tradición cultural y trataba problemas propios” (Jara, 2008: 127). De hecho, a la par que canta cuecas, tonadas y brindis, Víctor Jara adopta con ironía la canción “Litle boxes” (1962), como las “Casitas del Barrio Alto” y “I had hammer” (1949), “El Martillo”, de Malvina Reynolds y Pete Seeger respectivamente.
Para hacer provechosas las referencias anteriores, Fabio Salas expone de manera breve la relevancia política de los folksinger luego de la depresión del 29’ en Estados Unidos:
Partiendo de la labor fundacional del folksinger Woody Guthrie hasta el estallido sin precedentes de Bob Dylan con el folk de izquierdas de los sesenta, este género sufrió una trayectoria claramente discernible: tuvo su origen en los hillbillies de los Montes Apalaches en el suroeste de los Estados Unidos, origen que por provenir de un espacio de pobreza y privación va a germinar en un mensaje de inequívoco contenido social , para de ahí trasladarse al plano de las luchas sindicales y obreras con sus reivindicaciones antipatronales gracias a la labor de Guthrie y Seeger. (Salas, 2003: 64)
De hecho, Fabio Salas en sus libros El grito del amor (1998) y La primavera terrestre (2003), describe ampliamente la relación del folk, el folk rock, y el rock propiamente tal con las líricas de protesta. Para Salas existe una relación entre el contexto histórico de los años 60’ norteamericanos y británicos, con la protesta existencial de los beatniks y el experimentalismo psicodélico y lisérgico hippie impulsado por Timothy Leary, profesor universitario expulsado de la academia por buscar curas psicológicas por medio del LSD. De hecho, paralelo a Salas existen dos trabajos, uno realizado por Gustavo Figueroa (1994) y otro realizado por Danilo Monteverde (2004), que recaban las relaciones del rock y la contracultura, animados por el fuerte ánimo vanguardista, en el sentido artístico, que animan a estos grupos en la década de los 60’.
Sin embargo, es preciso argumentar que el folk de los sesenta, con aquellos folksinger de los 30’, sumado a las perspectivas teóricas que los abordan desde el experimentalismo vanguardista contracultural, se diferencian de lo ocurrido en América Latina debido a sus características. En Estados Unidos la protesta tomó las formas del folk desde la depresión de los 30’, siendo la relación de los folksingers con los sindicatos más estrecha[11], para que posteriormente en los 60’ se acogiese una versión individual y pacifista de la liberación de la opresión social. La diferencia radica en que la expresión de los folksingers se da en un contexto donde la modernización es más efectiva, siendo su influencia posterior traducida a una expresión urbana, moderna e individual, muy crítica de su entorno cultural. De ahí su relación al experimentalismo de vanguardia lírico y musical, cuya aproximación se adapta sin problemas a su circulación comercial.
Por el contrario, la radical diferencia de estos cantantes, con la hibridación del oficio del cantor en Víctor Jara, es que este último canta desde dos dimensiones. Una es la dimensión política, urbana y secular que hace de la música un consumo adquirido (García Canclini, 1987). Y la otra, es la referencia tradicional y comunitaria en el ánimo de las canciones, donde los sentimientos de la religiosidad popular y la nostálgica ruralidad, con el valor palpitante de su aura, se mezclan con las emisiones radiales y con los conciertos que encarnaron la nueva forma de reunión y trasmisión de la experiencia.
En ese sentido híbrido, la peña de los Parra, la peña de la Universidad de Chile en Valparaíso, o la peña de la Universidad Técnica del Estado que vio nacer a Inti Illimani, son nuevos espacios de sociabilidad que hibridan estas relaciones sociales que deberían ser seculares en el teatro urbano, pero que terminan siendo más místicas que triviales: “La peña de los Parra fue concebida como un lugar rústico, místico, sobrio, apropiado para el desarrollo artístico de los cantores. El escenario no era sino una simple tarima que facilitaba la comunión entre público y artista”. (Bravo, 30). No es menor, sumado a lo anterior, que Atahualpa Yupanqui, Daniel Viglietti y los jóvenes Pablo Milanés y Noel Nicola pasaran alguna vez por la casa de calle Carmen #340, donde estaba la peña. De hecho, la peña se recreaba como un nuevo escenario urbano y popular:
Articulando prácticas culturales tanto locales como importadas, la peña folklórica era un espacio íntimo donde se atenuaba la distancia entre el artista y el público ¾como en el antiguo cabaret parisino-; era administrada por los propios músicos¾ como las casas de canto chilenas-, y se difundía en las universidades, institucionalizando el habitual guitarreo estudiantil. (González, 2009: 228)
En ese sentido, la peña es parte de esa hibridación de formas tanto urbanas como rurales, y también modernas y tradicionales. En palabras de Juan Pablo González, todas las influencias de la peña se combinan para generar una nueva conexión con el público.
Joan Jara, en ese contexto, describe el vínculo intenso que mantienen los cantores en las peñas: “Los intérpretes actuaban en una minúscula plataforma de madera […] iluminados por un pequeño foco. El efecto era impresionante y creaba un clima de respeto y concentración a pesar del vino y la informalidad del ambiente”. (Jara, 2008: 90). Es muy interesante esta impresión, ya que describe cómo ese pequeño lugar precario, logra una vinculación fuerte, fruto de la síntesis e improvisación de diversos espacios, que en teoría proviene de lógicas culturas diferentes y en la prácticas reconvierten sus fundamentos a una cultura híbrida.
El aporte de las peñas, dentro de una perspectiva aurática, es que inaugura un espacio de sociabilidad que reclama esa presencia del cantor en un trato cercano. De este modo, en la peña se creó un circuito alternativo de conciertos y presentaciones. Aunque esto no quiere decir que las peñas por sí solas recomponen ese trabajo aurático. Por el contrario, las peñas se suman a la enunciación masiva por medio de discos y radiodifusión. Los mismos hermanos Parra inauguran un sello discográfico para difundir a su elenco, por ende, esa casa céntrica de fachada continua, se convierte en el laboratorio de la apuesta de los cantores. Otro logro de la peña, es que en ella, definitivamente el canto popular se estaba llevando a una nueva expresión, que si bien no era masiva debido a las expectativas del local, si reflejaba un aporte para los cantores que ahí se presentaban, generando una conciencia de alteridad respecto del star system[12].
Esto último, se realiza para legitimar el esfuerzo por recuperar la tradición, y el rol de cantor, que se re-interpreta y proyecta en el sentido de reconvertir lo tradicional en lo urbano. Aunque la peña, no llenaba expectativas colosales, sí representaba un aporte para el circuito de los cantantes y cantores para ponerse en contacto, traspasarse sus influencias e hibridar sus oficios. Las notas altas de la peña están puesta en la solidaridad, tal como lo afirma Joan Jara: “A medida que la represión de derechas caía sobre otros países latinoamericanos, la peña se convirtió en un refugio de cantantes de Brasil, Uruguay y Argentina” (Jara, 109). De esta manera, la peña permite que el coro festivo de las voces populares hagan propios los territorios de la ciudad ingrata, que muchas veces solo los acogió con cesantía, hambre, miseria y precariedad.
“Canto porque la guitarra
tiene sentido y razón”.
Los antecedentes anteriores sirven parar ilustrar el devenir de la canción popular y marcar los hitos de cómo Víctor Jara ha marcado su posición en aquel campo. Poco a poco se ha señalado su influencia del ruedo de los cantores y su aproximación al mundo de los cantantes, considerando las asimilaciones y disimilaciones de ambas vertientes de la canción popular. Aunque, la manera de vivir la palabra en verso por lo cantores, espejea aún sus trinos en la canción de Víctor Jara. Estos bemoles se desprenden del compromiso y la huella de la tradición oral en los tonos de su canto.
Ese sentimiento de compromiso y profundidad, amor y respeto, bebe agua de la vertiente del canto campesino. Oficio ancestral, transmitido por proximidad, calor, arrullo y palabra. La sistematización del canto ha sido espontánea desde la veta prístina de sus orígenes orales. Carolina Chacana (2009) orilla el oficio de los cantores al de los trovadores medievales, Francisco Astorga (2000) por otra parte, avecinda el cultivo de la décima y la copla a la misión Jesuita de Bucalemu, cuyo oficio del canto estaba ceñido a la difusión del evangelio. Las vertientes de ese canto se iluminan de la palabra acompañada de afecto y la palabra cargada de aura, en el canto a lo humano y lo divino se resumen el contenido sapiencial de la memoria social de la comunidad de los pobres, sea esta transmitida de acuerdo aspectos rituales o secularizados.
Con el suceder de los años, notables investigadores e investigadoras han realizado el trabajo de hacer un esquema de cómo el canto se manifiesta. Así, Patricia Chavarría en el Encuentro Poesía y diversidades, celebrado el año 2010, en la Universidad de Chile, manifestaba cómo en el trabajo de recolección las cantoras exponían que el canto no era una elección sino que era algo que llegaba a ellas: “Así se forma la cantora campesina, hereda una experiencia musical y un sentido ético en su quehacer, pues ella no se considera un artista para ser escuchada y aplaudida, su canto cumple una función al servicio de la colectividad” (Chavarría, 2010). De este modo, la cantora tiene una función aurática. Ella canta en ritos de bautizo, matrimonio y entierro, eventos que marcan la memoria de la vida colectiva, esa dimensión se intersecta con los ritos y la distancia de la tradición en acto. Su oficio lo cultiva cuando el canto de todos se vuelve el propio canto, como se ha reiterado junto con Violeta Parra.
Si bien ese no es el contexto de Víctor Jara, él tiene una fuerte herencia de ese mundo campesino:
En mi casa siempre había una guitarra, porque mi mamá era cantora, como decimo’ nosotros hoy día. Cantora, es decir, ella cantaba en velorio, en bautizo, en casamiento, en todo ese tipo de cosa. Esa cancione’ que se cantan en el campo, digamo’, que se aprenden, por… por generacione’. Posteriormente… ya’ cuando llegamo’ a la ciudad, etcétera, empezaron los estudios, después… me tocó… la fortuna, puedo decir, de conocer ¾a Violeta Parra¾ y eso, ha significado también algo bastante especial, para… para aclarar lo que yo tenía que hacer. (Parot, 1999)
Ese breve pasaje demuestra cómo Víctor Jara se pliega al mundo campesino mágico, analógico y religioso. El canto se le presenta desde fuera y se le manifiesta desde dentro. Su visión del canto está más cerca del campo y su profesión del canto está más cerca de la ciudad. Su verso se encumbra desde de la tradición, para hacer próxima su lejanía y renovar su aura en la ciudad.
Víctor Jara acompaña con su guitarra ritos colectivos, como se describirá en el caso de La población, ahí hará de su verso un “Canto libre” donde: “En cada eslabón [de su canto] se encuentra el de los demás”. (Jara, 1970). Su guitarra trabajadora, hace que su canto sea una pieza primordial en la articulación de una subjetividad comunitaria:
El canto es como el agua que limpia las piedras, el viento que nos limpia, el fuego que nos une, y que queda ahí, en el fondo de nosotros para mejorarnos. Para ellos sólo ha de quedar el aroma fugaz de los aplausos, los chispazos de los flash o los recortes publicitarios […] la mejor respuesta del canto es el canto como respuesta” (Víctor Jara en Quinta Rueda Nº 9, citado en Sanhueza, 79).
Así, Víctor Jara expresa su opinión respecto del canto. Su expresión viene desde dentro y describe la herencia del oficio del cantor en la emisión masiva, o en vías de ser masiva en una versión sui generis de una sociedad desarrollista, que abrazaba en cultura un proyecto popular novedoso, heredero de Violeta Parra, heredero de los cantores, los cuequeros, y también heredero de los baladistas y los comprometidos.
“Ahora no estoy solo,
porque ahora somos tantos”.
Por lo tanto, la obra de Víctor Jara implica un gran aporte en la cultura popular por generar una representación aurática de sí misma, asumiendo un lugar tenso entre tradición y modernidad donde se mezclan los saberes del cantor y el cantante. Víctor Jara proyectó su experiencia personal en el mundo del canto, donde las citas a su madre cantora y a Violeta Parra implican una trayectoria en que el oficio del cantor/cantante se hibrida para generar resonancias no fijas de lo que puede llegar a hacer lo popular. El oficio del cantor en su fragilidad estuvo en deuda de la invitación de inscribirse en el largo tiempo de la tradición. La actitud de Víctor Jara frente al oficio de la guitarra es respetuosa, serena y reflexiva ¾y más allá de aquella impresión¾ la forma en que el canto se hace de los demás es testimonio fiel de la relación del cantor y la colectividad (Chavarría).
De todos modos, ni los cantores de antaño ni Víctor Jara recusan la tradición como si fuera una repetición ingenua y reiterativa de sí misma. Por lo anterior, el canto reinventa su función en el contexto de modernización y desamparo, donde es urgente que se oiga una voz de la experiencia.
De todos modos, la afirmación de la renovación del aura es compleja. En virtud de lo anterior, el canto de Víctor Jara cumpliría ese rol porque reconoce en el oficio de los cantores el antecedente de su función. En ese sentido, el se posiciona en un lugar de enunciación muy bien definido desde la tradición, dimensión que asume al citar a Violeta Parra y a su madre como las depositarias de la autoridad para hacerle presente el canto como un don. Siguiendo esa idea, para Víctor Jara el canto proviene de otra dimensión, por decirlo de algún modo, mágica, que es fuente de los dones; que por ser entregados de forma inmotivada explicitan su deuda. En ese sentido, el aura es como el oro[13], que se atesora y brilla traído por los Reyes Magos agoreros del nacimiento de Jesús. Por lo tanto, se descubre el valor lejano y preciado del objeto, la incapacidad de poseerlo en su totalidad por su cuantía y por su inabarcabilidad[14].
De todos modos, nuestro propósito no es hacer un tratado de economías no productivas (basadas en el gasto), sino que caracterizar esa dimensión convocante del aura. En función de lo anterior, la tradición como fuente de aura implica ese legado que viene de lejos que se deja a merced de los dones del cantor, los cuales por ser una donación impagable, afectan de una deuda que instaura un estado de pérdida. En ese sentido, el don del canto representa esa imagen aurática inestable de lo ausente en su presencia, en otras palabras, el cantor tiene un donde, pero no posee un don.
Para no aumentar esta digresión, la presencia ausente de lo lejano por ser inabarcable, es un don precioso, inscrito en la fragilidad menesterosa de la religiosidad popular debido a que la pasión de Cristo establece la deuda original de la vida.
Todo lo anterior permite precisar una forma local del aura, que no es necesario que Víctor Jara la manifieste deliberadamente, debido a que ésta se expresa en sus composiciones letánicas y en su respeto y proyección de la tradición. Así, los referentes religiosos de dones y auras, son una dimensión posible de los sentidos emanados en la enunciación del canto. Ese complejo saber, Víctor Jara lo proyecta para que ese imaginario convocado se adapte a las nuevas contingencias; aunque, es importante destacar que el canto en función de los demás ¾donado en cierto sentido¾ tiene una función aurática proveniente de la religiosidad cristiana, que no es invocada como una institución sino que como una forma de vida de un pueblo, que en su oralidad no ha tenido otra palabra que la del evangelio.
En ese sentido, parte de la secularización del evangelio y del oficio del cantor, es su hibridación a posibilidades de enunciación masiva. Una canción ejemplar de esta dimensión aurática y convocante, por todos los motivos religiosos enunciados anteriormente, es “Plegaria a un labrador”. Así, Cristo, el labrador por excelencia, se convierte en una figura frágil y redentora, que interpela las diversas voluntades que presionan por una reforma agraria y por otorgar de manera justa la tierra en un país en que el latifundio se ahogó recién en los años 60’ con la animadversión de los conservadores[15].
De todos modos, este es el primer abordaje del aura, que se compromete con una dimensión relacionada estrictamente con Víctor Jara y los cantores. El segundo abordaje se relaciona con la situación histórica de los 60’ y 70’, y en especial al de las ocupaciones ilegales. Esa dimensión es un tanto más histórica, y es el escenario donde se despliega la bullente subjetividad popular, donde, La población será una explanada donde el canto se tejerá con la experiencia de los pobladores, para palpitar en las venas de quienes oyen y cantan.
En resumen, como se ha constatado a lo largo de la exposición, Víctor Jara como poeta y músico popular, llena un espacio de mestizajes y traspasos fronterizos entre las formas de la modernidad y la tradición en función de la renovación del aura. La secularización y el crecimiento sostenido de las ciudades desde el 50 al 70’, hicieron necesario este traspaso, que acompañó a cantores, cuequeros y pícaros arrabaleros a buscar sus propias formas de habitar la ciudad sin tener nostalgia por su mundo de origen. Esta fiesta inestable, entrecruzada de canciones festivas, tonadas, brindis, marchas, sones y cuecas, hacen que un grueso de prácticas culturales se vuelvan sincréticas, donde los cantores son medios cantantes y los cantantes son medios cantores.
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[1] Pontificia Universidad Católica de Chile Este documento es parte de mi tesis de Magíster en Letras, incluida en el Proyecto Fondecyt 1080492 “Luces brotaban… autorrepresentaciones de la letra en la canción popular y literatura chilena”.
[2] Parra, Violeta. “Cantores que reflexionan”. En: Últimas composiciones. Santiago: RCA Víctor, 1967.
[3] En su tesis Lira popular y ciudad. La evolución de un discurso poético de profundo raigambre tradicional, su inserción y transformación en el siglo XIX, Joyce Contreras (2009) analiza como las migraciones de fines del siglo XIX implican un proceso de socialización popular novedoso amparado en el cinturón de miseria santiaguino, especialmente barrios como Matadero, Mapocho y Matta. Considerando esos resultados, esta oleada de migrantes del 50’ recrea una sociabialidad popular marginalizada en poblaciones miserables ubicadas en el Zanjón de la Aguada, Las Barrancas, La Ribera del Mapocho y diversos lugares de alojamiento precario.
[4] Cuncumén significa murmullo de agua en mapudungún, lengua del pueblo mapuche. Esta asociación se funda el año 1955 por la destacada folklorista Margot Loyola. (http://www.cuncumen.scd.cl/Bio.html).
[5] Efectivamente, en Víctor, un canto inconcluso (Jara, 2008) se indican las recopilaciones hechas por Víctor Jara. Al respecto se ha publicado:
-Jara, Víctor (recop.). Cancionero tradicional. Santiago: Fundación Víctor Jara, 1997
[6] Existe bibliografía adicional respecto de la relación entre tradición y modernidad en música folklórica, para ello se puede consultar:
González Juan Pablo. “Llamando al Otro: construcción de la alteridad en la música popular chilena.”. En: Resonancias. N ° 1. Santiago, 1997. Pp. 60-68.
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[7] De aquella Belle époque son los tratados de Benjamin Vicuña Mackenna, que comprendía Avenida Matta como un anillo inmunológico de la ciudad habitable defendiéndose de sus confines, la ciudad pobre. Así también, Hijuna (1934) de Carlos Sepúlveda Leyton descubre el velo de esa ciudad de los pobres que se debate entre la cárcel y la escuela.
[8] Un excelente trabajo hecho por Marcela Orellana (2002) describe las características del canto al angelito dentro del Canto a lo poeta, indicando la progresión del rito y de los versos entregados por el poeta a infante muerto, cuya finalidad es ayudarlo ascender al reino celestial.
[9] Instituto de Teatro de la Universidad de Chile.
[10] Guillermo Nuñez es un artista visual chileno, fue director del Museo de Arte Contemporáneo. Exiliado en 1975, vuelve a Chile en 1987. Consultado: http://www.uc.cl/faba/ARTE/AUTORES/Nunez.html. 10 de Marzo, 2011.
[11] Woody Guthrie (1912-1967) cantante de folk afiliado a la IWW (Industrial Workers of the World), organización sindical anarquista. Guthrie trae en su guitarra inscrito: This machine kill fascists. Su mítico trabajo influencia a Bob Dylan, quien lo conoce mientras Guthrie está asilado en un Hospital psiquiátrico de Nueva York, donde posteriormente muere.
[12] De manera simultánea a la formación de la Nueva Canción Chilena, existe un grupo de cantantes conocidos como la Nueva Ola, dedicados principalmente a asimilar la música de entretención norteamericana, el rock and roll y twist por ejemplo.
[13] Esta idea proviene de dos fuentes. Por un lado de Jorge Matamala, músico y Profesor de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE), quién a propósito del aura en Víctor Jara en el Seminario Lo culto y lo Popular (Universidad de Chile. Diciembre, 2010) mencionó el paralelo del aura y el oro, con los reyes como emisarios obsequiosos de la lejanía. Idea que se ilumina retrospectivamente de la lectura de Georges Didi Huberman (1997) donde se encabalgan: aura, Laura, laurel y oro, a propósito de la obra de Petrarca.
[14] Para explorar relaciones de dones y gastos:
Bataille, Georges. La parte maldita. Precedida por la noción de gasto. Barcelona: ICARIA, 1987.
---------------------. Lo que entiendo por soberanía. Barcelona: Paidós, 1996.
Clastres, Pierre. Investigaciones en antropología política. Barcelona: Gedisa, 1996.
[15] En el siguiente libro [infra], se exponen las razones del colapso de la derecha tradicional. Su aporte refleja que su falta de proyecto político los llevó a reaccionar obcecadamente frente a medidas objetivamente progresistas como la Reforma Agraria, propuesta al alero de la Alianza para el Progreso auspiciada por los Estados Unidos.
· Valdivia Ortiz de Zarate, Verónica, “Crónica de una muerte anunciada: La disolución del partido nacional, 1973-1980”. En: Su revolución contra nuestra revolución. Vol. I. Santiago: Lom Ediciones. 2006.