CONSTRUCCIONES Y DISPUTAS EN TORNO A LO MESTIZO: CANTO A LO POETA Y BAILES CHINOS EN CHILE CENTRAL, DEL FOLKLORE A LA DIVERSIDAD CULTURAL

Ignacio Ramos Rodillo[1]

Y otra estirpe nacía en el planeta

Aparece el mestizo, el heredero de unicornios azules y catedrales

Lo coronan estepas y mares blancos

Los solsticios de junio y el sol de enero

Aparece el mestizo, el destinado

Luis Advis, Los tres tiempos de América

Introducción

Los Bailes Chinos y el Canto a lo Poeta[2] han constituido prácticas culturales e íconos tradicionales problemáticos para la configuración de un canon oficial de la cultura popular-tradicional chilena. Sobre sus orígenes históricos se ha venido desarrollado un debate casi centenario, desde la historia tanto como desde la musicología, el folklore, resultante en un corpus de enunciaciones, textos y discursos que intentan situar estas prácticas dentro de perspectivas que generalmente, se han organizado en torno a un hispanismo severo, o bien resaltando una interculturalidad considerada intrínseca a las sociedades latinoamericanas. Lo que está en juego aquí es la visibilidad de los componentes no-europeos -sean indígenas, afrodescendientes- de prácticas culturales que han sido equívocas al momento de ser categorizadas respecto de un origen cultural específico, como ha sido el caso que busco aquí presentar.

            El objetivo central de este artículo es el de realizar una revisión crítica de las principales posturas intelectuales entorno a los Bailes Chinos y del Canto a lo Poeta, desde los trabajos pioneros del historiador Eugenio Pereira Salas y del crítico y folklorista Juan Uribe Eche­varría, hasta el trabajo de especialistas contemporáneos como José Pérez de Arce, Claudio Mercado y Víctor Rondón. Es decir, averiguar cómo desde aproximadamente mediados de la década de 1930 y hasta la actualidad, ha venido desarrollándose una producción intelectual sobre la cultura tradicional chilena –sobre la identidad nacional, en última instancia-, para así sopesar cómo, en qué condiciones y bajo qué perspectivas se ha construido un cierto conocimiento respecto de lo popular-tradicional en Chile, considerando el arraigo eminentemente hispánico sobre el que el imaginario nacional ha sido levantado y sostenido, las condiciones de producción de dicho conocimiento y sus contextos sociopolíticos generales. Todo lo anterior, reconociendo desde un principio lo difícil que ha sido para la sociedad chilena, ya sea en sus representaciones, estructuras políticas, culturales o económicas, reconocer su sustrato mestizo e indígena, más bien negándolo o considerándolo marginal. Aunque, como nosotros sabemos, latente, siempre presente.

Ocultando lo mestizo

La aparición del Estado como el sujeto predominante en el desarrollo nacional, a partir del gobierno del Frente Popular, en 1938, centrado fundamentalmente en la industrialización de la economía nacional, vino aparejado de intentos por implementar un compromiso social nacional, a causa la incapacidad de cada clase para llevar adelante, por separado, el proyecto de modernización del país de manera democrática y económicamente efectiva[3]. Lo anterior se complementará en lo cultural con la expansión de la educación pública, que en el ámbito superior y de extensión tendrá su epicentro en la Universidad de Chile. En este contexto, el espacio de la música chilena devendrá uno de primerísima importancia para la configuración de una serie de prácticas, representaciones e instituciones que serán el soporte de una nueva noción de cultura e identidad chilena.

            Las reformas llevadas a cabo por el rectorado de Juvenal Hernández materializarán la vocación pública de la nueva estructura universitaria, preocupación constante por el estado de la sociedad y su conjunto, vista como una necesidad asumida tanto en el desarrollo económico del país como en su condición cultural. Hay aquí un gesto de interpelación hacia la sociedad que no descarta lo masivo y lo público. El papel de la universidad no se ajustó solamente al desarrollo de una cultura exclusivamente ilustrada, sino que quiso expandirse al más amplio espectro social posible[4]. La creación del Instituto de Extensión Musical de la misma casa de estudios, junto con la fundación del Instituto de Investigaciones Folklórico-Musicales en 1943, base del posterior Instituto de Investigaciones Musicales de 1947, instaura un programa estatal de fomento y promoción del folklore chileno en continuidad con el proyecto científico ideado por Rodolfo Lenz y la Sociedad de Folklore Chileno, hacia fines del siglo XIX. Tal continuidad vino acompañada de la vinculación de los especialistas locales a la disciplina folklórica latinoamericana, gracias a lo cual, por ejemplo, los especialistas chilenos se vieron influenciados por los lineamientos teóricos de eminentes musicólogos argentinos, como Carlos Vega y Augusto Raúl Cortázar. El último es crucial en la adopción por parte de los nacionales, de una serie de conceptos metodológicos que hasta el día de hoy son operativos: dentro de estos, el de Folklore de Proyección[5]. Este resume los resultados de la aplicación de la ciencia folklórica, bajo forma de investigación, difusión y representación –escénica, discográfica, etcétera-, en cuyos parámetros estarán integradas todas las actividades que serán desarrolladas en adelante por el contingente de folkloristas que trabajarán al alero de la nueva institucionalidad del Estado. Bajo estas condiciones, se consolida el trabajo de intelectuales y académicos que venían trabajando anteriormente, como el ya citado Eugenio Pereira Salas, Carlos Isamitt, Jorge Urrutia Blondel o Carlos Lavín.

La constitución de este acervo tradicional tuvo por objeto la conexión del público urbano con aquel enclave de la chilenidad considerado puro e invariable –por tanto, exento de historicidad-: el campesinado, que en su perspectiva no sucumbía aún a los cambios inevitablemente generados por la modernización. La orientación dada a dicha proyección fue producto del desarrollo de la ciencia folklórica al alero de la música docta nacional –esto es importantísimo[6]-, básicamente en la Universidad de Chile, y de las sonoridades aptas para la industria cultural, ambas provenientes de la tradición musical escrita, de lo cual resultó una serie de patrones ideológicos aplicados al patrimonio popular-tradicional que son generales a la fase latinoamericana de folklorización. Tales patrones se agrupan alrededor de la homogeneización del campo musical, bajo las ideas del temple sonoro y de una interpretación que solucionase los “errores” cometidos por personas que ejecutaban sus repertorios sin un entrenamiento musical adecuado, dada su condición de iletrados. Lo anterior ha sido explicado por la etnomusicóloga Ana María Ochoa, a propósito del proceso de construcción de los géneros nacionales, a lo largo del siglo XIX, el escamoteo de las diferencias regionales y la priorización de elementos identitarios que serían más representativos que otros de una pretendida comunidad nacional[7]. En este sentido, el Folklore de Proyección, por lo general, es a la vez la tradición generada y los parámetros mismos de su valoración, como ha sido en nuestro país el “hispanocentrismo” que lo ha caracterizado[8], paradigma que, no obstante abrió el espectro de la(s) música(s) tradicional(es) chilena(s) más allá del Valle Central –cubriendo todo el Norte Grande y hasta el Archipiélago de Chiloé-, no logró desprenderse totalmente de una identificación con la raigambre española, destacando en muy pocos aspectos el origen mestizo, y en muchísimo menor medida, el eventual origen indígena de varias sonoridades tradicionales del país.

Un conflicto en torno a lo anterior fue inaugurado en la oposición, durante la década de 1920, entre la escuela composicional de Pedro Humberto Allende –hispana y vallecentralista- y la de Carlos Isamitt, más marginal, quien pugnaba por la inclusión de elementos mapuche dentro de la representación de lo nacional en las obras de los compositores chilenos[9]. Este tema también fue problemático para los folkloristas, quienes debatieron entorno a la supuesta “chilenidad” de la música del Norte Grande -la cual, para Domingo Santa Cruz, como puede verse en sus artículos publicados en la Revista Musical Chilena, claramente no lo era-, y quienes nunca lograron hacerse cargo del indesmentible origen indígena y mestizo de ciertas músicas locales –por ejemplo, el “sonido rajado” de los Bailes Chinos, verdadero enigma cultural para los investigadores-. La última gran polémica en torno a este dilema fue protagonizada por Margot Loyola y la etnomusicóloga María Ester Grebe -quien en su calidad de cientista social se oponía fuertemente a los procedimientos del folklore de proyección-, entre las décadas de 1960 y 1980, en relación más que nada, a las formas en cómo debía ser enfrentado el trabajo de campo y como debían ser sus derivadas representaciones, si científicas o artísticas. En un campo representacional cruzado por tensiones como esta, y

“según este proyecto cultural, las culturas tradicionales del país fueron incorporadas a la cultura ciudadana de la época, aportando una mirada hacia el interior del país que podría compensar la adopción de referentes cosmopolitas, tanto en la cultura como en los procesos productivos y en los hábitos de los chilenos. Las culturas locales quedaron organizadas en una nueva perspectiva cultural, según claves cultas y cosmopolitas, las que seleccionaron algunos elementos a partir de la diversidad local, dibujando sobre ésta una imagen más homogénea y ordenada. Las segregaciones y ajustes aplicados al espectro folklórico favorecerían la provechosa inculcación de una identidad nacional hegemónica, que ponderaba valores orientados a la aceptación de un rol social ciudadano para los habitantes del país, el reconocimiento de la autoridad estatal, cuyo carácter democrático debía fortalecerse, como culminación de un compromiso con Chile y con su proyecto desarrollista. Lo folklórico señala, por un lado, la legitimidad cultural y simbólica del Estado, como agente principal de identificación, y por otro, la concreción de un espíritu nacional en construcción”[10]

La producción intelectual respecto a la música tradicional-popular chilena se instala como una necesidad de doble propósito: en primer lugar, la de establecer de un canon de referentes, producciones, instituciones y actores que han dado forma la historia de la música en Chile; y en segundo lugar –e íntimamente ligado a lo anterior-, la de dirigir todo este esfuerzo a la legitimación de un momento histórico en el cual la música docta debió generar los parámetros de producción y valoración de la música chilena, en un contexto de desarrollo moderno. Para este propósito, es Eugenio Pereira Salas una figura de relieve. El proyecto llevado a cabo por Domingo Santa Cruz Wilson, el gestor de la nueva institucionalidad musical chilena desde la década de 1920, demandó en su momento la necesidad de generar un discurso legitimador para esta nueva instancia de desarrollo, necesidad que vino a ser satisfecha por el historiador en dos obras de trascendencia. Se trata de Los orígenes del arte musical en Chile (1941) e Historia de la música en Chile (1850 – 1900) (1957), textos en los cuales establece una genealogía de este “arte” en el país, desde su origen precolombino y hasta la primera mitad del siglo XIX, y luego –en la segunda obra-, ya en términos de la música docta, durante la segunda mitad del mismo[11].

En un acto de autorización bastante claro, Domingo Santa Cruz establece en el Prólogo a Los orígenes del arte musical en Chile, sobre la música popular del país, que “(…) numerosos ejemplos bien escogidos dan testimonio de que nuestra unidad racial, formada por la penetración lenta de elementos hispánicos en la masa que llevaba un porcentaje de raza aborigen, ha dado formas a características musicales perfectamente definidas, a ritmos que son eminentemente típicos y que uno puede oír en cualquier medio chileno que se haya conservado sin la contaminación del canto arrabalero y ordinario que nos viene de afuera”[12]. Es de notar que la percepción general que se tiene del folklore, como parámetro de perspectiva científica y a la vez como la consideración general de la cultura popular rural chilena, es la de un espacio en el cual las mezclas culturales, es decir, el resultado del indesmentible encuentro entra las culturas y las “razas” europea y americanas en el espacio colonial –y en su pervivencia republicana-, se da bajo una perspectiva purista que en ese entonces, no derivó en un cuestionamientos respecto a la calidad o a las consecuencias visibles de dicho encuentro. Más aún, el folklore chileno fue construido a partir del hispanocentrismo que mencioné más atrás, o sea, la vinculación de la cultura nacional vernácula con referentes casi exclusivamente europeos, españoles en definitiva, generalmente sin tomar en cuenta los elementos locales –ya sean mestizos o indígenas- que son visibles en varias de las expresiones culturales de este espacio. En este sentido, la afirmación de Santa Cruz respecto a la unidad racial de los chilenos equivale a una suerte de operación de blanqueamiento que asegura, por un lado, una unidad que, en ciertos términos, resuena con la instalación de un estado de compromiso social y político, a un tiempo que insinúa la posibilidad de concebir a Chile en base a una pretendida homogeneidad cultural, que fue la representación llevada a cabo por el Folklore de Proyección.

Pereira Salas se transforma en ideólogo y portavoz de este marco conceptual y político. Asegura, a propósito a la situación de la música durante el siglo XVII, que “los grupos sociales van creando, en sus horas de esparcimiento, un lenguaje melódico propio, ciclos cerrados que tienen escaso contacto entre sí. La música aborigen, la música culta, y la música popular se desenvuelven aisladamente”[13]. Este existencia aislada es la que se ve representada en su obra y en el trabajo general del folklore: el autor determina una diferencia radical entre aquello que es histórico –la música esta signada en varios contextos de la cultura letrada, como son partituras, documentos oficiales, textos críticos, etcétera- y aquello que no lo es, pero que es reconocido en términos de “los orígenes”, de aquel ámbito protohistórico o prehistórico en el cual se da una existencia humana cuya constatación no cabe dentro de la legitimidad de lo escrito[14]. Además de este sesgo, el autor se hace parte del purismo ya alegado por Santa Cruz, determinando que el encuentro entre las músicas, en definitiva, entre las culturas hispana, indígena y negra en Chile, no es un criterio válido para una comprensión y valoración posterior de la cultura nacional.

A partir de mi trabajo como investigador en música tradicional y folklórica chilena, considero que Canto a lo Poeta y Bailes Chinos constituyen realidades problemáticas para una clasificación dentro de los parámetros del folklore científico, precisamente porque ponen en cuestión el sesgo hispanocentrista que le es intrínseco. La historiografía musical de Pereira Salas destaca por un lado que los elementos negros e indígenas estuvieron presentes en el mundo colonial –sólo en el mundo colonial-, lo que en la devoción religiosa de las cofradías implicó la inclusión de sus músicas, en un contexto transcultural[15], en el espacio de la fe y de sus demostraciones públicas. El autor considera que este espacio no es el eclesiástico, sino el de la manifestación popular y colectiva del fervor religioso, las que liga directamente como “(…) ingenuos simulacros de elementos alegóricos y pastoriles a la usanza de España, equivalentes a las procesiones que precedieron a la formación del teatro clásico (…)”, llevados a cabo por las distintas cofradías. “Gracias a ellas –a estas fiestas- los indios introducían sus supersticiones, sus ‘catimbaos’ y parlampanes’ paganos, que no resaltaban en exceso dentro del tono general de las reuniones”[16]. Pereira Salas asegura que en el proceso de la evangelización colonial, fue una decisión eclesiástica la de tolerar las prácticas devocionales que hoy dan forma a las distintas danzas religiosas populares de Chile Central, en particular la de los Bailes Chinos, prácticas que siendo realizadas por indígenas o descendientes de éstos, de otro modo tampoco pudieron ser erradicadas por la autoridad religiosa[17]. Luego, “la tradición aborigen, como hemos podido comprobar a lo largo de este libro, ha corrido paralela a la criolla, manteniéndose en un hermetismo religioso de misterio y cofradía (…)”[18]. Paralelismo, en definitiva, respecto al desarrollo de una música religiosa cuyo espacio es el catedralicio, vinculado indudablemente con la tradición escrita y con la estética sonora occidental.

De lo planteado por este autor pueden deducirse al menos dos grandes conclusiones. La primera alude a la invisibilidad de lo indígena o lo mestizo como partes constituyentes de la cultura popular-tradicional chilena, lo que he querido dejar claro, mientras que la segunda, ligada a la anterior, apunta a una comprensión de las prácticas devocionales populares y coloniales, como imitaciones, réplicas a escala o parodias de elementos “alegóricos y pastoriles a la usanza de España”. Esta percepción es idéntica a la del folklorista Juan Uribe Echevarría, también catedrático e investigador de la Universidad de Chile, quien en 1958 afirma, a propósito de los Bailes Chinos de la Provincia de Valparaíso, afirma que

“En los países en que han predominado las razas indígenas –Perú, Bolivia, México, etc.-, ocurre algo semejante. Algunos folkloristas de los países citados pretender derivar, casi exclusivamente, las danzas religiosas actuales de las danzas indígenas precolombinas (…) Cegados por un americanismo excluyente, indigenista o africanista, forjaron teorías apresuradas. Olvidaron y desconocieron una constante de integración cultural –el aporte ibérico- que siempre está presente en el gran mestizaje americano (…) España y Portugal no sólo trajeron el catolicismo y sus fechas, sino también danzas, canciones, instrumentos musicales, representaciones coreográficas de carácter religioso (…) Es indudable que en los países de gran cargazón negra y mulata se adviertan huellas africanas en las danzas religiosas. El mismo fenómeno de supervivencia se advierte en las danzas rituales de los países de fuerte raíz indígena. Lo que no puede dejarse de lado es el factor permanente, directivo y aglutinador, que nunca falta hasta fines del siglo XVIII y es de procedencia luso-hispana”[19]

El libro de Uribe Echevarría –indispensable por su carácter señero- puede ser leído como la comprobación de una tesis por la cual, la totalidad de estas expresiones tradicional-populares no serían más que traslaciones de formas devocionales hispánicas en el concierto americano. Paradojalmente, el autor no descarta la existencia de mestizaje en estas expresiones religiosas, pero su postura es hacia enfatizar, destacar y potenciar el componente europeo por sobre aquellos negros e indígenas, componente europeo que, da la impresión, hace las veces de la argamasa cultural e histórica clave para la conformación de estas cofradías y sus bailes[20].

¿Cómo podría interpretarse lo enunciado por Pereira Salas y Uribe Echevarría? La historia del Estado nacional chileno, estructura de la cual ambos son empleados y adalides –en el sentido que se dan a su representación desde el espacio académico-, y desde fines del siglo XIX, tras la anexión del Norte Grande y la “Pacificación” de la Araucanía, es a un tiempo la historia de una nación, de una configuración étnica y cultural que ha reducido al indígena en tanto problema nacional –se trata tan sólo de un problema territorial que ha de solucionarse mediante la colonización blanca- y que lo ha condenado a habitar en los extramuros de la ciudadanía y de la civilidad, en una suerte de actualización oblicua de la ya clásica oposición de civilización y barbarie[21]. Es así como se configura, desde esta perspectiva, una “(…) frontera pensada, vivida social y culturalmente (…) entre un nosotros (occidental, blanco, cristiano) y ‘ellos’ (aún salvaje, bárbaro, reacio al progreso y cargado de aquellas lacras sociales que no se deseaban en las sociedades propias)”[22]. Es decir: es configurado un discurso que no obstante intenta dar cuenta de las aspiraciones social, política y culturalmente inclusivas del Estado desarrollista, no puede dejar de ser excluyente –en cierto sentido, no puede dejar de ser eurocéntrico- respecto a un componente de la nación chilena, el indígena y el mestizo, que no se considera todo lo moderno y civilizado que debería ser[23].

Develando lo mestizo

La noción de mestizaje se ha utilizado regularmente para representar armonías sociales irreales en las sociedades latinoamericanas, las que figuran “(…) como tersos y nada conflictivos espacios de convivencia”[24]. Enfrentamos un discurso académico que, en base a sus implicancias políticas, tienden a naturalizar un estado de la cultura nacional, por así decirlo, en el cual las diferencias sociales son suspendidas en su conflictividad inherente, para de esta manera naturalizar también las jerarquías entre una cultura hispánica hegemónica, que no quiere verse alcanzada por perspectivas que hagan visibles su mezcla, su convivencia siquiera, con legados y prácticas culturales presentes de índole indígena o mestiza. A lo más se le concede el beneficio de lo pretérito, como bien lo destaca Benjamín Carrión, quien ve para el imaginario de la chilenidad, la pervivencia de una memoria indígena –memoria de factura republicana, por cierto-, celebrada como la forjadora de la idiosincrasia chilena, de por sí guerrera, tal como “fuera” el araucano, único pueblo americano que resistió por tres siglos el avance del Imperio Español[25]. Ahora, para negativizar esta situación, haría falta sofisticar el repertorio conceptual. En un contexto como este, donde la univocidad de los orígenes culturales es obtusa –obtusa en el sentido de contradictoria, pues por un lado ensalza un pasado indígena, mientras que por el otro borra todo rastro de este en el tiempo presente-, es necesaria una polarización de los referentes en tensión, de modo que la constitución de una cultura oficial como proyecto de identidad nacional, proceso llevado a cabo bajo la rúbrica del Estado desarrollista, sea efectivamente considerada en vistas a la alteridad implícita a toda operación de identificación.

En este contexto discursivo, tal alteridad no es destacada en relación a las vinculaciones, a las filiaciones internas del espacio nacional. Una alteridad operante que haga efectiva esta espacialidad de la cultura, necesariamente se da en relación a la presencia de una nacionalidad “otra”, con quien se convive en un vínculo liminar, fronterizo. No obstante el trazado de una frontera interna colonial -como fue en la Araucanía-, frontera que luego fuera derribada por el Estado republicano durante el siglo XIX, el Folklore de Proyección no constituyó un repertorio de representaciones claras para advertir la presencia de pueblos indígenas dentro del ámbito de la nacionalidad: su reflejo, su doble opuesto en la alteridad la constituyó una nacionalidad “otra” con la cual era necesario diferenciarse para reconocerse como si misma. En vistas a lo anterior, una problematización de este escamoteo podría plantearse por medio del giro conceptual que Carmen Bernard propone para un estudio del mestizaje en el contexto colonial. Trasponiendo lo que la especialista plantea para ese pasado en un contexto postcolonial como el que aquí trato, sería efectivo abordar el tópico de “lo mestizo” reconociendo la existencia de “un mestizo” cuya experiencia de vida, cuya posición de enunciación, cuyas prácticas expresan la presencia de ese otro negado por la cultura oficial del Estado desarrollista[26].

Es de este modo necesario, entonces, abordar al sujeto mismo, al “mestizo” antes que al “mestizaje”, es decir, reducir la óptica de observación y concentrar la mirada en los sujetos, sean individuales o colectivos, que perpetúan las prácticas culturales que han resultado del encuentro transcultural. Para algo así, los cantos de cisne del Estado nacional habrán de ser escuchados. Lo que se ha dado en destacar como el gran marco desde el cual deberían ser interpretados los fenómenos culturales, y desde hace algunas décadas, la “globalización” o la “mundialización” de la economía, de la política y de los sistemas de producción simbólica y de distribución de los bienes culturales, han propiciado la irrupción de la mezcla, de la fusión, en fin: de una problemática multiculturalidad que de un lado se vanagloria de producir la mayor cantidad posible de mezclas e hibridaciones –con lo cual, una noción siquiera de identidad es desechada de suyo-, o bien, que de otro lado reivindica radicalmente identidades locales, étnicas, inmigradas e incluso nacionales, precisamente en oposición a la uniformización de la cultura que de la globalidad multicultural es fruto inevitable[27]. La ilusión de la diversidad denunciada por Gruzinski –diversidad que de todas maneras, no podrá asimilar todas las expresiones que se oponen a este orden contemporáneo[28]- posiblemente sea quizás no solucionable, si bien compensable a través de una subjetivización de lo mestizo, por la cual la pregunta en torno a lo identitario no pase necesariamente por la pertenencia o no a una comunidad nacional, o bien a la sujeción a una ciudadanía política específica –sea esta operativa o no-, sino que más bien, todo pase por identificar a los sujetos y a los procesos por los cuales, la mezcla cultural se haya dado en contextos específicos.

Desde esta óptica, la labor desarrollada por el museólogo e investigador José Pérez de Arce, por el antropólogo Claudio Mercado, y en menor medida por el musicólogo e historiador Víctor Rondón, es importantísima. Desde la década de 1980, su vinculación académica a una institución privada, el Museo Chileno de Arte Precolombino –para el caso de Pérez de Arce y Mercado-, y el contexto dictatorial en el cual “lo nacional” ha caído en desgracia frente una noción de lo cultural mucho más ajustada a esta nueva escala -lo global en tensión con lo local- sus trabajo se ha venido desarrollando en una serie de publicaciones, que pueden ser considerados una enmienda a lo que el Folklore de Proyección desarrolló hasta al menos, el Golpe de Estado de 1973. Ya en la década de 1990, la labor de los investigadores, desde la organo­logía, la etnografía, la musicología clásica, el estudio de la evangelización americana, entre otras perspectivas, concatenó en una atención hasta el día de hoy constante por los chinos, por los cantores, poetas populares y payadores de Chile Central.

Afrontando el espacio de lo tradicional-popular, Pérez de Arce, Mercado y Rondón reconocen la obra de Pereira Salas y Uribe Echevarría. Desafiando uno de los rasgos más caros al Folklore de Proyección, que es su interés casi exclusivo por los objetos y repertorios, a costas de un interés por los cultores mismos -llamados así “informantes”-, los investigadores centran parte importante de su atención en aquellos, personas reales en un mundo real, que ejercen una identidad particular, sea china o de cantora a lo poeta, en un contexto global donde tal ejercicio es un asunto delicado. En este sentido, anota Víctor Rondón, la lejanía indígena para el Chile Central es temporal -más allá de la Conquista- y espacial -más allá de los desiertos, quebradas del norte y archipiélagos del sur del país-. Lo indígena es remoto y poco significativo para nuestro tiempo presente, en resumen. “Esto ha provocado una suerte de invisibilidad de lo indio en las investigaciones fundacionales sobre música y danza tradicionales en contextos rituales (…) produciendo un conocimiento sesgado e incompleto”.

La apertura de estos temas viene de la mano de la etnohistoria, que ha visibilizado un sinnúmero de aspectos de la historia indígena del Chile Central[29], de modo que la superación del folklore científico a causa de la adopción de otras filiaciones disciplinares –más crítica, por cierto-, se instaura como una de las claves del trabajo de los autores. Tales filiaciones implicaron la realización de un seguimiento a estas prácticas, seguimiento que se sumerge en el proceso de evangelización colonial y pasando también al siglo XIX. Rondón, quien antecede desde la historiografía los planteamientos posteriores de Pérez de Arce y Mercado, concluye que el carácter nominal, superficial de la evangelización de los contingentes indígenas y mestizos de Chile Central, se condice con la inclusión de elementos rituales no-cristianos en de la ritualidad católica, que si bien son considerados dentro de un marco donde lo hispánico es hegemónico –siguiendo la noción de mestizaje planteada por Uribe Echevarría-, al menos dan cuenta de la “dudosa ortodoxia” [30] de este catolicismo mestizo e indígena, rural y popular, que es continuo hasta los tiempos presentes. Por otro lado, la potencia con que estas tradiciones han sobrevivido y se han mantenido vigentes a pesar de la modernización del país, se ve paradojalmente reflejada en el silencio de la documentación oficial, que toleró la práctica de estos ritos dentro de un contexto canónico, pero ignorándolos, incluso hasta el día de hoy. Entonces, este bosquejo histórico del cuál sólo puede decirse lo que el silencio no logró cubrir, a falta de la tan preciada documentación, ha sido formado de lado y lado, por la ineficacia de la evangelización colonial y por la autonomía, en un mismo sentido, de la que gozaron mestizos e indígenas –en el contexto de la doctrina y de la encomienda-, que les permitió introducir elementos propios en una red de relaciones transculturales.

Aquella “dudosa ortodoxia” no es entendida aquí como la doctrina católica mal asimilada o deformada por una rebelde apostasía. Es de suyo, desde la perspectiva acá planteada, toda un cúmulo de tradiciones músico-rituales ignotas, precolombinas y coloniales, que se hallan en un contexto histórico disciplinariamente comprobable en, por ejemplo, lo que Mercado y Pérez de Arce llaman “sonido rajado”[31], fenómeno cultural coexistente la hegemonía católica. Este concepto, da cuenta del esfuerzo de los autores por comprender el fenómeno sonoro y corporal implícito al Baile Chino, que se distancia notablemente de los cánones sonoro-religiosos occidentales desde los cuales se intentó primeramente enfrentar este asunto[32]. Pérez de Arce, en esta perspectiva, quiere dejar en claro esta distancia: “La música, como ordenamiento cultural de los sonidos de acuerdo a un criterio estético, tiene dos polos: uno es la voz, que es su vehículo privilegiado, y el otro es lo que nosotros llamamos ‘ruido’, es decir, aquello que aprendemos a no escuchar. La distancia y la significación de ambos polos, sin embargo, ha variado muchísimo de una cultura a otra y, sobre todo, entre las antiguas culturas indígenas y la nuestra, urbana”[33]. El sonido emitido por las flautas chinas en el contexto ritual, basado en un “(…) concepto armónico vertical, en que dos grandes masas de sonidos se suceden unas a otras, formando un espacio con una inmensa gama de sonidos superpuestos (…)”, que si bien puede parecer monótono y musicalmente pobre, está repleto de “(…) sutiles variaciones en cuanto a las maneras de tocar”[34], da cuenta de una valorización cultural del sonido que, sobre todo, no lo separa de otros procesos psicosomáticos, como bien acontece según los cánones occidentales. Los autores reconocen, en consecuencia la necesidad de superar las categorías sonoras occidentales para abordar este fenómeno.

La unidad de baile y música, esfuerzo físico y saturación sonora, es clave para entender esta expresión como un ritual de trance, de alcance y goce de otros estados de conciencia, estados que la doctrina católica no reconoce como instancias de fe y devoción. Precisamente, enfatizar el carácter no-europeo de este tipo de sonoridades, prácticas y musicalidades, en la cual radica su originalidad, no se justifica si no es a través del contexto ritual y sacro en que se desarrolla: la fiesta religiosa, espacio transcultural en propiedad. Pérez de Arce, Mercado y Rondón son enfáticos al declarar que acontecido en este contexto tiene larguísima data. La ritualidad indígena del Chile Central es consignable en los grupos pikunches o en lo que la antropología llamó “Cultura Aconcagua”, complejo que se desarrolló entre el 900 y el 1400 de nuestra era en la cuenca del mismo nombre. De esta cultura se han conservado flautas de piedra muy similares a las actualmente interpretan los Chinos: “ellas forman parte de un proceso de desarrollo músico-ritual, que abarcó una gran área de Los Andes del Sur (…)”, y cuyos primeros antecedentes se encontrarían en la Cultura Paracas, situada en el sur del Perú, hacia el año 500 antes de Cristo. La Cultura Aconcagua ocupaba el espacio delimitado por el río homónimo y el Maipo, separando dos zonas culturales claras, la mapuche al sur y la diaguita al norte, zonas que ejercieron influencia sobre este espacio local. “Los antecedentes recopilados indican que en la región de Chile Central, durante el período Aconcagua, llega proveniente del norte una influencia cultural cuyos rituales incluyen el ‘sonido rajado’ (…)”[35], señala Claudio Mercado.

Atravesando tanto el proceso de mestizaje precolombino como postcolombino, Mercado afirma que hay continuidad entre los ritos y la estética sonora aconcagüina y los Bailes Chinos de la actualidad, no obstante no se sepa nada respecto a sus formas rituales antiguas y sobre su posterior trayectoria tras la implantarse la dominación colonial. “La influencia española se hace notar en el contexto católico general en que se inserta el ritual, en la divinidad y santos venerados, las fechas de las celebraciones, y en los aspectos de comunicación verbal con la divinidad (…) El cantante, ahora llamado alférez, organiza la métrica de su canto según los cánones españoles de cuartetas y décimas, y el idioma usado es el español”[36]. Aquí, Mercado aclara una vinculación entre el canto de alféreces de chinos y cantores, poetas y payadores, que aunque real no ha sido destacada con fuerza.

Al desoír el imperativo escritural, historicista que determinó el trabajo de los folkloristas –para quienes la reconstrucción de la historia musical chilena pasaba por obedecer a la omnipotencia del documento-, Pérez de Arce logra vincular una componente basal del Canto a lo Poeta, el guitarrón chileno[37], con la tradición indígena en que los especialistas sitúan a los Bailes Chinos. El guitarrón chileno se trata para él de un logro tecnológico y estético de sujetos inmersos en una fase de mestizaje, que se desarrolló a lo largo de la Colonia y hasta que en el siglo XIX, momento en que finalmente es consagrado en el instrumento que conocemos hoy en día.

“Este tipo instrumental fijo, complejo plenamente desarrollado debió pasar por muchas etapas intermedias antes de llegar a su actual estado. Una especie organológica así de desarrollada, estable y diferente en todos sus atributos no es fruto de azar, ni fue inventada por un individuo aislado, sino que necesariamente se debe a una tradición en que tras sucesivos afinamientos y traspasos va fijando los patrones estructurales en todos sus múltiples detalles (…) Su complejidad y la fijación de todos sus rasgos nos hablan de un instrumento que alcanzó un grado tal de evolución que no puedo avanzar más, quedándose fijo en su propia perfección”[38]

La evangelización jesuítica, cuyos rasgos musical son claves, el marco sociocultural del Canto a lo Poeta, a ojos de Pérez de Arce se habría fusionado en este instrumento con elementos indígenas que también responden a la estética surandina, la polifonía presente en el “sonido rajado”. Una serie de categorías estéticas que hacen parte de este artefacto cultural –homogeneidad, saturación sonora, proliferación de armónicos, preferencia por la armonía antes que por la melodía, etcétera- están presentes en el Ande boliviano y peruano, en distintas orquestas de flautas, “(…) lo cual nos habla de su antigüedad y de su vinculación con la expresión local de identidad”[39], dice el autor. De modo que logra así vincular la constitución organológica del guitarrón chileno con la persistencia postcolombina de la Cultura Aconcagua, en su encuentro con las formas poéticas traídas por los españoles, de un modo similar a como el canto de alféreces, elemento hispánico, se fundió con el sonido de las flautas y el baile como formas de experiencia religiosa no-occidental[40]. Precisamente, aludiendo a la autonomía relativa de la habrían gozado las comunidades indígenas y mestizas de Chile Central en el contexto de su evangelización, Pérez de Arce determina que la capacidad creativa y tecnológica de los antiguos artesanos forjadores del guitarrón, resultó en la adaptación de la guitarra española a los criterios estéticos presentes en su cultura –y no al revés-, en el espacio geográfico y temporal del cual surgieron posteriormente las dos tradiciones aludidas en este artículo. Lo anterior, alegando a que la dispersión histórica del guitarrón, desde el río Elqui hasta el Cachapoal, es a la vez la dispersión histórica de los Bailes Chinos[41].

Conclusiones

Las conclusiones a las que llegan Pérez de Arce, Mercado y Rondón permiten constatar una continuidad y una persistencia tales, que insertan a Bailes Chinos y al Canto a lo Poeta en una tradición indígena de carácter milenario, vinculada a prácticas religiosas de una misma antigüedad. Prácticas y tradiciones, en definitiva, que hasta el día de hoy son persistentes, reivindicando, actualizando y visibilizando la existencia de lo indígena en el Chile Central, espacio concebido blanco, hispano y convencionalmente católico, según un imaginario nacional oficial. La producción intelectual de estos autores, si bien no se hace cargo intensa y conceptualmente de este problema, instala los temas relativos a lo mestizo, al mestizo y al mestizaje, a sujetos, procesos y dilemas culturales, en un espacio geográfico, temporal e imaginario que fue apropiadamente blanqueado por una nacionalidad que desde hace tiempo viene negando su faz morena. Las resistencias y negociaciones dadas entre la estructura hegemónica del Estado español, la Iglesia Católica y luego entre el Estado nacional chileno y los grupos indígenas y mestizos, y las apropiaciones llevadas a cabo por los últimos, para Pérez de Arce, Mercado y Rondón, develan una pugna por construir y preservar una identidad propia, local y regional. Y esto porque, proporcionando el contexto aconcagüino y vallecentralino a Canto a lo Poeta y Bailes Chinos, los desmarcan en términos de lo nacional hacia lo local, y además porque ligando estas expresiones con la tradición polifónica surandina, con su estética no-occidental y de origen precolombino, asimismo lo desmarcan pero ahora en una perspectiva regional, transnacional si quiere así decirse.

El trabajo de estos tres autores puede entenderse, desde una perspectiva general, como un esfuerzo por rescatar a y generar conocimiento sobre unos sujetos mestizos, o dicho de otra manera, sobre la dimensión historiográfica, antropológica y musicológica de estructuras y procesos de subjetivación. La superación epistemológica, tanto de la sonoridad occidental como marco universal de comprensión cultural, como del espacio de la nacional en tanto patrón exclusivo de comprensión cultural y política, instalan sobre un eje la necesaria pregunta sobre lo mestizo y lo indígena, y sobre el otro, dan cuenta de las tensiones que se suscitan entre lo nacional y lo local, y entre éste y lo global. Lo anterior, presentando el trasfondo autóctono previo y simultáneo al desarrollo de estas manifestaciones, como lo mestizo en sí, estableciendo la filiación de los Bailes Chinos con tradiciones chamánicas de alcance continental, pero sobre todo dejando claro que la Cultura Aconcagua ya era fruto de un mestizaje entre la cultura mapuche y el complejo surandino, que influenciaron poderosamente al Chile Central precolombino. Entonces, diversidad sobre diversidad cultural, desde un pasado remoto y hasta nuestros días.

José Pérez de Arce afirma así que “(…) Chile es una nación multicultural (…)”, y en el reconocimiento de tal carácter, “(…) no es sólo un deber ético y cultural el conocer este aspecto de nuestra identidad, sino que en su conocimiento y aceptación reside un componente esencial para lograr equilibrar cultura y medio ambiente”[42]. Una valoración tal de lo indígena implica su inclusión dentro de una alteridad, cuya presencia es clave para, al menos, dar cuenta discursivamente de la multiculturalidad de la nación, alteridad que si bien es negada en un primer momento –cuando Pereira Salas y Uribe Echevarría desplazan el espacio de lo nacional hacia lo hispánico-, ahora debe ser enfatizada trayendo lo local, y lo nacional también, al ámbito de lo indígena y lo mestizo. Esta operación validante ubica lo indígena como un referente cultural de por sí, para que la sociedad, inspirándose en este, afronte de manera distinta dilemas y problemas de su tiempo presente[43]. Ahora, la presencia contemporánea de lo indígena y de lo mestizo es así presentada por los autores como un campo de disputas, en términos de las eventuales construcciones y representaciones que se puedan llevar a cabo en torno a Bailes Chinos y Canto a lo Poeta, pero también como un espacio contingente de disputas políticas, en el cual la hegemonía del culto católico oprime y trata de apropiarse las devociones populares expresados en estas formas musicales y de baile, y en las festividades que los propios vienen sosteniendo y celebrando desde hace siglos.

A partir de las desproporciones existentes entre autoridad eclesial y devoción popular, Mercado se pregunta, “en América el catolicismo se impuso sobre un sistema cosmogónico muy fuerte, y nunca logró reemplazarlo. ¿Están aún los tiempos para seguir insistiendo? Creo que no”[44]. Los conflictos existentes con la Iglesia Católica son una constante en la relación que la devoción popular mestiza debe mantener con la oficialidad de las culturas nacionales y, en este caso, religiosas. La colonialidad intrínseca a la presencia de la Iglesia en el campo de la fe popular, es decir, su voluntad de controlar y reglamentar constantemente el actuar de los miembros menos ortodoxos de su doctrina –en base a una pretendida superioridad cultural-, por así decirlo, persiste en actualizar problemas que de seguro, la red de relaciones transculturales que fueron el contexto de formación de Bailes Chinos y Canto a lo Poeta ya significaba para los cultores. Es, de este modo, la rearticulación de una voluntad de poder que pretende organizar este culto en función de intereses institucionales –como Mercado deja claro en su artículo-, perfectamente podría considerarse como uno de las expresiones más claras del desconocimiento, en algunos casos de la negación que se hace respecto al pasado y al presente indígena y mestizo con el cual convivimos en el país, el que también, subrepticiamente, es constitutivo de nuestra identidad, y de no ser así, de nuestra idiosincracia, de nuestro lenguaje y de una serie enorme de rasgos que caracterizan nuestra cotidianidad. ¿Será que la única posibilidad de aceptar, por medio de las prácticas y tradiciones que aquí traté, el carácter mestizo de nuestra vida nacional y local, sea reconociendo en lo específico, la conflictividad política y cultural que ha estado presente en toda instancia de mestizaje y de interculturalidad?

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[1] Licenciado en Historia por la Universidad de Chile. Investigador Adjunto al Centro de Documentación e Investigación Musical (CEDIM), Departamento de Música y Sonología, Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Magíster © en Estudios Latinoamericanos, Centro de Estudios Latinoamericanos, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Texto escrito entre los meses de noviembre y diciembre de 2009.

[2] En vista a la extensión de este trabajo, he decidido no explicar en detalle en qué consisten los Bailes Chinos y el Canto a lo Poeta en Chile, además porque ya existen bibliografías, discografías y filmografías bastante abundantes como para poder adentrarse en estos temas cómodamente. De hecho, parte importante de los textos que presento aquí tienen por objetivo introducir al gran público en estos tópicos. Destaco en tal sentido Con mi humilde devoción. Bailes Chinos en Chile Central de Víctor Rondón y Claudio Mercado (edición de Carlos Aldunate, Museo Chileno de Arte Precolombino, Santiago, 2003) y Renacer del Guitarrón Chileno de Francisco Astorga y Juan Bustamante (Asociación Nacional de Poetas Populares y Payadores de Chile –AGENPOCH-, Rancagua, 1996).

[3] LARRAÍN, Jorge: Identidad chilena. Santiago: LOM Ediciones, 2001, p. 103.

[4] SANTA CRUZ A., Eduardo y SANTA CRUZ G., Luis Eduardo: Las escuelas de la identidad. La cultura y el deporte en el Chile desarrollista. Santiago: LOM Ediciones, 2005, pp. 53-56.

[5] “(…) Manifestación producida fuera de su ambiente geográfico y cultural, por obra de personas determinadas o determinables, que se inspira en la realidad folklórica cuyo estilo, formas o carácter trasuntan y reelaboran en sus obras e interpretaciones, destinadas al público en general, preferentemente urbano, al cual se transmiten por medios mecánicos e institucionalizados, propios de la civilización presente en el momento que se considere -por ejemplo, obras literarias y dramáticas, de inspiración folklórica, escritas por autores determinados; audiciones de radio y televisión; industria de estilo artesanal; la danza de salón o de espectáculo; la moda, etcétera-“. DANNEMANN; Manuel: “Teoría folklórica. Planteamientos críticos y proposiciones básicas”. En VV.AA., Teorías del folklore en América Latina. Caracas: Instituto Iberoamericano de Etnología y Folklore del Centro Multinacional del Programa Regional de Desarrollo Cultural de la OEA, 1975, p. 25. En el esquema de Cortázar hay por lo menos dos niveles más, cuya descripción no es atingente a los objetivos de este trabajo.

[6] GONZÁLEZ, Juan Pablo y ROLLE, Claudio: Historia Social de la Música Popular en Chile, 1890 – 1950. Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile / Fondo Editorial Casa de Las Américas, 2005, p. 411.

[7] OCHOA, Ana María: Músicas locales en tiempos de globalización. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2003, pp. 85-89.

[8] TORRES, Rodrigo: “Prólogo”, En Rodrigo TORRES (editor), Aires Tradicionales y Folklóricos de Chile. Santiago: Universidad de Chile, Facultad de Artes, Centro de Documentación e Investigación Musical, 2005, p. 14.

[9] GONZÁLEZ y ROLLE: Historia Social de la Música Popular en Chile, 1890 – 1950, p. 387.

[10] LEÓN VILLAGRA, Mariana y RAMOS RODILLO, Ignacio: “Sonidos de un Chile Profundo. Hacia un análisis crítico del Archivo Sonoro de Música Tradicional Chilena en relación a la conformación del Folklore en Chile”. En Revista Musical Chilena, año LXIII, número 210 (en prensa). . Santiago: Departamento de Música y Sonología, Facultad de Artes de la Universidad de Chile.

[11] Se trata en el fondo de una trilogía finalizada con La Creación Musical en Chile. 1900 – 1951 (1952) del musicólogo español avecindado en Chile, Vicente Salas Viu. También empleado en el Instituto de Investigaciones Musicales de la Universidad de Chile, se dio a la tarea de continuar con el trabajo comenzado por Pereira Salas. Esta investigación pasa revista a los máximos compositores doctos de Chile, y a los procesos y parámetros estéticos implicados en su producción.

[12] SANTA CRUZ, Domingo: “Prólogo”. En Eugenio PEREIRA SALAS, Los Orígenes del Arte Musical en Chile. Santiago: Publicaciones de la Universidad de Chile, 1941, p. XII.

[13] PEREIRA SALAS, Eugenio: Los Orígenes del Arte Musical en Chile. Santiago: Publicaciones de la Universidad de Chile, 1941, pp. 18-19.

[14] Este mismo criterio es comprobable en otra connotada obra histórico-musicológica. Se trata de Oyendo de Chile del musicólogo Samuel Claro Valdés (Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1979), texto donde la música indígena –que en ningún caso cabe dentro de un contexto de encuentro cultural con músicas de otras raíces culturales- queda en un pasado precolombino, más allá de que exista en la actualidad, en el quehacer culturas de los pueblos originarios del territorio nacional. Son, efectivamente, “músicas prehistóricas”.

[15] Lo transcultural conceptualiza “(…) relaciones que usualmente implican condiciones de coerción, radical desigualdad e insuperable conflicto”. Mary Louise Pratt designa a este proceso como la transmisión de materiales por parte de una cultura dominante a una dominada, donde la segunda lleva a cabo apropiaciones, selecciones y reelaboraciones de los mismos. PRATT Mary Louise: Ojos Imperiales. Literatura de viajes y transculturación. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 2007, pp. 26-27.

[16] PEREIRA SALAS, Los Orígenes del Arte Musical en Chile, p 19.

[17] PEREIRA SALAS, Ob.cit., pp. 180-181.

[18] PEREIRA SALAS, Ibídem., p. 170.

[19] URIBE ECHEVARRÍA, Juan. Contrapunto de Alféreces en la Provincia de Valparaíso. Santiago: Ediciones de los Anales de la Universidad de Chile, 1958, p. 8.

[20] Por ejemplo, a causa de las vinculaciones existentes entre el canto de alféreces de Bailes Chinos y el Canto a lo Poeta, Uribe Echevarría acude al filólogo español Martín de Riquer para explicar las dinámicas poéticas de este asunto, en relación a la poesía de los trovadores de la Edad Media europea. URIBE ECHEVARRÍA, Contrapunto de Alféreces en la Provincia de Valparaíso, p. 15, nota al pie nº 26.

[21] MARTÍNEZ C., José Luís, Nelson MARTÍNEZ B. y Viviana GALLARDO P., “Presencia y representación de los indios en la construcción de nuevos imaginarios nacionales (Argentina, Bolivia, Chile y Perú, 1880-1920)”. En Alejandra CASTILLO, Eva MUZZOPAPPA, Alicia SALOMONE, Bernarda URREJOLA y Claudia ZAPATA, Nación Estado y Cultura en América Latina. Santiago: Ediciones Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 2003, pp. 197-199.

[22] MARTÍNEZ C. et al., “Presencia y representación de los indios en la construcción de nuevos imaginarios nacionales (Argentina, Bolivia, Chile y Perú, 1880-1920)”, p. 212.

[23] MARTÍNEZ C., José Luís, Nelson MARTÍNEZ B. y Viviana GALLARDO P., “’Rotos’, ‘cholos’ y ‘gauchos’: la emergencia de nuevos sujetos en el cambio de algunos imaginarios nacionales republicanos (siglo XIX)”. En Alejandra CASTILLO, Eva MUZZOPAPPA, Alicia SALOMONE, Bernarda URREJOLA y Claudia ZAPATA, Nación Estado y Cultura en América Latina. Santiago: Ediciones Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 2003, p. 162.

[24] CORNEJO POLAR, Antonio, “Mestizaje e hibridez: los riesgos de las metáforas”. En Cuadernos de Literatura nº 6. 1997: Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, p. 6. De modo similar, la antropóloga Verena Stolcke afirma que “(…) la noción de ‘mestizaje’ (…) no indican ninguna tolerancia o ceguera por las discriminaciones socioculturales o raciales, sino que en su lugar, las refuerzan”. STOLCKE, Verena, “Los mestizos no nacen, se hacen”. En Verena STOLCKE y Alexandre COELLE (editores), Identidades ambivalentes en América Latina (siglos XVI – XXI). Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2008, p. 50.

[25] CARRIÓN, Benjamín, “El mestizaje y lo mestizo”. En Leopoldo ZEA (coordinador), América Latina en sus ideas. Siglo XXI Editores / UNESCO, México DF, 1993, p. 386.

[26] “Para que la noción (de mestizaje) sea operacional es necesario partir de la persona misma del mestizo, como híbrido de dos ‘razas’ o ‘naciones’, que se conciben como entidades intrínsecamente distintas, y sustentador de una visión del mundo y de una práctica susceptible de ser interpretada desde dos puntos de vista, necesariamente antagónicos, puesto que derivan de una situación de dominación”. BERNARD, Carmen, “Mestizos, mulatos y ladinos en Hispanoamérica: un enfoque antropológico de un procesos histórico”. En Miguel LEÓN-PORTILLA (coordinador), Motivos de la antropología americanista. Indagaciones en la diferencia. Fondo de Cultura Económica, México DF, 2001, p. 106.

[27] GRUZINSKI, Serge, El pensamiento mestizo. Barcelona: Paidós, 2000, pp. 15-16.

[28] GRUZINSKI, El pensamiento mestizo, pp. 16-17.

[29] RONDÓN SEPÚLVEDA, Víctor, “La herencia indígena en la música y ritualidad rural de Chile Central”. En Carlos ALDUNATE DEL SOLAR (editor), Con mi humilde devoción. Bailes Chinos en Chile Central. Santiago de Chile: Museo Chileno de Arte Precolombino, 2003, p. 11.

[30] RONDÓN SEPÚLVEDA, “La herencia indígena en la música y ritualidad rural de Chile Central”, p. 15.

[31] El “sonido rajado”, denominación que los propios chinos utilizan para llamar a la “música” que interpretan, señala la estética sonora que ellos ejercen. La configuración organológica de la flauta china –de tubo compuesto, que da dos notas disonantes-; su utilización de manera orquestada en los Bailes, con decenas de flautas y bailarines; su vinculación esencial con el trance como vehículo de acceso a lo sagrado, con hiperventilación y esfuerzo físico durante largos períodos de tiempo; en definitiva, la experiencia psicosonora que todo este complejo cultural constituye, implica en primer lugar, una estética sonora no-occidental en un contexto mestizo, a la vez que la reivindicación de una identidad que se reconoce igualmente mestiza. Es de notar que la consideración hispanocentrista sobre los Bailes Chinos se concentró en la figura del alférez, jefe o “abanderado” del Baile, quien se encarga de improvisar las coplas que son cantadas en cada una de las festividades religiosas. Esta figura, quien se hace parte tangencialmente de la tradición del Canto a lo Poeta, es el indiscutible componente hispánico que fue rescatado por los investigadores más antiguos, en detrimento de su parte indígena.

[32] Por ejemplo, Uribe Echevarría refiriéndose a las características sonoras de los Bailes Chinos, específicamente a las flautas: “Estas flautas son variantes de la pifilka araucana. Se hacen de una caña cortada, de mayor a menor, para darles el son (…) Dan sólo dos notas: una grave y otra aguda. Producen un sonido extrañísimo y angustioso, salvaje, como de pájaros marinos asustados. El ritmo es lento, respiratorio, monótono”. ¿”Pájaros marinos asustados”? ¿Según un temple sonoro occidental? Si es así, de acuerdo, pero de todas formas, de la opinión no informada a la opinión peyorativa hay un solo paso. URIBE ECHEVARRÍA, Contrapunto de Alféreces en la Provincia de Valparaíso, p. 16.

[33] PÉREZ DE ARCE, José, Música en la piedra. Música prehispánica y sus ecos en Chile actual. Santiago de Chile: Museo Chileno de Arte Precolombino, 1995, p. 13. Para una reflexión muy estimulante sobre las implicancias culturales de la oposición sonido-ruido, o sobre las vinculaciones entre música y espacio ecosonoro, y vinculadas al tema acá tratado, ver Música Mapuche del mismo autor (Santiago, Museo Chileno de Arte Precolombino / Revista Musical Chilena / Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, 2007).

[34] MERCADO MUÑOZ, Claudio. “Chineando en el Aconcagua”. En Carlos ALDUNATE DEL SOLAR (editor), Con mi humilde devoción. Bailes Chinos en Chile Central. Santiago de Chile: Museo Chileno de Arte Precolombino, 2003, p. 25.

[35] MERCADO MUÑOZ, Claudio, “Los orígenes de los Bailes Chinos”. En ALDUNATE DEL SOLAR, Con mi humilde devoción, p. 53.

[36] MERCADO MUÑOZ, “Los orígenes de los Bailes Chinos”, p. 55.

[37] El guitarrón chileno es un cordófono de 25 cuerdas, similar en cierta forma a la guitarra española, que responde a parámetros sonoros no del todo occidentales. Se trata de un instrumento surgido en Chile y sólo existente en el país, que también ha resultado en un enigma tanto organológico, como musicológico e historiográfico.

[38] PÉREZ DE ARCE, José, “El guitarrón chileno y su armonía tímbrica”. Resonancias nº 21. Santiago: Instituto de Música, Facultad de Artes de la Pontificia Universidad Católica de Chile, noviembre de 2007, pp. 33-34.

[39] PÉREZ DE ARCE, “El guitarrón chileno y su armonía tímbrica”, p. 44.

[40] “Ambos (guitarrón chileno y Bailes Chinos) buscan la sutil diferencia que es su signo de identidad (…) hallamos un interesante punto de contacto entre la música del guitarrón y los momentos cantados del ritual de ‘chinos’ en que el ‘alférez’ canta en cuartetas y en décimas basadas en la Biblia, con un repertorio temático y un estilo musical semejante al del ‘canto a lo divino’. Muchos ‘alférez’ (sic) manejan ambos repertorios”. PÉREZ DE ARCE, Ob.cit., p. 45.

[41] PÉREZ DE ARCE, Ibídem., p. 45. Es de notar que los Bailes Chinos del Norte Chico presentan varias diferencias respecto a sus homólogos de más al sur, lo cual implica para los autores aludidos, tomarlos como dos entidades culturales separadas.

[42] PÉREZ DE ARCE, José, Música Mapuche. Santiago: Museo Chileno de Arte Precolombino / Revista Musical Chilena / Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, 2007, p. 10.

[43] El autor, siguiendo su tendencia a vincular las músicas indígenas y mestizas con la existencia ecosonora de las comunidades con las que trabaja, destaca que la íntima relación entre cosmovisión, prácticas culturales y ecosistema mapuche, constituye un ejemplo para la cultura occidental, que en pos del desarrollo no vive en relación con su entorno natural, es más, lo depreda.

[44] MERCADO MUÑOZ, Claudio, “Ritualidades en conflicto: los bailes chinos y la Iglesia Católica en Chile Central”. En Revista Musical Chilena, año LVI, número 197, enero a junio de 2002. Santiago: Departamento de Música y Sonología, Facultad de Artes de la Universidad de Chile, p. 72. Este artículo hace una revisión crítica y comprometida sobre el autoritarismo característico de la estructura eclesiástica en sus relaciones con la ritualidad de los Bailes Chinos –y en menor, con los Cantores a lo Divino-: los constantes intentos por apropiarse de las fiestas, su política de colonizar sonoramente este espacio en detrimento de la expresión devocional de los bailes, los discursos que justifican este actuar –Concilio Vaticano II mediante, sin embargo-. Se trata, en definitiva, de un artículo que denuncia y analiza las tensiones que tales prácticas generan dentro de un statu quo estético, religioso y político.