Los diversos momentos del colonialismo narrados por O Guarani (1857) de José de Alencar, Mariluán (1864) de Alberto Blest Gana y Enriquillo (1882) de Manuel de Jesús Galván subrayan la extinción de personajes indígenas. Quienes sobrevivan al exterminio serían espectros de una historia cuyos residuos podrían ser, eventualmente, integrados a la factura hegemónica de un discurso nacional en fase de instalación y despliegue. El vacío que dejan los protagonistas de estas tres novelas acusa, al final del relato, el grado cero de una escritura que articula contra ellas la genealogía de una comunidad política. El borrón final del agente nativo hace posible el ingreso a una historia en la que solo es aceptable como figura espectral y subalterna tras el duelo por su remota y heroica caída. En consecuencia, al entrar y salir de escena, las figuras indígenas, masculinas y heroicas de Peri, Mariluán y Enriquillo esbozan el punto ciego de una mirada que narra su extinción como un proceso orgánicamente ligado a la factura de la nación. Estas novelas no plantean la nacionalización de un imaginario indígena sino que, por el contrario, localizan su derrota, agonía y muerte, y la lanzan a un tiempo irrecuperable, anterior a la comunidad política desde la que emergen estos relatos. Tras la desaparición indígena, solo cabe el duelo y la certeza de que cualquier supervivencia es un fantasma sobre los relatos nacionales que superan la experiencia histórica de una extinción inenarrable. Bajo esta presunción abordo, entonces, el momento de la desaparición en las páginas finales de estas tres ficciones históricas.

Al perderse tras las aguas del río y la fluidez de un horizonte histórico azotado por la lluvia, Peri y Cecília contrastan con la quieta muerte del Enriquillo de Galván, cuyo nombre perpetúan las aguas de un lago (Alencar, 296; Galván, 458). Ambos momentos acusan, sin embargo, una interpretación del colonialismo ibérico que separa aguas entre eventuales historias indígenas, coloniales y nacionales. Bajo esta perspectiva, los jóvenes protagonistas de la novela de Alencar y el anciano moribundo de la de Galván responden a una misma matriz interpretativa de la experiencia colonial. En O Guarani, la destrucción del bastión colonial, de atacantes y defensores por igual, quiebra una narrativa estratégica de conquista al pulverizar sus agentes y disolver el conflicto. Quienes sobreviven a la explosión mediante la fuga no serán redimidos por narrativa alguna sino que se verán reducidos a un episodio que los borra definitivamente de todo relato de futuro, del presente, si se considera el momento en que se publica la historia. El texto deja, a inicios del siglo XVII, dos cuerpos a la deriva en un espacio previo a la historia nacional y posterior al fracaso de una pionera tentativa colonizadora. Es el vacío de un territorio donde no convergen tanto los discursos de conquista vistos por Patricia Seed sino de la limpieza de toda intrusión nativa llevada a cabo por la ficción histórica (44). Solo tras la extinción sería posible absorber sus restos a través de las ideologías escasamente igualitarias que cercan las narrativas hegemónicas y nacionales (Esteva-Fabregat, 125).

Al final del relato de Alencar, Peri y Cecília se hunden tras las aguas e ingresan a una zona ciega a la que la crítica ha llegado cargada de lecturas ansiosas de cópula y origen. Iniciada la colonización del Brasil, dice Alcida Rita Ramos, se asumió que los indios eran indeseables y que solo cabía matarlos o hacerlos volver a la jungla, lejos de una civilización a la que no pertenecían ni podrían pertenecer (76). El balance hecho por Mercio Gomes, de la política indígena en Brasil, subraya esta reducción binaria (69-70). Sin embargo, O Guarani une las dos opciones, extinción y borradura, al final de la novela. Peri habría escapado del desplome del reducto portugués poco antes de que fuera destruido por sus ocupantes ante la imposibilidad de asegurar su defensa. La fortaleza ya había sido socavada por la traición interna; el desplome final correrá por cuenta de los indios aimorés. En el origen del ataque hubo un cuerpo muerto: el de una niña india a manos de Don Diogo, hijo de D. Antônio, jefe de familia y patriarca del núcleo de conquista. La furia ante ese crimen habría desatado la arremetida indígena. Aun así, Peri, el leal indígena que intentará asumir la continuidad patriarcal al velar por la hija de D. Antônio, permanece con los portugueses. D. Antônio de Mariz le ordena escapar llevándose a su hija, Cecília, le encomienda la misión de salvarla y le exige que en caso de que el rescate fuera imposible, debe evitar que la muchacha caiga viva en manos de sus captores (Alencar, 270). De allí en más, la fuga de Peri y Cecília liga el retorno a la jungla con la desaparición de ambos bajo un horizonte histórico nublado por la explosión de portugueses e indígenas.

La fuga en nombre del padre debía conducir a la restitución de Cecília a su familia en Río de Janeiro o a su muerte a manos de su salvador. Sin duda, la dimensión de género en juego supone, de suyo, un aspecto que requeriría un desarrollo específico que excede el propósito de este trabajo. Sin embargo cabe solo señalar que la trayectoria final del relato remite a un movimiento textual que va desde la aniquilación y la expectativa de un retorno imposible para dos cuerpos femeninos cuyo límite es la muerte o la desaparición, la niña aimoré y Cecília. Peri y Cecília sobreviven hasta un epílogo escénico, dicho en palabras de Marianna Torgovnick citando a Henry James, donde ambos protagonistas se hunden tras las aguas y lejos de la historia nacional (11). Allí acaba la ficción, estalla el bastión ibérico que sostuviera el avance colonial y se intuye una historia desligada de uno y otro comienzo. Luego, la narrativa reubica sus personajes sobre un paisaje post-apocalíptico: "[q]uando o sol, erguendo-se no horizonte, iluminou os campos, um montão de ruínas as margens do Paquequer" (Alencar, 273). Los efectos de la explosión son legibles bajo un símil que apela a lo telúrico: "[a] eminência sobre a qual estava situada a casa tinha desparecido, e no seu lugar via-se apenas uma larga fenda semelhante à cratera de algum vulcão subterrãneo" (Alencar, 273). Allí, "[a]s árvores arrancados dos seus alveolus, a terra revolta, a cinza enegrecida que cobria a floresta, anunciavam que por aí tinham passado algum desses cataclismos que deixan após si a morte e a destruição" (Alencar, 273). Restituidos personajes y paisaje, el texto no solo destaca que el río ha sido la única ruta de escape sino que, al mismo tiempo, da forma a un nexo fluido entre historias cuyas orillas no se tocan y cuyos relatos son largamente sobrepasados por sus protagonistas. No hay allí solución de continuidad alguna con un pasado remoto ni el episodio parece cumplir una función similar a los mitos medievales europeos, como concluye Antonio Candido (20). Peri rema toda la noche.

Al día siguiente, Peri se detiene al ver que el sol podía dañar la piel de Cecília, dando muestras nuevamente de lo que David Brookshaw ha visto como su dedicación a la belleza blanca de la que había caído esclavo en sueños (22). Es la preservación del auto-sacrificio y la servidumbre voluntaria lo que subrayaría Alencar en esa peregrinación hacia la extinción o el sacrificio (Treece, 15). El retorno es imposible.Cecília se duerme, despierta llorando, le grita que la regrese junto al cuerpo de su padre y al darse cuenta de que están completamente solos, la muchacha "sentiu uma inquietação vaga e definida, um sentimento de temor e de receio, cuja causa não sabia explicar" (Alencar, 276). Peri la calma. Le explica que D. Antônio lo había bautizado antes de la fuga. Para Anna Greenston, "[a]o batizar-se, a saga de Peri chega ao fim, e ele recebe a prêmio final. Ante a destruição do reduto português, a Peri é entregue a proteção de única herdeira, a loura portuguesa" (38-9). Si la esclavitud era un castigo para los indígenas que se habían negado a ser cristianizados, el relato de Alencar hace de la conversión la garantía de una voluntaria y sacrificial sumisión. Bajo el signo del cristianismo, la protección de un converso, el nombre y la memoria de su padre, Cecília rechaza ser restituida al nombre de su padre y al orden portugués; asume su propia agencia. Nuevamente, la fractura de la secuencia narrativa corre por cuenta de una decisión la cual Peri solo puede respaldar. Cecília rechaza que Peri la lleve a Río de Janeiro, como ordenara D. Antônio, lo acusa de querer abandonarla y, luego, a hurtadillas, suelta la canoa en la que viajaban, reafirmando su decisión de quedarse con él.

Al soltar el bote y dejar a la deriva la posibilidad de un retorno a cualquier sitio, la muchacha rompía la continuidad de una travesía que tenía como objetivo el retorno. La decisión había sido precedida por momentos de reflexión. Cecília ya se había preguntado "qual era o laço que a prendia ao mundo civilizado? Não era ela quase uma filha desses campos, criada com o seu ar puro e livre, com as suas águas cristalinas?" (Alencar, 288). Para el narrador, la muchacha "pertencia, pois, mais ao desserto do que à cidade; era mais uma virgen brasileira do que uma menina cortesã" (Alencar, 288). Ella es, en sí misma, el grano de una historia ligada a la feliz fusión de genealogía europea y paisajes americanos. Es la opción que abre la novela y que, sin embargo, deja ir luego bajo la fuerza telúrica del espacio americano. Peri, incrédulo, pregunta si "Cecília fica no deserto?"; ella responde afirmativamente y añade: "Cecília fica contigo e não te deixará. Tú és rei destas florestas, destes campos, destas montanhas; tua irmã te acompanhará" (Alencar, 289). Devastado el bastión de conquista, pulverizados ocupantes y atacantes, surge una perspectiva fundacional sujeta a una monarquía natural y hermanada por el cristianismo, que llama al olvido y la renuncia. Allí radica la opción de un comienzo que, sin embargo y tal como sugiere Nicolás Rosa, "cuando más se quiere recordar más se olvida, y cuando más se olvida más se recuerda" (62). Allí nace la alianza entre una Cecília que rechaza ser la continuación de los deseos del padre y un Peri cuya subordinación responde a sus propios deseos de posesión y fuga. No basta para el relato una voluntad de ruptura y olvido para deshacer la genealogía sobre la que ubica este personaje, pero tampoco restituye su lealtad a esa genealogía al subrayar que se trata de dos personajes cuya caracterización última radica en la naturaleza. El texto diagrama un final donde la voluntad humana cae aplastada por la naturaleza bajo los ecos del romanticismo europeo.

Finalmente, ambos muchachos deciden olvidar la promesa hecha por Peri al padre. Es ésta una doble renuncia: Cecília rechaza ser restituida al nombre de su padre, a su familia, y redefine su propia agencia y el campo de acción que le compete a partir de una fuga. Peri no ha hecho menos. Ambos abandonan genealogías culturales e históricas y dan pie a un momento que alberga lecturas fundadoras que responden a la ansiedad de origen aludida por José Guilherme Merquior (80). Es, incluso, la proyección ficcional de una política cultural que Alencar plantea, según Luiz Fernando Valente, "em termos de uma dialética entre ordem e desordem" (116). Sin embargo, el horizonte histórico que abre ese pacto de autonomía, mutua dependencia y futuro naufraga entre dos historias: entre la que ha estallado pulverizando a aimorés y portugueses, y otra, previsible, inferida desde el vacío que dejan sobre el texto al desparecer Cecília y Peri sepultados por la lluvia. El final de O Guarani está muy lejos de proyectar una armónica conjunción de portugueses e indígenas aunque admite que esa posibilidad pueda imaginarse más allá de la ficción y la historia que el texto deja abiertos. En claro contraste con Iracema, según sostiene Philip Swanson, O Guarani subraya una indeterminación cultural e histórica que va, incluso, más allá de la escritura (75). Peri y Cecília, sobrevivientes de la furia y de la guerra, se hunden bajo el peso del orden natural más allá (o más acá) de la novela y de la historia.

Este lugar final ha sido visitado reiteradamente por la literatura latinoamericana (tragados por la selva, por el mar, la naturaleza, la escritura o canibalizados por el mismo gesto ficticio que los delinea). En Alencar es, sobre todo, el hundimiento de una matriz histórica y de un mito fundacional del Brasil decimonónico que, según Silviano Santiago, su autor jamás pudo imponer (151). Este final, parafraseando o latinoamericanizando la clásica reflexión de Alan Friedman, marca tanto la apertura a un desorden mayor frente a una selva alegóricamente ilegible, como el fracaso de los signos del orden al instalar una narrativa nacional ligada a la desaparición de sus protagonistas (188). La novela ha sido leída tradicionalmente a partir de los sobrevivientes del ocaso de una estrategia pionera del colonialismo y del horizonte histórico de una hipotética comunidad política. Allí, se hace difícil restaurar el estatus ficticio de lo que ha llegado a hacerse mítico, como aseguraba Frank Kermode (113). Contra un sentido del fin y en función de apuntar más bien a un comienzo, han primado las lecturas de un origen que insisten en lo que Doris Sommer llamara la confusión de Gilberto Freyre: imaginar que el pasado indígena es la base del Brasil futuro (Sommer, 144). Renata Mauner Wasserman ha planteado, más claro aún, que la novela hace del Brasil el afortunado resultado racial de la remota e idílica fusión de nobles nativos y portugueses (204). Esa cópula habría tenido lugar, según acota Roberto Ventura, lejos de la ciudad para dar, así, "a possibilidade de construção de sociedade e cultura em espaços `marginais' a um modelo eurocêntrico de natureza e história" (153). Alfredo Bosi indica que "[a] situação final é epifania do grande mito do dilúvio" (193). Esa borradura o su difusa formulación tienden a ocultar otras en la factura de un imaginario nacional en el Brasil imperial.

La histórica indeterminación de ese final de novela, como la caracteriza el mismo Bosi, impide derivar de allí la cópula hipotética que haría del decimonónico presente de Alencar su resultado, como advierte Doris Sommer (Bosi, 193; Sommer, 161). La muerte o la desaparición de ambos personajes y la simultánea apertura de un vacío no solo permiten intuir la articulación de otro relato sino que ambos aspectos suturan la novela mediante una ideología indianista cuyo núcleo estaría dado por el duelo. De esta manera, la construcción indianista del texto es compatible con una ideología funcional a los desafíos de las elites brasileñas del siglo XIX, como se deriva de lo que sostiene Mirhiane Mendes de Abreu (271). En cualquier caso, el telúrico y wagneriano episodio final de O Guarani difiere de la quietud que cierra el Enriquillo de Galván. Lejos de naturalizar la desaparición de una figura indígena borrada por las aguas de una tormenta e inalcanzable para la misma escritura que la ha creado, la novela dominicana morigera el brusco y sangriento final de la primera página de la historia americana, como indica Sommer (1991: 223). Si el texto narra el "desenlace venturoso de la perdurable rebelión del Bahoruco", uno de sus momentos decisivos sería el acuerdo o a la negociación de un acuerdo con el que se da por concluida la insurgencia indígena (Galván, 223). Los paisajes bélicos ceden a una negociación que no es sino la consagración de una derrota y el esbozo de un libreto político que ordena la relación entre occidentales y accidentalizados al interior de la experiencia colonial.

La novela de Galván apunta a la trayectoria de una muerte negociada. La letra de una carta sellará, de este modo, el inicio de un fin cuyo "desenlace venturoso" cierra el texto que afirmara, previamente, que la Conquista había puesto "punto final a la poética existencia del reino de Jaragua" (Galván, 12). En tal sentido, la novela es el relato de esa transición y su final liga ambos, transición y relato, a la extinción de su personaje principal. En su decurso textual, Enriquillo traza el paso desde el orden poético al histórico, abre la posibilidad de articular una nueva continuidad narrativa a partir de una historia extinta, poética y subalterna. La ficción histórica, como afirma Estela García Cabrera, insiste en que la destrucción violenta del reino de Jaragua "abre para el hombre americano episodios poéticos y gloriosos" (7). El origen de esa historia, del libro como artefacto y como construcción narrativa, sería "la espantosa tragedia de Jaragua" (Galván, 12). En ella, Frey Nicolás de Ovando y "la despiadada rigidez de sus principios de gobierno, están íntimamente enlazados con el génesis de la civilización del Nuevo Mundo" (Galván, 12). Es un momento posterior a la resistencia indígena. La escritura de Galván emerge desde el ocaso no solo de una rebelión sino que dibuja la historia de Enriquillo como la matriz capaz de regular la solución final del problema indígena. Occidente, la empresa colonial, se han vuelto imparables.

Dadas las circunstancias que ordena y presenta el relato, "era natural que se adormecieran en Tamayo, como en todos los indios alzados, las ideas y los sentimientos belicosos" (Galván, 454). El ocaso de la rebelión alberga una mirada que hace de la desaparición de los otrora insurgentes y la extinción de su historia, la borradura sobre la cual narrar un nuevo inicio. Asimismo, se trata de reducir una comunidad indígena y situarla, luego, fuera del alcance del orden colonial. La operación se hace eco de los esfuerzos dominicanos por eliminar las monterías decimonónicas (Derby, 23). Ambos momentos, en cualquier caso, responderían a una y la misma voluntad de orden ligada al despliegue de la historia occidental o europea, como permiten sugerir los trabajos de Dipesh Chakrabarty (27-8). Es la certeza de que toda oposición o disidencia no puede sino ser reducida, acotada y extinguida. Aun así, el relato admite esas historias disidentes a partir del ocaso negociado y consensual de sus trayectorias. Dicha articulación narrativa inscribe estos sucesos dentro de un proceso mayor cuya lógica y tiempos están ordenados e incrustados, como señala Dipesh Chakrabarty en otro contexto, en la historia europea (27-8). El adormecimiento de la insurgencia remite a la consolidación de una historia que la ficción solo busca precisar. Ha habido una transformación y ésta ha ocurrido porque "la misión del padre Remigio, como la breve y conciliadora campaña de San Miguel, habían dejado muy favorables impresiones en todos los ánimos" (Galván, 454). El desafío de la pacificación de quienes alteraban la instalación del orden colonial ordena el imaginario sobre el cual se intuye la historia y se naturaliza su trayectoria.

Anulada toda voluntad de resistencia, Enriquillo buscó "una transacción final, que asegurara la completa libertad de su raza en la Española; objeto que su generoso instinto había entrevisto más de una vez, cual vago ensueño de una imaginación enfermiza" (Galván, 454). La historia final será consecuencia directa de aquella desanimada, nativa y enfermiza imaginación. Sin embargo, el objetivo de la resistencia narrado por la novela no era el rechazo al proyecto de conquista. Ni siquiera pretendía romper la continuidad narrativa e histórica del colonialismo sino que buscaba alcanzar un acuerdo que permitiera la inclusión política y narrativa del mundo indígena en ella. Sin embargo, la novela se encarga de subrayar una y otra vez que, al interior de la narrativa nacional, esa coexistencia no era posible. En consecuencia, el acuerdo obtenido por Enriquillo no habría debilitado sino que, más bien, consagrado el plan de conquista luego de que "la metrópolis castellana reconociera solemnemente los derechos de hombres libres a todos los naturales de la Española" (Galván, 454). El reconocimiento llega con la carta del rey que, perdida, oculta y recuperada, le entrega Barrio-Nuevo a Enriquillo y cuya persuasiva escritura acalla, finalmente, la insurgencia. El encuentro entre estos dos personajes hace posible que la carta real ponga término a 13 años de rebelión. La paz se logra gracias a la generosidad de un gran rey y a la paciente honestidad de un soldado, enfatiza la novela (Galván, 458). El acuerdo alcanzado por conquistadores y conquistados sella el consenso a partir del cual Enriquillo se instalará cerca de Santo Domingo. Este reasentamiento, sin embargo, no solo ubica a Enriquillo al interior del orden colonial sellado por el consenso alcanzado sino que, sobre todo, sanciona su propia, negociada y aceptada extinción. El cambio reafirma la imposible coexistencia de espacios encantados y de modernidad, como los a que alude Saurabh Dube en sus reflexiones sobre colonialismo y modernidad (340). La ficción histórica se nutre de este conflicto y subraya heroicidades ligadas a una resolución que asegura la completa victoria del colonialismo. El desencantamiento del proyecto de conquista por la violencia en que se funda es desplazado por la borradura de cualquier espacio diverso a esa instalación hegemónica cuya ruta final explora la novela.

Santa María de Boyá no es únicamente el sitio donde Enriquillo llega a pasar sus últimos días ni el recinto doméstico de su envejecimiento. Tampoco es que la novela destaque, como aseguró Concha Meléndez, que "[c]oncentrados en el pueblo de Boyá y sus cercanías, los indios vivieron desde entonces libres, gobernados por Enrique" (117). Muy por el contrario, el relato hace de ese lugar el sitio histórico y cultural de una agonía, de una extinción negociada que concentra sobre un campo bajo control colonial los últimos residuos de resistencia al colonialismo. Desde allí, sin continuidad ni herencia, los vencidos marchan a morir como grupo, como comunidad y cultura. La novela enfatiza, con toda nitidez, que Santa María de Boyá fue el "asilo sagrado en que al fin disfrutaron de paz y libertad los restos de la infortunada raza indígena de Haití" (Galván, 458). Apoyándose en Herrera y Tordecillas, Marguerite Suárez-Murias llama la atención sobre el hecho de que la novela ni siquiera consigne que en el acuerdo logrado requirió que Enriquillo y su gente ayudaran a capturar los esclavos cimarrones (39). Es un pacto que desarma toda resistencia, enmarca la muerte de Enriquillo y su gente, y logra obtener, incluso, la complicidad indígena para anular toda disidencia frente al orden colonial. Aun así, añade la novela de Galván, fue un final donde "prevaleció entonces verdaderamente en la colonia la sana política del gobierno de España, y las voluntades del gran Carlos V. tuvieron cumplido efecto" (458). Al morir Enriquillo, sus restos van a reposar en la iglesia que, para tal efecto, manda edificar su mestiza esposa y su nombre perdurará en el lago que lo recuerda y alberga su cuerpo incluso más allá de la muerte.

Con Enriquillo marcharon los últimos 400 indígenas que habían resistido y que, luego, parten a un campo de concentración que viabiliza la solución final del problema hallado por el colonialismo en su despliegue americano. Viene al caso lo señalado por Consuelo Loureiro, al hacer un contrapunto entre Alencar y Fenimore Cooper, cuando indica que los indígenas que no habían muerto o se habían perdido hacia el interior del país "haviam se tornado elementos marginais da nova sociedade, a qual esmagava quaisquer valores culturais que tivessem a oferecer" (114). No se trata de la anulación de un grupo menor ni de un liderazgo sino que del conjunto de una comunidad que se había articulado a partir de la resistencia al colonialismo. En ese lugar de la agonía, donde dos historias parecen cruzarse sobre la escritura, una en extinción y la otra en emergencia a partir del pacto donde la primera recibe de la segunda el regalo generoso de una muerte que ésta acepta, parecen coincidir engañosamente una y la misma ficción.

Sin embargo, no solo no se tocan esos finales y comienzos sino que el texto anula cualquier posible continuidad entre una y otra. Se trata de un episodio cuyo vacío puede explicarse con la imagen de lo post-simbólico, según la precisa Alberto Moreiras, esto es, aquello "entendido como el residuo o ceniza de la conflagración entre una naturaleza siempre en retirada y una cultura cada vez más agresivamente colonizadora y apropiante" (1999: 85). Sobre esos residuos opera otra dinámica que no admite sino que se resiste a tolerar contigüidad alguna con la primera y borra de su holladura cualquier gesto de supervivencia.

Enrique Dussel sostuvo que la conquista "es un proceso militar, práctico, violento que incluye dialécticamente al Otro como `lo Mismo'" (52). De este manera, "[el] Otro, en su distinción, es negado como Otro y es obligado, subsumido, alienado a incorporarse a la Totalidad dominadora como cosa, como instrumento, como oprimido" (Dussel, 52). La experiencia colonial, al menos la narrada en estos textos, sugiere una alternativa que ni siquiera admite forma alguna de incorporación sino como espectros de aquello ya extinto, aniquilado. La novela de Galván plantea una visión donde el otro no cabe, no puede caber sino como memoria, recuerdo de lo que ha sido extirpado, exterminado, sobre un relato nacional e histórico. La absoluta negatividad de la primera alberga un imaginario que solo negocia con ella los tiempos, lugares y condiciones de su exterminio. La invitación narrativa de Galván es, precisamente y como lo destaca Sommer, "a olvidar todo el desfavorable embrollo del pasado dominicano, es decir, borrón y cuenta nueva" (1992: 139). En cierto sentido y por una común referencia a la tragedia, el orden político y la escritura, Moreiras y Eduardo Grüner permiten explicar esta desaparición en relación con el sustento más general de la ficción histórica. Moreiras, por una parte, señala que "[e]l deseo que lleva a la teoría literaria es trágico en primer lugar porque es un deseo de conocimiento de lo que siempre permanecerá ausente, con una ausencia no neutra sino que incesantemente reclama ser vencida" (1991: 11). Grüner, por otra parte, al intentar pensar los fundamentos humanos del orden político, identifica la alusión irrecuperable con la tragedia concebida a partir del lugar de una pérdida (33-4). Es la ilusión del vacío por esa pérdida lo que le permitiría desplegar un nuevo relato, postular incluso un orden político e histórico al interior de una narrativa nacional. Esa ausencia es, también, la que ordena la construcción de un despliegue textual e histórico en función de una instalación hegemónica siempre abierta, como señala Judith Butler a partir de Laclau (30).

Estos relatos, entonces, contribuyen a la factura de un imaginario cultural que hace del vacío dejado por la extinción indígena que aseguran ha ocurrido, el sitio de una desaparición, negociada o accidental, desde la que es posible pensar no tanto el futuro sino el presente sobre el cual emerge la novela. Luego, ese mismo relato que instala esa negación, se abre al futuro desde la nostalgia de aquello que ha contribuido a exterminar. Aunque Enriquillo y O Guarani hunden esa ficción histórica en los albores de la conquista ibérica, la matriz sobre la que operan estos relatos también factura la anulación del mundo indígena en la fase de instalación nacional. Es uno de los vacíos sobre los cuales es posible imaginar la continuidad histórica, cultural y narrativa entre colonialismo y post-colonialismo señalada por Roland Green (424-5). Es lo que plantea la novela de Blest Gana. De hecho, una de las lecturas más recientes de la novela insiste en ver en ella "la fabulación del país que falta", validando sobre esa ausencia el despliegue de una narrativa nacional e inclusiva por omisión (Triviños, 37). Mariluán revisa el proyecto occidental inconcluso dejado por el colonialismo hispano a partir de la viabilidad histórica y política de que éste pueda ser agenciado desde el mundo indígena. En este sentido, su exploración estética e histórica va más allá de las novelas de Alencar y Galván. Blest Gana no solo indaga la posibilidad de integrar el mundo indígena a Occidente sino que, también, la opción de que el indígena agencie su propia cooptación cultural. Sobre esta inscripción de la cuestión indígena en los desafíos planteados por la Modernidad a partir de la experiencia colonial, Blest Gana adelanta una agenda nacional e imagina los límites del protagonismo indígena en el armazón nacional.

El violento final de la novela, con la procesión y exposición pública de la cabeza de una figura cuyos méritos permitían intuir la viabilidad de dicho proyecto, lo rechaza. De este modo, si bien su complicidad narrativa con la política nacional de exterminio indígena no es directa, se observa en el relato una historia que declara inviable esa asimilación. A. Fuenzalida Grandón diluyó la novela entre las primeras de Blest Gana, las que, sin matices, definirían "cierto grado de sentimentalismo romántico un tanto melancólico, muy de moda entonces y después, que denuncia siempre tal cual dejo, perfume y sabor extranjeros" (17). Mariluán cabría bajo la carga de exotismo y extranjería a partir de la apelación sentimental. Raúl Silva Castro no se alejó mucho de esa lectura. Más allá de su rechazo a la sobredosis de irracionalidad que observa en la violencia de algunos momentos, señala que Blest Gana apenas exploró la reacción sentimental de dos razas en contacto a partir de un individuo que había vivido en ambos mundos (202). Quienes han ido más lejos acusan un relato que oscila entre la asimilación y el exterminio, como Ariel Antillanca y César Loncón, en circunstancias de que la novela concluye con la anulación de una comunidad y el fracaso del Estado incluso al tratar de rescatar individualidades (94). Es difícil quedarse, entonces, con una primera mirada que subraya el hecho de que "[e]l autor toma partido, asumiendo plenamente como válido los rasgos culturales de Mariluán" (Antillanca, 93). No se trata, entonces, de un relato que refuerce la fidelidad literaria hacia la vida indígena, como la que extrañamente Aida Cometta Manzoni cree ver en El cautiverio feliz de Bascuñán (92). Aun cuando la novela de Blest Gana parte indicando que todos quienes conocieron a Fermín Mariluán coinciden en afirmar que era un oficial ejemplar, la factura del relato anula toda forma de solidaridad con el mundo indígena. Reitera, una y otra vez, que es un mundo en que la crueldad misma genera un prestigio "que aumenta entre los salvajes el valimiento en razón de los abusos que de la fuerza bruta es capaz de cometer un hombre" (164). Si hay complicidad, ésta es con Mariluán y el proyecto de conversión cultural que encarna y cuyo estrepitoso fracaso narra la novela.

El fracaso de Mariluán, como el que observa Beatriz Pastor en los relatos de conquista, también reivindica "el valor del infortunio y el mérito del sufrimiento" (191). Sin embargo, si Pastor concebía aquel discurso como el primero en llevar a cabo la desmitificación y la crítica de la realidad americana, en Blest Gana responde a una matriz narrativa que corona la conversión nacional del colonialismo hispano frente al mundo indígena. Los diversos testimonios sobre la vida ejemplar de Mariluán provienen de todos aquellos que lo trataron desde que partió a la capital para ser educado por el Estado de Chile como parte del acuerdo entre el ejército de frontera chileno y un cacique local que entregó a su hijo. De hecho, padre e hijo quedan ligados a la jerarquía del Ejército chileno, por cuanto a Francisco, padre de Fermín Mariluán, se le concede el grado de sargento mayor del Ejército y un sueldo mensual como gobernador de tierras comunales (99). Marilúan, por su parte, recibe "su despacho supremo de alférez de caballería, adicto al Estado Mayor del Ejército del Sur, en 20 de agosto de 1827" (97). A su educación, filiación militar y lecturas de La Araucana, Mariluán unía "ese amor instantáneo al suelo patrio, que en la raza araucana ha producido los altos hechos que celebra la epopeya" (99). Cinco años después de haberse graduado, y de vuelta en la frontera, en la ciudad de Los Ángeles a la que ha sido destinado por el ejército, Mariluán conoce y se enamora de una criolla, Rosa Tudela (101). Junto a la historia de amor -Blest Gana "acostumbra construir el mundo ficticio sobre una historia de amor", dicen Carlos Foresti, Eva Löfquist y Alvaro Foresti- el relato da cuenta de la pasión de Mariluán por llevar adelante un plan largamente madurado (286).

El flamante oficial de Ejército se proponía "dar cohesión a las diseminadas tribus que pueblan el territorio araucano" en función de combatir contra el Estado y forzar una situación que permitiera negociar "un tratado ventajoso con el gobierno de Chile" (100). El objetivo de Mariluán es, aparentemente, el mismo acariciado por el Enriquillo de Galván. Su intención remite a un grupo humano que, para emplear la fórmula de Edward Said, al habitar un espacio se lo apropia, y reivindica allí su derecho a instalarse bajo sus propios, imaginativamente arbitrarios y poderosos criterios (54). En la novela de Blest Gana, afirma John S. Ballard, la "lucha entre dos comunidades por el dominio del espacio físico constituye la materia prima de la narración" (5). Sin embargo, el reclamo de ese territorio, sobre el que reconoce derechos ancestrales, expresa el triunfo ideológico y final del Estado chileno sobre el cacique que confiara su hijo al Ejército tras ser derrotado. Mariluán busca desplegar autónoma y soberanamente, y en singular, lo que denomina la civilización. Quiere llevar a cabo el proyecto occidental que ha regido la experiencia colonial en base a otra composición étnica, territorial y lingüística. Quería "infundir a los indios el amor a la vida civilizada, cultivando sus nobles instintos desfigurados por el codicioso espíritu de rapiña de que siempre han sido víctimas" (100-101). A pesar de la deserción y guerra contra el Estado que emprende, Mariluán confiesa su aspiración a forjar una fraternidad que sobrepase la rivalidad mapuche-chilena y, de paso, le enmienda la plana las disputas militares en apoyo de un mandatario (233). Mariluán apela a los mismos argumentos usados por la elite criolla al rebelarse contra el poder español y sancionar su independencia. Este proyecto fracasa, no tanto por la respuesta de sus enemigos sino que por los obstáculos que la novela narra al interior de los indígenas. Asimismo, contribuye la misma transformación de Mariluán y la fractura cultural que ha experimentado en su largo paso por las instituciones educacionales y militares chilenas. De hecho, el que su cuerpo haya olvidado la costumbre de "montar en pelo" y se haya visto forzado a caminar, al fugarse del campamento militar, contribuye a su muerte (239).

En la fase final del relato, Peuquilén, quien lo esperaba con caballos para ayudarlo a escapar, camina al amparo de la noche y se acerca a Mariluán para apuñalarlo por la espalda. Solo una vez muerto, se acerca y decapita el cadáver de Mariluán materializando un acto de venganza (240). Peuquilén solo había sido fulminado por los ojos de Rosa Tudela, tal como Mariluán, pero a diferencia de éste, carecía de la conversión ideológica que había operado en él la educación y entrenamiento militar del Estado chileno. Peuquilén morirá a manos de Cayo, hermano de Mariluán, al ir a cobrar la recompensa ofrecida por el ejército chileno por la cabeza del ex oficial (245). Esos episodios nos serán conocidos por una carta con la que concluye la novela y que ha sido escrita por el alférez Juan Valero a un amigo de Mariluán en la capital. En esta carta, Valero señala que Rosa, luego de enterarse de la muerte de Mariluán, "parece un cadáver y es muy de temerse que no sobreviva mucho tiempo al peso de su dolor" (245). Con la muerte de Mariluán, insiste el narrador, muere su sueño de "regenerar a su raza por medio del trabajo y la honradez" (241). La economía ética a partir de la cual intuye la posibilidad de regenerar una raza no es sino la sanción de que el único camino viable es el exterminio. De hecho, la novela añade que el propósito final de Mariluán era "la fraternidad con los antiguos enemigos, después de conquistar la igualdad de derechos para sus hermanos oprimidos" (241). La novela no esboza otra opción y concluye con la bancarrota completa de una.

De hecho, tal y como reitera Amado Láscar, frente al artículo de Ballard, Mariluán no habría pertenecido ni al mundo chileno ni al criollo (6). Es decir, su presencia articula una narrativa cultural concebida como el no-lugar de un proyecto que podría redefinir la frontera, la Araucanía, como un espacio de convivencia entre dos proyectos nacionales. Esa alternativa imagina un futuro que su fracaso cancela. Mariluán había nacido en 1810, año que la historiografía chilena liga al nacimiento del país en virtud de la rebelión de los cabildos hispanos que se rebelaron contra España y reclamaron su soberanía (Ballard, 3). Su muerte implica la anulación final de un proyecto cultural y político que, con matices y coincidencias importantes, había sido formulado por Bernardo O'Higgins en 1818 (201-202). Planteado de esta manera, desde el pacífico envejecimiento y muerte de Enriquillo, al telúrico final de Peri y al violento de Mariluán, el límite final de estas tres novelas son cuerpos indígenas desaparecidos. Los relatos trazan una cartografía del exterminio a través del cual se observa no solo la construcción de una figura indígena sino su necesaria destrucción como componente constitutivo del esfuerzo por imaginar una otredad. Los relatos no solo modelan textual y narrativamente un indígena sino que desarrollan un duelo narrativo que, tras su muerte, efectiva o presunta, consagra su desaparición. Lo hacen, para decirlo en términos de Bosi, haciendo "a franca apologia do colonizador" (179). Esos cuerpos perdidos, sus ausencias y la nostalgia por sus tiempos, son proyectados sobre una interpretación histórica que los asume extintos para siempre.

Sobre estos actos que las narrativas de exterminio naturalizan y a lo más lo narran a partir de una desaparición, la escritura delinea un pasado narrable divisible en relación con las comunidades políticas cuya cohesión es posible por la extinción o desaparición de esos cuerpos. El origen mismo de esa comunidad, como asimismo de las narrativas de su historia, es la muerte de una figura surgida al interior de esas mismas narrativas. Se trata de figuras indígenas creadas por el texto que terminan tragadas o chupadas por la naturaleza y la historia en función de perpetuar sus imágenes como héroes de una historia extinta. Asimismo, sin desmedro de que han sido perdidos para siempre, emergen como precursores de otra historia en proceso de consolidación. En consecuencia, si los nobles indígenas están muertos, se puede recurrir a sus desapariciones en función de legitimar una narrativa histórica hegemónica. Incluso, la política estatal de integración y absorción ciudadana de la población indígena parte del supuesto de que sus comunidades han desaparecido o se han extinguido. Sus residuos, a la deriva sobre la imaginación liberal decimonónica o el conservadurismo nacional, pueden ser solo entonces integrados al Estado nacional.

 

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